Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El amor del llantero

Definitivamente, la estupidez humana no tiene límites
11.08.2019

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

Qué había pasado en aquel cuarto solitario? ¿Por qué estaba cerrado con una cadena y un candado desde hacía más de un mes? Y, ¿por qué, de pronto, empezó a oler mal?

“¡Esa cipota es una cerda! –exclamó Tania, con cara de piedra y ojos que echaban chispas, dirigiéndose a su madre que veía “Caso cerrado” con una caja de palomitas entre las piernas semidesnudas–. ¿Por qué no le decís que limpie su cuarto? ¿O es que ustedes no sienten el tufo?”

La madre, más interesada en el programa, se llevó un puñado de palomitas a la boca y, así, con la boca llena, respondió:

“Lina está castigada, y si quiere vivir en la chanchada, pues, es cosa de ella... De allí va a salir hasta que yo diga”.

“¿Y ese tufo?”

“Que se lo aguante”.

“Pero es que se mete hasta mi cuarto y a veces no lo soporto... Esa cipota es una cerda”.

“Ya, dejame ver el programa, y si tanto te incomoda el olor del cuarto de tu hermana, bajate a dormir al cuarto de huéspedes”.

La muchacha golpeó el suelo con los pies, contrariada.

“Eso voy a hacer” –dijo, y dio media vuelta, sin embargo, su madre la detuvo:

“Y acordate que hay que llevarle la comida”.

“Yo no me acerco a ese chiquero”.

“¡Vos vas a hacer lo que yo te diga!”

El grito resonó en toda la casa. La mujer, como dispuesta a enfrentarse a cualquiera que se atreviera a desafiar sus órdenes, se había puesto de pie de un salto, dejando caer las palomitas sobre la alfombra, y mostrándose colérica frente a su hija, que ya subía las gradas hacia el segundo piso.

Era esta una mujer hermosa, de unos treinta y seis años, no muy alta, de piel clara, pelo corto, rostro redondo y bonito, y ojos negros, grandes y que echaban fuego. Vestía un short casi tan corto como un blúmer, y una camiseta sin mangas que le llegaba hasta el ombligo. En el muslo derecho tenía tatuado un dragón y una rosa, y en la cadera, una serpiente entre flores.

Su hija no le hizo caso y ella, rumiando su cólera, se dejó caer en el sillón y empezó a jugar con su teléfono celular. En ese momento, la doctora Polo llamó a la segunda pareja de litigantes, y llenó la pantalla un hombre enorme, de gran cabeza, ojos saltones y labios gruesos con los que sonreía estúpidamente.

“¡Me lleva el diablo! –gritó la mujer, cambiando de canal de inmediato–. ¡Negros por todos lados! ¡Y con lo que detesto yo a esa gente!”.

Escupía las palabras entre los dientes, casi mordiéndolas, y la ira se marcaba en su rostro con un rojo encendido. Hizo un gesto de repulsión y tomó un largo trago de soda, para soltar después un eructo sonoro. Luego, exclamó, como hablando consigo misma:

“¡Maldita sea la hora...”

Pero se interrumpió de pronto. Acababa de sonar su teléfono. Era su esposo.

“Ya las firmó el notario –respondió ella, después de escuchar por unos segundos–, y yo se las voy a entregar al cliente el jueves... pero debe pagarme los gastos... Tres días en Roatán no son baratos...”

Aquella mujer era abogada, una hermosa, sensual y bonita abogada. Y era esposa y madre. Tenía dos hijas, Tania de diecisiete años, y Lina, de quince, una tan bella como la otra. Su esposo, abogado también, era asesor en el gobierno, había heredado un buen nombre y seguido la tradición familiar, de más de doscientos años, en la que el primer hijo varón tenía forzosamente que ser abogado.

Trabajando duro, más la herencia y lo que podía pegársele en las manos, porque siempre hay algo que se pega, había hecho una fortuna y vivía en una mansión, pero desde hacía un mes, poco más o menos, se le veía pensativo, preocupado y algo enfermo, contrario a su esposa que se mostraba dura y, a veces, hasta impertinente.

¿Qué había pasado entre ellos? ¿Qué era lo que atormentaba a aquella familia? ¿Por qué aquel cuarto estaba cerrado con candado y con cadena? ¿Por qué había cambiado radicalmente el carácter de los esposos?

Quienes los conocían decían que ya no eran los mismos y que, quizá, se estaban divorciando...

“No creo –dijo una de las amigas– porque ellos se quieren... Algo más grave debe pasar en esa casa”.

La otra suspiró.

“¡Pucha! –dijo–, aunque el dinero sirve para muchas cosas, en realidad no puede comprar la felicidad”.

“Así es”.

