Siempre

Grandes crímenes: El pueblo del pan caliente

08.10.2017

SERIE 2/2

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Resumen
A don Pablo lo mataron a balazos un día que visitaba uno de sus sembradíos de frijoles. Le dispararon por la espalda y, según los detectives de homicidios la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), él se dio vuelta para enfrentarse a su asesino, pero este le disparó a la cara sin compasión, quitándole la vida.

Los detectives creen que lo mataron con su propia arma, que el criminal lo estaba esperando, que conocía sus movimientos y que conocía, también, algunos detalles de su personalidad, sin embargo, no pueden suponer los motivos que tuvo para matarlo. Para complicar el caso, don Pablo no tenía enemigos y si estaba armado, la pistola no era más que un “adorno”.

DNIC
Para todo buen policía un delito es una afrenta a la ley, a la sociedad y a la humanidad misma y por eso asumen un compromiso casi obsesivo por aclarar el caso y encontrar al criminal. Al menos así era con los buenos investigadores que tuvo la DNIC, en cuya formación se invirtió una fortuna.

Pero el asesino de don Pablo jamás podría alegar inocencia, aunque, quizás, mucha ignorancia.

“Creo que es un hombre joven –dijo el detective a cargo del caso–, y creo que conocía bien a la víctima”.

“¿Por qué un hombre joven?” –le preguntó uno de sus compañeros.

“¿Por dónde escapó?”

“Por el maizal”.

“Eso suponemos porque nadie lo vio en la carretera, y este es el único camino para llegar a la aldea. Creo que solo un hombre ágil pudo huir con tanta rapidez por allí…”.

Era de noche, la luna asomaba tímidamente a lo lejos, aunque había un resplandor blanquecino en el cielo, y las sombras eran espesas entre las matas de maíz.

Los hombres que buscaban se alumbraban con antorchas de ocote y con linternas, tratando de no dañar las enormes matas cargadas de elotes peludos. Pero el tiempo pasaba y la milpa se terminaba. A pocos metros estaba el cerco de piedra. Más allá, estaba un sembradío de guate, para las vacas.

“Nada por aquí” –dijo el detective.

“¡Aquí hay algo!” –gritó, de pronto, un hombre que apuntaba sobre una larga piedra plana la amarilla llama de su antorcha. Los detectives corrieron hacia él.

Huella
Era la huella deforme de un zapato burro. Estaba marcada con lodo, ya seco, en la mitad de la piedra. Aunque podría no significar nada, aquello era algo que debía llamar la atención de los agentes.

“Atrás todos” –dijo el detective.

“Traigan más luz” –dijo otro.

La huella era clara.

El detective alumbró hacia el otro lado del cerco. Entre la base y las primeras plantas de guate había medio metro de tierra húmeda.

“Aquí hay otra huella –gritó–. Que nadie pase de allí”.

Una huella más y luego varias matas aplastadas.

“Por aquí escapó” –dijo el policía.

Saltó el cerco con cuidado y siguió la senda marcada en el zacate aplastado. De pronto, dio también un grito.

“¡Aquí está la pistola!” –dijo.

Y así era.

Una pistola de 9 milímetros estaba tirada sobra una cama de guate aplastado. Más allá, la senda marcaba el camino por donde alguien había corrido.

“Es una Pietro Beretta, nueva” –agregó el detective, levantando el arma con un lápiz.

“Eso significa que el asesino es un principiante –opinó otro–, y esta debe ser la pistola del difunto”.

“Es la pistola de don Pablo” –intervino un hombre joven, que apuntaba hacia el arma el haz de luz blanca de su linterna.

“¿Está seguro?”

“Seguro. Se la vi muchas veces. ¡Qué horrible que lo mataran con su misma pistola!”

El detective embaló el arma en una bolsa plástica transparente.

“Ahora –dijo–, vamos a ver hasta dónde llegó el criminal”.

