Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La pasión más absurda

Cuando las pasiones humanas se desbordan, la tragedia es solo cuestión de tiempo.
19.01.2019

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado algunos nombres.

Pedro Atala, dirigente del equipo Motagua, dijo, con voz quebrada por la emoción:

“Como presidente y aficionado del club, tengo que dar una triste noticia…”

Hizo una pausa para aclarar la garganta, miró a los periodistas que lo veían con la expectativa pintada en los rostros, y agregó:

“Nos ha tocado tomar esta difícil decisión, pero así es la vida. No ha sido nada fácil dejar fuera a Amado Guevara. Lo único que puedo decirle es: Gracias. La afición del Motagua se lo agradece”.

Aquella noticia cayó como un rayo para los aficionados del equipo y como una tragedia para los seguidores más apasionados. Y, sin saberlo, aquellas palabras marcaron el comienzo de una desgracia que una familia jamás podría olvidar.

Molestia
Miles de fanáticos de Amado Guevara no estaban de acuerdo con la decisión; el nuevo entrenador, Risto Vidakovic, que no deseaba a Amado Guevara en el equipo porque ya había cumplido treinta y siete años, acababa de convertirse en indeseable para los aficionados, pero estos estaban seguros de que si presionaban un poco, el jugador volvería al equipo, por lo que organizaron una marcha que llegaría hasta la sede del Motagua, lo que sería, además, un mensaje claro para Pedro Atala de que la afición también tenía voz y voto en las decisiones cruciales del equipo.

“El domingo, todos a la sede”. Con ese grito, la marcha se hizo realidad.

Óscar
Esa mañana, en una casa de la colonia Tiloarque, en Comayagüela, uno de los más entusiastas defensores de Amado Guevara escuchaba a sus padres.

“No vayás a esa marcha, hijo –le decía su madre–, mejor vamos a la iglesia…”

Óscar no respondió.

“Mejor vamos a marchar por Dios” –le dijo su padre–, sin embargo, él siguió en silencio; había tomado una decisión y nada lo haría cambiar de parecer.

Mientras tanto, en la sexta avenida de Comayagüela, cerca del mercado San Isidro, tres muchachos recibían las últimas instrucciones.

“Ya saben lo que tienen que hacer” –les decía un hombre al que no podían verle la cara, oculta detrás del vidrio polarizado de la ventana del carro–. No quiero fallas… ¿Entendido?

La marcha
Las banderas se agitaban al viento, las consignas rompían el silencio de aquel día de descanso y los pasos de los aficionados sonaban en el pavimento con mayor fuerza cada vez. Los muchachos avanzaban hacia la sede del Motagua, seguros de que serían escuchados por sus directivos, pero cuando iban por la Universidad José Cecilio del Valle apareció detrás de ellos un pick-up Nissan blanco con rayas rojas, se detuvo por un instante y el vidrio de la ventana del copiloto bajó despacio. Por ahí salió una mano, y en la mano un arma que apuntó de cerca a los muchachos que cerraban la marcha. De pronto, se escucharon los disparos, uno tras otro, y, segundos después, siguieron gritos desesperados, insultos y maldiciones. Cuando el carro desapareció, quedaban en el suelo siete muchachos heridos, gritando de dolor y debatiéndose entre la vida y la muerte en un charco de sangre.

“¡Llevémoslos al hospital!” –decían unos.

“¡No los dejen morir!” –gritaban otros.

“¡Vamos a vengarnos de los que hicieron esto!” –juraban los más encolerizados.

Pero, mientras ellos gritaban y amenazaban, los heridos se desangraban. Óscar, de casi dos metros de estatura, de cuerpo recio y corazón azul Motagua, agonizaba sobre el pavimento. Tenía dos heridas de bala en la espalda y había perdido el conocimiento; un gran lago de sangre se estaba formando debajo de su cuerpo. La bandera que llevaba en sus manos le cubría el rostro, como una mortaja improvisada.