Cuando Tania dio un grito que hizo retumbar el techo, la abogada se puso de pie, miró hacia el segundo piso de la casa, y preguntó, enojada:

“¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué estás gritando así? ¿Es que no ves que tengo los nervios de punta y que estoy a punto de que me dé un derrame por las gracias de tu hermana?”.

Pero otro grito le respondió y ya iba a decir algo más, cuando vio que su hija bajaba las gradas a la carrera, gritando y con el rostro aterrorizado.

“¡Mamá! ¡Mamá! –decía–, del cuarto de Lina están saliendo unos gusanos negros y grandes, y el mal olor es más horrible!”

“¿Qué decís?”.

Lina

Era de baja estatura, con cuerpo de muñeca y cara de princesa. No en balde decían de ella que parecía un ángel, aunque nadie ha visto un ángel en persona como para certificar la comparación; sin embargo, era bonita, menudita, de ojos claros, piel blanca como la yuca y de carácter dulce, siempre dulce. Pero no se le veía desde hacía un mes, dejó de ir al colegio, sus compañeros la llamaban y preguntaban por ella y sus maestros visitaron su casa, pero nada.

“Lina está castigada” –decía la madre y no agregaba nada más.

Pero, ¿por qué estaba castigada Lina? ¿Qué falta tan grave había cometido? Y, ¿por qué era tan severo aquel castigo?

“Mire, Miss –le dijo una alumna a su maestra, con timidez, la cabeza baja y como si tuviera un miedo terrible–, a mí me parece que a Lina la castigaron sus papás por lo del novio...”.

“¿Novio? ¿Es que Lina tiene novio?”.

La niña tardó antes de responder.

“Sí, Miss... Desde hace unos tres meses...”.

La maestra suspiró.

“Y, ¿se puede saber quién es el novio?”.

La alumna dudó un poco.

“Se llama Jeremy Jackson, Miss...” –dijo, a los pocos segundos, siempre con la cabeza baja.

“¿Jeremy Jackson?”

“Sí”.

“¿Es un compañero del colegio?”.

“No”.

“No debe ser –agregó la maestra– porque no recuerdo a ningún alumno con ese nombre... El único Jackson que conozco es el hijo del cónsul... pero este tiene solo nueve años...”.

La niña lloraba.

“Es que él se llama Jeremy Cirilo Jackson Norales”.

La maestra abrió los ojos...

“¿Qué? –preguntó, con las cejas arrugadas–. ¿Qué es lo que me estás diciendo? Explicate bien porque creo que no te estoy entendiendo”.

Y se acomodó en su silla.

“Es... es...”

No pudo seguir.

“Yo le prometí a Lina que le guardaría el secreto, hasta que ella hablara con sus papás...”.

“¿Hablar con sus papás? –murmuró la maestra–. Y, ¿de qué iba a hablar con sus papás?”.

Hubo un instante de silencio.

“De que estaba enamorada...”.

“¿Enamorada Lina? ¡Pero si solo es una niña de quince años!”.

La alumna lloraba, dio media vuelta y se retiró.

“Yo creo que Lina ya habló con sus papás” –le dijo, antes de salir de la oficina.

“¿Por qué?”

Pero nadie le contestó.

Y, aquello que había dicho la niña era cierto: Lina había hablado con sus padres, y, al hacerlo, sus palabras, su entusiasmo y su inocente confianza en ellos desató el infierno bajo su techo.

Confesión

Estaba contenta aquella tarde; es más, bien podría decirse que era feliz.

Desde hacía un par de meses su carácter había cambiado y, de dulce y agradable que era, se había convertido en un paraíso de felicidad, y no trataba de ocultarlo. Lina era feliz y el mundo debía ser feliz a causa de su alegría. Por eso, les dijo a sus papás esa tarde de domingo:

“Quiero decirles algo” –y su entusiasmo era pegajoso.

Ellos se prepararon para escucharla, con una sonrisa agradable en sus rostros porque la confianza que su hija demostraba tener en ellos era una muestra del buen trabajo como padres que habían hecho hasta ese día. Y estaban satisfechos.

Lina tomó aire, juntó las manos entre las rodillas, lanzando los hombros hacia adelante, levantó la cabeza, y dijo, con una dulce entonación:

“¡Papá, mamá... estoy enamorada!”.

La madre dio un grito.

“¿Qué?”

Lina se asustó.

“¿Qué es lo que estás diciendo?” –rugió el padre.

“¿De quién estás enamorada? –intervino la madre–. Yo sé de quién te vas a enamorar porque lo que quiero para ustedes dos es un hombre de su misma clase... Ahora, decime quién es ese hombre...”.

Lina, segura de que no hacía mal, y convencida de que convencería a sus padres de que no había nada malo en su amor, dijo:

“Se llama Jeremy Jackson”.

