Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El hombre que murió de miedo

Real Muchas veces, saber que se va a morir es peor que la misma muerte

31.08.2019

(Primera parte)
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

A raíz de la publicación del caso “El hijo del gallero”, llegó a mis manos el expediente de este caso, en apariencia, único en la historia criminal de Honduras y el cual los investigadores de la Dirección Policial de Investigación Criminal (DPI) no encuentran cómo resolver.

Se trata, por supuesto, de un crimen, que fue planificado y ejecutado a sangre fría, por medio del terror, la amenaza y la intimidación. Aunque los detectives tienen indicios acerca de su autor intelectual, el fiscal del Ministerio Público también está con las manos atadas y, a pesar de que el Código Penal puede llevar a la cárcel a los criminales, los acusadores no creen tener pruebas sólidas para hacer justicia. Sin embargo, para otros ya se hizo justicia, al mejor estilo de la Ley del Talión. Y agradezco sinceramente a los detectives de la DPI el apoyo que me han brindado con este caso.

Denuncia

El hombre llegó a las oficinas de la Policía pidiendo ayuda. Dijo que quería hacer una denuncia porque lo querían matar.

Se notaba nervioso, desesperado, había miedo en sus ojos y se estrujaba los dedos de las manos constantemente. Además, todo lo asustaba, miraba con frecuencia en todas las direcciones y se notaba que tenía la boca y la garganta resecas.

Era un hombre alto, que fue gordo en otro tiempo, sin ser obeso. De piel trigueña y cabeza grande que llevaba rasurada al rape.

Hablaba con dificultad, a causa de la ansiedad, y, a veces, no sabía lo que decía.

“Usted dice que lo quieren matar” –le dijo el policía que lo atendió.

“Sí” –respondió él, agradecido de que alguien lo atendiera.

“Y, ¿por qué dice usted eso?”

“Porque ya me amenazaron, señor…”

“¿Lo amenazaron? ¿Cuándo fue eso y por qué?”

“Hace dos semanas recibí una llamada… Era de un número desconocido… El hombre que me llamó me dijo mi nombre y me saludó como si me conocía desde hacía mucho tiempo, y yo me extrañé porque no reconocí la voz, y cuando le pregunté el nombre solo me dijo que me acordara de lo que había hecho, y que por eso me iban a matar muy pronto, y que me avisaba para que me fuera preparando… Y que esa era la primera llamada…”

El hombre hizo una pausa, miró hacia atrás, cuando entró un policía a la oficina, y se puso pálido.

“No tenga miedo, señor –le dijo el oficial que lo atendía–; aquí no le va a pasar nada”.

Aun así, el hombre tardó en calmarse. Durante este tiempo, varias lágrimas rodaron por sus mejillas.

“Hace una semana –siguió diciendo, después de tomar en dos tragos un vaso de agua–, llegaron a mi casa dos hombres, dos muchachos. Se bajaron de una camioneta, de esas lujosas, y preguntaron por mí… Yo estaba en la sala, viendo HCH, y mi esposa les dijo que yo no estaba, pero a ellos eso no les importó y entraron a la fuerza. Se pararon delante de mí y uno de ellos me dijo que este era el segundo aviso, que me fuera preparando porque me iban a matar muy pronto… Y para que viera que no estaban bromeando, a la tercera visita me iban a explicar por qué me mataban…”

Mientras él hablaba, su esposa lloraba.

Era una mujer delgada, de baja estatura y que fue guapa en otro tiempo.

“¿Usted vio bien a los hombres que llegaron a su casa, señora?”

“Sí –dijo ella, con un temblor en la voz–; eran dos muchachos, jóvenes… bien vestidos y perfumados…”

“¿No se identificaron?”

“No. Solo dijeron que querían ver a mi esposo, y yo les dije que no estaba en la casa, y uno de ellos me dijo que sabían que allí estaba porque lo estaban vigilando siempre…”

El hombre la interrumpió, casi con un grito.

“Y yo sé que me siguieron ahorita que vine a poner la denuncia”.

En aquel momento sonó su teléfono celular. Él lo miró y dijo, a media voz:

“Es un número desconocido”.

“¿Va a contestar?” –le preguntó el oficial.

“¿Y si son ellos?”

“¿Quiere que conteste yo?”

El hombre dudó un momento y, después, le dio el teléfono al policía.

Este contestó de inmediato.

“Hola, inspector –le dijo, entonces, una voz juvenil, segura y con mucha educación–, solo llamamos para decirle al señor que tiene enfrente que creemos que está bien que ponga la denuncia en la Policía, y que no nos enojamos por eso. Es normal y tiene derecho a tratar de protegerse, porque para eso están ustedes, pero dígale, por favor, que igual lo vamos a matar por lo que hizo allá en Tegucigalpa… Que se acuerde bien de lo que hizo y que sepa que ni todos ustedes juntos lo van a salvar de la muerte”.

Dio las gracias al hombre y cortó.

“¿Qué le dijo?” –preguntó el hombre.

“Ellos lo siguieron hasta aquí, señor, y creo que está usted en verdadero peligro porque esta gente no está jugando… Por eso lo vamos a proteger, pero antes tengo que llamar a Tegucigalpa para hacer unas consultas”.

“¿Me van a proteger? ¿Qué van a hacer?”

“Tenemos dos opciones. Una, custodiamos su casa mientras investigamos y detenemos a los que lo amenazan, y dos, lo sacamos de aquí para otra ciudad…”

En ese momento el celular del hombre sonó de nuevo. Era otro número.

“¿Conoce éste número?” –le preguntó el oficial.

“No –respondió el hombre–; deben ser ellos…”

“Inspector –dijo el hombre que llamaba–, dígale al profe que no se apure en irse de aquí; a donde vaya lo vamos a seguir, así y ustedes se lo lleven en helicóptero o lo hagan invisible…”

Y colgó.

