Siempre

Una experiencia espiritual en Tierra Santa

FOTOGALERÍA
24.11.2019

Jerusalén, Israel
Dicen que quien viaja a Roma pierde la fe. Sinceramente no considero acertada la expresión si el visitante acude con un mínimo de formación y sabe contemplar en los monumentales templos religiosos la expresión de fe de un pueblo que pretendía “lo mejor para el mejor”.

A pesar de lo dicho, me atrevo a sostener que cabría una cierta comprensión para quien se ve embargado por aquellos sentimientos. Por el contrario, en Tierra Santa no ocurre esto. De este lugar el peregrino siempre regresa a su hogar con una espiritualidad más fortalecida, con una multitud de emociones a flor de fiel y con decenas de interrogantes deseosas de
ser resueltas.

Por este motivo la tierra donde vivió Cristo ha sido llamada “el quinto evangelio”, pues cada lugar nos habla de sus palabras y obras.

En todos los espacios donde aconteció un hecho significativo para la “historia de la salvación” hoy se erige un santuario. La mayoría construidos en el siglo pasado. Y aunque transmiten una escasa impresión de los acontecimientos que tuvieron lugar tiempo atrás, las huellas de Jesús siguen hoy día, 2,000 años después de su nacimiento, saliendo al encuentro de todo el que va a buscarlo.

La llegada
El 8 de agosto aterrizaba por tercera vez en el país de Jesús. Cada viaje realizado ha sido diferente: estudios, peregrinación con un grupo de feligreses y en esta ocasión de forma individual. Allí fui acogido por la fraternidad de frailes franciscanos que viven en Getsemaní, atendiendo con celo a cada peregrino y cuidando con mimo los olivos plantados en el Huerto Sagrado, donde aún se conservan ocho, testigos del sufrimiento de Cristo en la noche del Jueves Santo. Si tuviera que resumir con dos palabras esta estancia diría que fue “corta pero intensa”.

La jornada en Tierra Santa transcurría rápido. Cada mañana, tras despertar a las 5:45 horas, con el tañido de las campanas de la basílica, me asomaba a la terraza donde podía respirar el aire fresco contemplando a escasos metros la Puerta Dorada de lo que un día fue el Templo.

Una puerta hoy tapiada y bajo la cual se extiende por todo el valle del Cedrón un cementerio lleno de tumbas en las que los judíos esperan dormidos la llegada futura del Mesías, que según la tradición entrará por aquí. Seguidamente celebrábamos la Eucaristía en italiano, la lengua que los franciscanos de este lugar utilizan en la liturgia. La asistencia de laicos era escasa, e incluso nula en algunos días, pues el número de cristianos en la ciudad santa no supera el 2% de la población total.

A continuación desayunábamos para ponernos de inmediato a trabajar hasta el mediodía, momento en el que nos uníamos en el refectorio para almorzar. Por la tarde, después de un breve descanso, los frailes volvían cada uno a sus diversas labores hasta que, puesto el sol, daban gracias a Dios por el día que terminaba con el rezo de “vísperas”.

Una vez que habíamos cenado llegaba un momento muy especial, yo diría que único en este lugar. Se trata de la Hora Santa, en la que con una hora de oración se intenta cumplir el mandato que Jesús dio a algunos de sus discípulos en aquel mismo huerto: “¿Ni siquiera habéis sido capaces de estar despiertos una hora? Velad y orad para no caer en la tentación” (Mateo 26:40-41).

Durante mi estancia en Getsemaní dedicaba entre cinco y seis horas diarias a confesar. Puedo decir que acudí en ese tiempo a la mejor de las universidades, donde comprendes cuán grande es la misericordia de Dios, siempre dispuesta a perdonar, al mismo tiempo que percibes en el fondo del corazón humano el deseo íntimo, siempre existente, de hacer el bien, aunque las circunstancias personales o sociales a veces se encargan de conducirnos por otros derroteros.

Fueron muchos los que acudieron a este sacramento, quizá motivados por la espiritualidad de los lugares que recorrieron, capaces de propiciar, a las personas con cierta sensibilidad religiosa, ese encuentro personal con el Señor, pues aquí se contempla lo que contemplaron los ojos del Maestro.

Durante algunos ratos libres aprovechaba para realizar alguna salida y visitar importantes lugares para los cristianos: el Santo Sepulcro, Dominus Flevit, San Pedro Gallicantu, el Cenáculo, etc. Leer en estos espacios el pasaje evangélico de lo que allí se conmemora me facilitaba hacer composición del lugar y, tras un rato de oración, exclamar entre lágrimas: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Realmente, una peregrinación de estas características acaba convirtiéndose casi en unos días de ejercicios espirituales o de retiro, ya que la Palabra de Dios acompaña al peregrino en cada momento.

Junto a la intensidad religiosa también se encuentra la mezcla cultural. Jerusalén es una ciudad caracterizada por la diversidad existente. Aquí viven personas de distintos países, culturas, razas y religiones. Se podría decir que este lugar es un resumen del mundo. En pocos metros puedes coincidir con muchas personas con creencias, culturas e idiomas completamente diferentes.

Al echar hoy la vista atrás puedo afirmar que el viaje a Tierra Santa se convierte para cualquier creyente en el viaje de su vida. Aquí está la cuna de nuestra fe, es donde empezó todo, y aunque los demás sitios de peregrinación también transmiten algo misterioso, los santos lugares te impregnan de fe.

Ahora toca organizar todo: fotos, recuerdos y, sobre todo, sentimientos. Es hora de marcarse deberes, como esforzarse para que cada compromiso allí adquirido no se evapore. Es momento de poner en práctica también la generosidad que allí recibí al ser acogido por una comunidad de frailes que me ofrecieron todo lo que tenían. Es tiempo de contar a todos lo que allí.
pueden vivir