Esposa
Ada era una mujer hermosa. Más que hermosa. Piel canela, no muy alta, de caderas bien formadas, piernas firmes y senos pequeños que resaltaban con delicadeza de su blusa celeste. Sus ojos eran claros y lucían muy bien en su rostro realmente bonito, aunque ahora lloraban la muerte de don Pablo con terrible dolor. Tenía cuarenta y cinco años y, por esas cosas de la vida, no podía tener hijos.

“Yo te quiero –le dijo su esposo cuando en el Hospital San Jorge de Tegucigalpa el doctor George Frazer, ginecólogo y obstetra, les dijo que Ada era estéril y que solo un milagro la haría concebir un hijo–. Yo te quiero y jamás me voy a apartar de vos”.

Ella lloró en su hombro.

“¿Hay alguna forma, doctor?” –preguntó él, abrigando una última esperanza.

“Ninguna” –respondió el doctor Frazer.

Y si el doctor decía eso, es porque así era. Es un profesional muy capaz que ha ayudado a muchas parejas a concebir, siempre y cuando haya tan siquiera un uno por ciento de posibilidad. Pero en este caso era imposible. Ella no tenía ovarios y, sin ovarios, no hay óvulos.

Con el tiempo, superaron aquella tragedia y don Pablo fue más amoroso que nunca con su esposa. Pero ya no estaría más con ella. Lo habían arrancado de su lado a balazos… y con su propia arma.

Pregunta
“Y, ¿por qué con su propia arma?” –se preguntó, una vez más, el detective.

“Porque el asesino no tiene arma propia” –le respondió su compañero.

“Pero estaba dispuesto a matarlo”.

“Así parece”.

“Tal vez lo siguió, o lo esperó a que llegara al frijolar y, quizás, trataría de matarlo con puñal o cuchillo… con machete…”.

“Y, ¿si alguien le avisó al asesino que don Pablo iba para la milpa?”.

“Es posible, pero, ¿quién?”.

“¿Hay alguien a quien le beneficiaba la muerte del señor?”.

“No tenía enemigos, no le debía a nadie, era bueno y generoso, y la gente lo estimaba…”.

“Y, ¿si la muerte le vino por algo tan sencillo como los celos?”.

“Se sabe que don Pablo no tenía amante… y que le era fiel a la esposa…”.

“Sí, se sabe eso, pero… ¿qué me decís de la esposa?”.

“¿Qué querés decir?”.

“¿Viste bien a don Pablo?”.

“No entiendo”.

“Era un hombre maduro… mayor, y ella, a pesar de sus cuarenta y tantos, es… una belleza”.

El detective sintió que se le incendiaban las orejas.

Sospechas
¿Qué tan lógica era aquella suposición? ¿Es que la vejez de un marido y la belleza de su mujer son motivos suficientes para la infidelidad… y para el crimen? Tal vez sí, tal vez no. Pero una de las virtudes del buen policía es que duda de todo y sospecha de todo… Pero aquella mujer destrozada, además de bella, era una santa.

“Mire –le dijo a uno de los agentes una señora de más de sesenta años–, yo no conozco a Adita por put… pero como la gente de por aquí es deslenguada, enlodan la reputación de las mujeres solo porque sí”.

“¿Qué quiere decir?”.

“¿Usted sabe cómo le dicen a este pueblo? ¿Lo sabe?”.

La anciana hablaba bajo, como si estuviera a punto de revelar un terrible secreto.

“No, no sabemos”.

El detective miraba con grave ansiedad a la señora.

“Aquí le dicen el pueblo del pan caliente, mijo”.

El agente arrugó las cejas.

“¿Por qué, doñita? ¿Es que siempre hacen pan…”.

La mujer sonrió, mostrando los dos dientes que le quedaban e interrumpiendo al policía.

“No, papa; aquí se hace pan, pero yo te estoy hablando del otro… del otro pan…”.

“Es que no le entiendo”.

“Mire, por estos lados las mujeres son hermosas y bonitas, y casi siempre están mal casadas o mal atendidas, y entonces, siempre están con calentura… Y de alguna forma tiene que curarse… ¿Me entendés ahora, mijo?”.