“Era otro hombre el que llamó” –dijo el oficial, viendo la cara aterrada del “profe”.

Dejó que pasaran unos segundos, y le preguntó:

“Ahora, profesor –le dijo, viéndolo directamente a los ojos–, quiero que me diga usted, ¿por qué esos hombres lo están amenazando? ¿Qué fue lo que ellos dicen que usted hizo?”

El hombre abrió la boca asustado, puso las manos en el escritorio y se levantó de la silla. El oficial lo miró por un momento, y luego vio a la esposa, que había bajado la cabeza y lloraba en silencio.

Muerte

El oficial no volvería a ver al hombre. Cinco días después, amaneció muerto en su cama. El fiscal ordenó que llevaran el cuerpo a Medicina Forense, en Tegucigalpa. En la autopsia no encontraron una causa para dictaminar la muerte.

“¿Paro cardíaco, doctor?”

“No. El corazón está bien. No tiene ninguna lesión y no tenemos antecedentes de hipertensión o de algún mal cardíaco. Era, lo que puede decirse, un hombre sano, a pesar de sus cincuenta y ocho años y de la obesidad que tenía”.

“¿Paro respiratorio?”

“Tampoco”.

“¿Algún veneno…?”

“Nada de eso”.

“¿Entonces…?

“No sé…”

El detective de la DPI se volvió hacia la viuda.

“¿Usted sabe si su esposo estuvo enfermo unos días antes?”

“No, señor –respondió la mujer, con el rostro demacrado–, mi marido murió de miedo. Ellos me lo mataron de miedo”.

El detective conocía el caso.

“¿Sabe usted por qué lo amenazaban?”

La mujer bajó la cabeza.

“Tiene que ayudarnos, señora; si usted sabe algo, dígalo para que la Policía pueda encontrar a los criminales”.

La mujer dejó escapar un suspiro doloroso.

El detective le preguntó, con voz suave:

“Si su esposo hizo algo grave, señora, debemos saberlo para conocer la razón por la que lo estaban amenazando y así identificar a los que lo mataron. Pero… si usted lo sabe, debe decirnos qué fue lo que hizo su esposo que fue tan grave…”

La mujer siguió en silencio. Era un silencio lleno de lágrimas y desesperación.

“¿Es… algo vergonzoso, señora?” –le pregunto el detective, después de un tiempo.

La mujer esperó todavía un poco para contestar. Movió la cabeza hacia adelante dos veces, despacio y sin levantar la mirada.

El detective suspiró.

“Él era profesor, ¿verdad?”

“Sí”.

“¿De escuela o de colegio?”

“De escuela, señor”.

“Y, ¿qué clases daba?”

“Todas, señor, porque él llevaba un grado, agarraba a los niños desde primero, y le gustaba sacarlos hasta sexto”.

“Tengo entendido que ya no trabajaba como maestro”.

“Se retiró hace cinco años, señor, porque el papá le dejó una herencia y se regresó a su pueblo para cuidar la finquita…”

“Y, ¿le iba mejor allí que como maestro?”

“Mire, como profesor solo sacaba mil lempiras en el cheque, por el montón de préstamos que teníamos, porque estábamos pagando una casa en Tegucigalpa, y no le ajustaba… Entonces, vendió la casa y se regresó al pueblo… Allí pasábamos mejor, con dificultades, pero mejor…”

“¿Usted trabaja, señora?”

“No, señor; yo me dediqué a cuidar los hijos y a los papás de mi esposo, y cuidaba la finca, pero una mujer sola no puede…”

“Bien… Ahora, señora, quiero que sea sincera conmigo. Si usted quiere que encontremos a los que le hicieron esto a su esposo, al padre de sus hijos, tiene que decirme todo lo que sepa, y con la verdad…”

Confesión

“¿En qué escuela trabajaba su esposo?”

Ella le dio el nombre.

“¿En Tegucigalpa?”

“Sí”.

“Y, lo que hizo su esposo, porque sabemos ya que él hizo algo incorrecto, ¿verdad?”

La mujer movió la cabeza hacia adelante.

“Entonces podemos decir que eso grave y vergonzoso que él hizo –añadió el detective–, es por lo que los que lo amenazaron querían matarlo… ¿verdad?”

Ella levantó la cabeza. Lloraba, las lágrimas se escurrían libremente por su cara, y tenía los ojos rojos. Un gran dolor y una horrible vergüenza se notaba en ellos.

Movió la cabeza hacia los lados, mostrando su desesperación, y se limpió la nariz con un pañuelo. El detective le llenó un vaso con agua, y le dijo:

“Tómese su tiempo, señora; no se preocupe… Nosotros solo es que queremos encontrar a los que le hicieron esto a su marido…”

“Yo sé…”

Su voz sonó apagada y triste.

Pasaron dos largos minutos.

“¿Se siente mejor?”

“Un poco…”

“Bien… ¿Podemos seguir hablando?”

“Sí”.

El detective le sonrió.

“Tome un poco de agua” –le dijo.

Ella dejó el vaso a la mitad.

“Gracias” –musitó.

El detective la miró con empatía.

Ella dijo:

“Es… algo vergonzoso, señor, y por eso le pido, le suplico que mis hijos no se den cuenta… Eso solo lo sabíamos la mamá y yo… Se lo suplico, por favor”.

El detective le sonrió amablemente.

“No se preocupe, señora. Nadie lo va a saber… Confíe en mí”.

Ella bajó de nuevo la cabeza, se limpió la nariz una vez más y luego, como si acabara de tomar una decisión importante, miró al policía y le dijo:

“Es… que a él le gustaban los niños”.

Continuará la próxima semana...