Crímenes

El relato de Grandes Crímenes: La muerte más esperada

Morir hoy o mañana es lo mismo
06.04.2019

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

El hombre se levantó por quinta vez en la noche, y en cada ocasión, sufría.

Le dolía mucho el pie derecho, la llaga que tenía en la planta, cerca del talón, tardaba en curar, y, lo más seguro, tal y como le había profetizado el médico, había que amputarlo. Y, entre más pronto mejor.

“Si tardamos, abogado –le dijo–, el mal va a extenderse y un día tenemos que cortar un pedazo de pierna… Tome una decisión”.

Y, aquella madrugada, el abogado tomó una decisión.

“Hijo –le dijo a su hijo mayor, un médico que vivía desde hacía un año en México, donde trabajaba desde que se especializó en pediatría, gracias a los esfuerzos de su padre–; hijo, he tomado una decisión…”

“¿Qué decisión es esa, papá? Si no es muy importante, dejá que te llame yo en la noche porque ahorita estoy muy ocupado, y tal vez no te ponga mucha atención”.

El detective que entrevistaba a la doméstica del abogado, una mujer mayor, llena de canas y arrugas, que se limpiaba las lágrimas de vez en cuando con un pañuelo floreado, se estremeció y apretó los dientes.

“Me dio cólera escuchar aquello, Carmilla –me dijo, después de unos segundos, en los que pareció terminar de digerir su ira–; según la señora, la sirvienta, el abogado tuvo cinco hijos. Los tres varones se graduaron en la Universidad Nacional, y las muchachas, se fueron a España, a especializarse después de que se hicieron abogadas. Por eso, los señores se quedaron solos, pero, dos años después de que se fue de la casa el último hijo, porque se casó y consiguió trabajo como ingeniero en el norte, la esposa del abogado murió, no me dijeron de qué, y él se quedó solo, con la sirvienta, una mujer que vivió con ellos muchos años”.

Se hizo un silencio después de esto.

“Pero –agregó el detective–, saber que aquel hombre se quedó solo al final de su vida, enfermo y desesperado, y teniendo hijos e hijas, es algo que le pone a hervir la sangre a cualquiera que tenga un poquito de sentimientos en el corazón…”

Hizo otra pausa.

Los policías también tienen corazón.

Caso

Sucedió hace algunos años, en un bulevar de la capital de Honduras. Fue temprano en la mañana.

La camioneta Isuzu Trooper, color melón, avanzaba despacio en medio de una cola interminable de carros y, adentro, el abogado mordisqueaba un sándwich, sorbía de vez en cuando un poco de café, y sonreía.

En las grabaciones de las cámaras de seguridad de Ciudades Inteligentes se notaba alegre y sereno, cargado de paciencia y como si nada le preocupara.

Avanzaba despacio y esperaba.

Sin embargo, de pronto se estremeció en su asiento, soltó el sándwich y tiró la cabeza hacia atrás, mientras una nube de sangre opacaba el vidrio.

A su lado, de pie sobre la mediana del bulevar, un hombre joven le disparaba con una pistola de 9mm. Las primeras balas deshicieron el vidrio, las siguientes lo remataron. Luego, el asesino se acercó para comprobar que el abogado estuviera muerto y, sin el menor escrúpulo, le disparó una última vez a la cabeza. Pero ya no era necesario. El abogado estaba muerto.

Saltó el asesino a una moto que lo esperaba unos pasos más allá, y desapareció a lo lejos. Sin embargo, algunas cámaras los grabaron en la huida.

¿Por qué?

El detective pide más café, le llenan su taza, y dice:

“¿Por qué mataron a aquel hombre? ¿Quién podía tener razones para quitarle la vida?”

Calló por unos segundos mientras el mesero llenaba de nuevo su taza.

Dijo después:

“Para empezar, estaba retirado –añadió–, nunca llevó casos problemáticos, había heredado una fortuna, tenía edificios de apartamentos y alquilaba también algunas casas, entonces, ¿por qué asesinarlo? Además, era un hombre enfermo, con sus buenos años encima, que vivía solo con su sirvienta y tres perros, y que no le hacía mal a nadie. ¿Por qué matarlo?”

Hizo otra pausa.

“Eso fue lo primero que nos preguntamos, al conocer su perfil y el tipo de vida que llevaba. Aparte de esto, sabíamos que había hecho testamento recientemente y que le dejada todo a sus hijos por partes iguales, y que no existía nadie más a quien pudiera afectarle esta repartición. Entonces, nos encontramos de pronto en un callejón sin salida. No teníamos pistas, no sabíamos ni podíamos imaginarnos siquiera quién, o quiénes y por qué lo querían muerto”.

