Siempre

Post Scriptum, José Luis Quesada

Poeta, río, otros ojos, distintos a los tuyos, leen esta posdata y yo debo escribir algo sobre tu obra literaria, afirmaré que llegaste a límites vedados a los mortales, diré que mientras ibas perdiendo la vista, el corazón se te convertía en ojo.

28.09.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Mi vanidad y mi nostalgia han armado una escena imposible. Así será (me digo) pero mañana yo también habré muerto y se confundirán nuestros tiempos y la cronología se perderá en un orbe de símbolos y de algún modo será justo afirmar que yo le he traído este libro y que usted lo ha aceptado”.

Así escribe Borges a Leopoldo Lugones, en un poema donde el poeta, devoto de los caracoles del tiempo, recrea un encuentro con su maestro.

Eso quiero, deslizar también unas palabras en los toboganes blancos de los días y los años, y de los dogmas y los milagros de la fe. Mojar mis manos en el mar que me separa de la isla donde ahora habitas y fiel a tu palabra con otras manos, acaso las de Santo Tomás, sentir la humedad de tus estigmas.

Nadie se muere verdaderamente, amado en la memoria y te cito: “Siento pesar por los que no aman la poesía. De verdad, ¿no la necesitan?”.

(Ahora que los adjetivos, incapaces de mantener del viento una servilleta, permítame el lector una falta: descreer en la palabra maestro, le falta peso, pluma en vez de piedra, si la escribo para Pepe Luis sospecho que lo reduzcan a un simple mentor, a otro hombre inteligente o a un erudito.

Quizá sea mejor la palabra río. José Luis Quesada era un río. Habrá que reescribir los libros de geografía, el río Guayape, el río Motagua y el río que habló, porque a pesar de hacerse hombre y padecer de las sequías, quedaban en sus aguas, como redondos lapislázulis, los ojos de sus lectores).

Poeta, río, otros ojos, distintos a los tuyos, leen esta posdata y yo debo escribir algo sobre tu obra literaria, afirmaré que llegaste a límites vedados a los mortales, diré que mientras ibas perdiendo la vista, el corazón se te convertía en ojo. Para los no creyentes les inscribiré tu “Crónica del túnel y sus inmediaciones”.

“(Yo los oigo llegar /con pasos esponjados /sigilosos /y empañar con su aliento /la pared de cristal que nos separa. /Se sientan a mi lado, /de perfil, /bajando sus cabezas /en señal de pesar. /Me hablan, me hablan /(sospechan que estoy vivo). /Los oigo suspirar, /decir plegarias /que en verdad no comprenden. /Unos dicen: amigo, hermano, padre. /Otros al despedirse: /‘Estarás bien de nuevo’. /Y los veo tan ciegos, tan perdidos /que, como el hombre de las Escrituras, /quisiera regresar para advertirles, /aunque tampoco sé si me oirían. /Ojalá lleguen a saber por su cuenta /que todo empieza ahora, /en este punto ciego, donde lucho /por entrar o salir)”.

Este es el último párrafo, Pepe, el final quedará redondo. No porque hablaré, otra vez, de los caracoles del tiempo, donde Dios guarda en las gavetas de su laberinto los papeles. Quedará redondo por aquel bosquejo que hizo el creador cuando naciste, seguro que llamó a Da Vinci y con su voz de abismo al alba, le dijo: “Ven, Leonardo, mira que he perfeccionado tu hombre de Vitruvio, el mío se llama José Luis, nace y muere el 22 de septiembre y entre su libro ‘Porque no espero nunca más volver’ y su libro ‘El hombre que regresa’ he dibujado un círculo perfecto alrededor del sol”.