Llamada
Don Óscar regresó de la iglesia y, cansado, se dejó caer en una silla. Sin embargo, no se sentía cómodo, algo lo inquietaba y tenía los nervios de punta. Era como si un presentimiento funesto se estuviera incubando en su alma. Y, de pronto, recibió una llamada. Era su hermana:

“¿Cómo estás?” –le dijo ella, a manera de saludo.

“Bien –respondió él, extrañado por el tono de voz de la muchacha–. ¿Por qué me preguntás?”

Ella esperó unos segundos antes de contestar, como si estuviera escogiendo las palabras.

“Mirá –le dijo–, te voy a decir algo…”

“¿Qué pasa?”
“Es que a Oscarito lo hirieron en la marcha del Motagua, y lo están operando en el Hospital Escuela”.

Don Óscar se quedó sin palabras, la sangre se heló en sus venas y sintió que el mundo se abría a sus pies.

Su hermana agregó:

“Les dispararon a los muchachos desde un carro y Oscarito es uno de los heridos”.

Todavía hoy, don Óscar no sabe cómo ni cuando llegó al hospital, y no supo dónde dejó su moto.

Espera
La tensión en el quirófano podía palparse; los médicos se afanaban sobre el paciente con pocas esperanzas.

“No creo que sobreviva –decía uno–; la bala entró por la parte baja de la espalda y subió destrozando el hígado, el bazo y un pulmón…”

“Hagamos todo lo posible por salvarlo” –dijo otro.

“Es lo que estamos haciendo –respondió el primero–, pero, Dios tiene ahora la última palabra”.

Pasó una hora más.

Al final, el cirujano salió a la sala de espera.

La noticia
“Parientes de Óscar Galo –dijo–. Parientes de…”

Don Óscar lo interrumpió.

“Yo soy el papá, doctor” –le dijo, temblando de pies a cabeza.

“Señor –empezó diciendo el médico–, operamos a su hijo y está estable. Recibió dos disparos que entraron por la espalda y dañaron seriamente el hígado, tan seriamente, que debo decirle que perdió casi el noventa por ciento…”

Hizo una pausa.
Don Óscar no respiraba.

“Pero el hígado no es problema, señor, porque vuelve a crecer –añadió el doctor–; el problema es que su hijo quedará como vegetal…”

Don Óscar ahogó un grito en su pecho.

El médico continuó:

“Una de las balas le dañó la médula espinal y no volverá a valerse por sí mismo”.

Don Óscar ya no lo escuchaba. El dolor que había en su pecho acababa de hundirlo en un infierno del que tardaría mucho en salir.

“Lo siento, señor”.
Dijo esto el médico y volvió al quirófano. Don Óscar se dejó caer en el suelo. Lloraba y, con las pocas fuerzas que le quedaban, trataba de consolar a su esposa.

“Pero está vivo –le decía–. Gracias a Dios que está vivo. Tengamos fe en el Señor”.

El regreso
Pasaron los minutos tan lentos como los siglos y, de pronto, en la sala de espera se escuchó una voz apagada que decía:

“Parientes de Óscar Galo”.

“Yo soy el papá” –repitió don Óscar.

El médico de la vez anterior estaba frente a él, pero esta vez había tristeza en su rostro.

“¿Qué es lo que pasa, doctor?” –le preguntó don Óscar, con el corazón a punto de salirse de su pecho.

“Señor –empezó a decir el médico–, su hijo acaba de morir… Le dio un paro y no pudimos resucitarlo… Lo siento mucho”.

Un alarido estremeció aquellas paredes. Era el grito de dolor de una madre. Era el grito de dolor de un padre…

La morgue
Cuando don Óscar entró a la morgue, todo allí olía a muerte. Iba a reconocer el cadáver de su hijo.

“¿Trae el ataúd?” –le preguntó un empleado.

“Sí –respondió él, a media voz–; está afuera, en un carro… ¿Dónde está mi hijo?”

“Pase y búsquelo allí”.