“¿Jackson, Jackson? ¿Quién es Jeremy?”.

Lina respondió:

“Es el muchacho que arregla llantas en la llantera de la esquina”.

“¡Qué! ¿Estás loca? ¿Un llantero?”.

La madre se ahogaba a causa de la sorpresa y de la ira.

'¡Mamá! ¡Mamá! –decía–, del cuarto de Lina están saliendo unos gusanos negros y grandes, y el mal olor es más horrible!”.

“‘Lina está castigada’ –decía la madre, y no agregaba nada más”.

Se puso de pie, tomó a su hija del pelo, la sacó de la casa casi arrastrándola y así, bajo las miradas de los vecinos y de los transeúntes, fue con ella hasta la llantera, seguida por su esposo y por la hermana.

“Me vas a decir quién es ese desgraciado...”.

Jeremy

Agachado sobre una rueda, vestido con una camiseta sin mangas y sucia, con un pantaloncillo corto y calzando tenis viejos, rotos y más sucios que la camisa, estaba Jeremy Jackson, manipulando una barra de hierro, mostrando los músculos de sus brazos y chorreando sudor sobre la rueda.

“Él es” –le dijo a su madre la niña.

“¿Ese?” –gritó ella.

“Sí, mamá...”.

Jeremy se había puesto de pie.

Era alto, delgado, un adolescente todavía, y, con cara de sorpresa, vio a Lina, que lloraba, y a la madre, que lo miraba con ojos asesinos.

“¿Un negro? –gritó la mujer–. ¿Un negro es tu novio? ¿Es de ese negro que estás enamorada?”.

Jeremy intervino.

“Señora –dijo–, Lina y yo nos queremos, y no se preocupe, nos vamos a casar”.

La mujer estuvo a punto de desmayarse. Entonces, el padre abrió la boca:

“Mirá, negro maldito –le dijo a Jeremy, señalándolo con un dedo, a pocos centímetros de su cara–, si te volvés a acercar a mi hija te juro que te voy a matar... ¿Entendido?”

Castigo

Desde aquella tarde encerraron a Lina en su cuarto, le pusieron una cadena a la puerta y la aseguraron con un candado, hicieron una ranura en la madera, por la cual pudiera pasar un plato de comida y agua, y dejaron allí a la niña, desesperada, llorando y suplicando... hasta que Tania, su hermana, bajó a la sala corriendo...

“¡Son gusanos grandes y negros!” –gritaba.

“¿Gusanos? ¿Estás segura? –le preguntó la madre–. Seguro que esta puerca de Lina no asea el cuarto y ha dejado que se le pudra la comida”.

Subió las gradas al segundo piso, más furiosa que un toro salvaje. Golpeó la puerta con fuerza y, muy a su pesar, debió taparse la nariz. El olor que salía del cuarto era ya insoportable. Entonces, fue a su cuarto a buscar la llave del candado... Cuando abrió, un grito doloroso le salió del alma y estuvo a punto de desmayarse. Frente a ella, colgando de una viga del techo, estaba el cuerpo de Lina, hinchado, azul y morado, con el rostro deforme, la lengua colgando sobre el pecho, los ojos saliendo de sus órbitas y cubierto de gusanos a los que acompañaba un ejército de moscas...

A las diez de la mañana del día siguiente, retiraron su cuerpo de la morgue.

“Su hija tenía dos meses de embarazo” –les dijo a los padres el forense, pero ellos ya no respondieron; no tenían nada qué decir... Solo lloraban.

Desde una esquina, escondido detrás de unos vehículos, Jeremy Jackson, con lágrimas en los ojos, veía a los empleados de la funeraria subir al vehículo el cuerpo de Lina, y lloró con más fuerza... y mayor dolor.

Preguntas

Jeremy no come, juega con la comida y su tristeza es grande todavía. Con nosotros está don Jorge Quan, comiendo en silencio.

“¿Podría tomarse esto como un crimen?” –me pregunta el muchacho–. ¿No fueron ellos, sus propios padres, los que obligaron a Lina a matarse? ¿No se les puede acusar a ellos de haberle quitado la vida?”.

Se detiene por un momento para limpiarse las lágrimas.

“¿No hay una ley que castigue a los que llevaron a Lina a la muerte, aunque sean sus propios padres?”

No tengo qué responderle. No sé qué decirle. Y, si el suicidio de Lina, provocado por las decisiones de sus propios padres es un crimen, ¿qué castigo deben recibir?

Por lo pronto, la abogada llora día y noche, envejeció prematuramente y está flaca y fea... Y el padre bebe a diario, le grita a su esposa y casi nunca está en su casa...

Tal vez mi padre tenía razón cuando decía: “Los justos juicios de Dios”.

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