El detective iba a sonreír. Acababa de entender. La mujer agregó:

“Por eso le dicen el pueblo del pan caliente…”.

“Y, ¿usted cree que la esposa de don Pablo?”.

La anciana dejó pasar unos segundos. Miró a la gente que se acumulaba en el velorio y, al final, dijo:

“Yo no sé, pero aquí, para ensuciarle la honra a una mujer, es un así…”.

Oficinas
Nada sacaron en claro en el pueblo, y los detectives volvieron a la ciudad. Pero tenían que resolver el caso. Iban a esperar hasta después del entierro, y debían saber si en el arma había huellas digitales.

“No hay ni una tan sola huella –dijeron en el laboratorio–; parece que limpiaron bien el arma”.

“Es la pistola con que mataron a don Pablo” –dijeron en Balística–; y era su propia arma”.

Pero, ¿quién era el asesino?

“Un muchacho –dijo la anciana, tres semanas después del entierro–; es un muchacho el que pasa metido en la casa de la profe…”.

“Cómo se llama”.

“Le dicen Adán”.

“Y, ¿dice usted que pasa bastante tiempo en la casa de don Pablo?”.

“Mire, yo no denigro a nadie porque yo sé lo que es perder la honra en boca de la gente, pero aquí se dicen unas cosas… Bueno, con decirle que la profe está vendiendo las cosas del difunto, y esto que ni ha pasado un mes de la muerte…”.

Vigilancia
Los dos hombres, vestidos con ropas sencillas y viejas, pasaron dos semanas frente a la casa de Ada. Tomaron fotografías y sacaron muchas conclusiones. Adán era un muchacho, no tendría veinte años todavía, pero era alto, fornido y bien parecido.

“¿Viste los zapatos del chavo?” –preguntó al quinto día de vigilancia uno de los agentes.

“Sí, son burros”.

“Parece que vamos por buen camino”.

“Ya veremos”.

Al séptimo día de vigilancia, llovió como un diluvio y Adán no salió de la casa, hasta las nueve de la mañana del día siguiente. Iba con una mochila repleta a la espalda y con dos maletas.

“Parece que va de viaje” –dijo un detective.

“No parece, van de viaje”.

Acababa de salir Ada, más hermosa que nunca.

“¿Qué hacemos? ¿Los detenemos?”.

“¿Bajo qué cargos?”.

“Asesinato… Parricidio…”.

“¿Dónde está la orden judicial?”.

“Hay que hablar con el fiscal”.

La pareja caminó unos veinte metros, ella detrás de él, y entraron a un cobertizo por un portón amplio. Luego, un pick-up azul, Isuzu, salió de retroceso.

“¿Qué hacemos?”.

¿Qué podían hacer los detectives sin una orden judicial? Absolutamente nada. Para colmo, el fiscal no estaba en la ciudad. Andaba en un curso en Tegucigalpa y su asistente dirigía el levantamiento de un niño que se había ahogado en el río. Todavía buscan a Ada y a su supuesto amante.

“¿Para qué los buscan?” –preguntó la anciana, tiempo después, cuando los detectives, siguiendo con el caso, la fueron a visitar por si sabía algo de la “profe”. –“¿Para que los buscan, mijo? Esos dos ya han de estar en otro país, viviendo del pistillo que dejó el difunto. Así son muchas mujeres de aquí… Por eso a este lugar le dicen el pueblo del pan caliente…”.

Nota final
Dice el detective que el fiscal nunca solicitó la orden de captura, “solo porque las sospechas sobre ellos no son sólidas”.

Entonces, ¿quién mató a don Pablo? ¿Por qué lo mataron? ¿Fueron la profe y su amante? Si es así, ¿dónde están? ¿Por qué no los busca la Policía?

Mientras tanto, muchas mujeres hermosas siguen dando de qué hablar en “el pueblo del pan caliente”.

Mira aquí: Grandes Crímenes: El pueblo del pan caliente parte 1