En la sala había varios cadáveres, desnudos, pintados con el color de la muerte. Óscar estaba al fondo. Don Óscar se acercó a él, arrastrando los pies, y como si estuviera en el centro de una pesadilla. Estaba boca arriba, pálido, helado y rígido; una nube de moscas volaba sobre él y el zumbido que producían era como un eco siniestro.

“Me lo voy a llevar” –dijo, y sus lágrimas mojaron el rostro frío de su hijo.

“¿Por qué? –gritaba la madre, golpeando el piso con sus manos–. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?

Nadie iba a contestar sus preguntas.

DNIC
El agente de la sección de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) le dio vuelta a varias páginas del expediente y, luego de leer por varios minutos, levantó la cabeza y dijo:

“Sabemos que alguien contrató a los asesinos para que atacaran la marcha de los motagüenses y descubrimos que el carro en que se transportaban los criminales era robado”.

¿De qué le servía aquella explicación a don Óscar? Él buscaba justicia, no palabras vacías.

“Ubicamos el vehículo en Juticalpa” –agregó el policía…

“¿Y los asesinos? –lo interrumpió don Óscar–. A mí lo que me interesa es que encuentren a los que mataron a mi hijo y los castiguen…”

“Estamos trabajando en el caso, señor”.

“Ha pasado medio año y no tienen nada en concreto”.

“Pero estamos tras la pista de los autores materiales, o sea, de los que mataron a su hijo”.

“Eso no es suficiente”.

“Recuerde, señor, que hay otros treinta heridos”.

En aquel momento sonó el teléfono celular del detective.

“Los enemigos de los motagüenses contrataron a varios gatilleros para que atacaran la marcha” –dijo un hombre, al otro lado de la línea.

“Eso ya lo sabemos –replicó el detective a cargo del caso–. Lo que necesitamos saber es el nombre del autor intelectual…”

“Bueno –respondió el otro–, eso como que no lo vamos a saber nunca”.

“¿Por qué?”

Siguió a esto un momento de silencio.

“Mirá –dijo, al final, el otro hombre–, sería mejor que vinieras a darte una vuelta aquí por el mercado…”

“¿Qué hay de interesante ahí? Y, ¿qué tiene que ver con este caso?”

“Pues, me parece que tiene mucho que ver… Aquí hay tres cadáveres encostalados… Tres muchachos a los que secuestraron anoche y a los que torturaron antes de matarlos…”

“Ajá”.

“Pues, que los informantes dicen que son los tres que atacaron la marcha de los motaguas… Parece que los mataron para callarles la boca…”

El detective cortó la llamada, tomó su placa y su pistola, se puso de pie y dijo, dirigiéndose a don Óscar: “Parece que ya se le hizo justicia a su hijo, señor, aunque no es la mejor de las justicias. Acaban de informarme que encontraron muertos a los que mataron a su muchacho…”

Don Óscar no dijo nada, miró al policía y esperó a que siguiera hablando.

“Lo que más lamento es que no vamos a poder encontrar al que dio la orden” –agregó el detective.

“Tal vez alguien sabe algo” –replicó don Óscar.

“Es posible, señor, y seguiremos trabajando en el caso, pero aquí, lo más triste es que se haya perdido una vida por una pasión tan absurda como es la rivalidad por equipos de fútbol; una pasión que debería ser positiva se convierte en criminal en manos de fanáticos que deberían ver el deporte como una competencia en la que gana el mejor y no en un motivo para el odio y la maldad…”

Don Óscar no dijo nada. Salió de las oficinas de la DNIC como si saliera de un cementerio, el cementerio de Soroguara en el que descansa para siempre su hijo, aquel muchacho inmenso, alegre, servicial y solidario que, una tarde triste, ofrendó su vida por algo en lo que él creía, por algo a lo que él amaba.

“Amado Guevara es el alma del equipo –decía–, y tiene que seguir en el Motagua. Pedro Atala tiene que escuchar a la afición”.

Pero, dos balas asesinas callaron para siempre sus ilusiones. Mientras caminaba hacia su moto, don Óscar oraba y su oración era: “Padre nuestro que estás en los cielos...”

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