“Pero estaban las cámaras de seguridad” –dije yo.

“Pero de muy poco servían. Los cascos cubrían la cara de los asesinos, la moto no tenía placas y, aunque supiéramos como era la moto, no íbamos a lanzarnos a la calle a buscarla, siendo que existen miles iguales”.

“¿Entonces?”

“Vamos por partes. Lea esto mientras yo le pongo chile a los huevos”.

Me entregó el expediente del caso.

Un detalle

“Una mañana –siguió diciendo el detective–, recibimos una visita en la oficina de homicidios de la DNIC. Eran las dos hijas del abogado, y el hijo menor. Nos dijeron que, revisando entre los papeles de su papá habían encontrado dos cosas que les llamó mucho la atención. La primera, un retiro que estaba posteado en una de sus libretas de ahorro, y era un retiro por cien mil lempiras. Y explicaron que lo extraño en esto es que el abogado no compró nada que costara esa cantidad, ni hizo ningún pago porque no tenía deudas, y el dinero era demasiado para que lo retirara de una sola vez, aparte de que todas sus compras y pagos los hacía con tarjeta de débito, ya que ni siquiera usaba tarjetas de crédito”.

A estas alturas, el caso se iba poniendo más interesante, y dejé que se enfriara mi comida.

El policía agregó:

“La segunda cosa, e igual de importante, era que habían encontrado en el estado de cuenta de su teléfono varias llamadas extrañas, o sea, de un número desconocido al que llamó muchas veces y del que lo llamaron con igual insistencia”.

“¿Saben ustedes de quien es este número? –les preguntó el detective.

“No, claro que no”.

“¿Llamaron a este número?”

“No, no lo hicimos, porque nos pareció sospechoso”.

“¿Por qué les pareció sospechoso?”

“Porque mi papá era muy ordenado y meticuloso en sus cosas, y nunca tenía en su teléfono un número sin identificar. Si se fija bien en el teléfono, todos tienen un nombre… Y es extraño que haya muchas llamadas de entrada y salida a ese número, y que mi padre no lo hubiera identificado”.

“¿Cuándo iniciaron las llamadas a ese número? ¿Lo averiguaron?”

“Eso es algo que seguramente se puede averiguar en el estado de cuenta”.

“Bien”.

El detective tomó el expediente, dio vuelta a varias páginas, y me señaló el estado de cuenta del teléfono celular del abogado. En un lugar había una marca con lápiz rojo.

“Empezó este día –dijo el detective–, exactamente un mes antes de que lo mataran”.

Dijo esto y dio vuelta a varias páginas más.

“Y ese fue el día en que el señor retiró del banco los cien mil lempiras”.

“No entiendo” –le dije.

“Ya va a empezar a entender” –me contestó.

Retrocedió en el expediente y me señaló un papel en el que estaba escrito un diagnóstico médico, firmado por un endocrinólogo.

“Y esto se lo dijeron cinco días antes de que fuera al banco a retirar el dinero, o sea, cinco días antes de que comenzaran las llamadas a ese número de celular”.

Comió con voracidad los huevos estrellados, bañados de chile, y se metió después a la boca una buena porción de frijoles refritos, acompañados con una tajada de plátano. A esto le siguió un sorbo largo de café, y un eructo mal disimulado.

La cacería

Medio minuto después, el detective añadió:

“Este es un caso extraño, Carmilla; un caso muy extraño. Es más, nunca en 22 años de carrera como policía había visto nada parecido…”

Se detuvo para tomar un trago de agua.

“Un día, un millonario, desesperado por las deudas, ya que había caído en quiebra, agarró su carro y se fue a la carretera de Amarateca, aceleró a más de ciento cincuenta kilómetros, y se estrelló contra una volqueta. Murió en el acto. Después supimos que ella le había dicho a una persona de su confianza que se iba a matar de esa forma. En otra ocasión, un médico, desesperado porque su hogar se desmoronaba a causa de sus infidelidades, de su adicción a las drogas y de su quiebra económica, se metió en una bañera, se puso una aguja en una vena, unió unas mangueras a una bolsa de las que recogen sangre, y se suicidó tranquilo y sereno, pero algo como esto no había visto nunca. Nunca, lo que es nunca, aunque ha habido casos como este en otras partes”.

Calló para tomar aire.

Luego, continuó:

“No teníamos ni una sospecha, además, no comprobamos que alguien lo estuviera extorsionando, que fue algo que se nos ocurrió por la cantidad de dinero que retiró, y nos preocupó que el caso se quedara sin resolver. Pero, teníamos una buena pista. El número de teléfono que, aunque el hecho de que no lo tuviera identificado, no significaba que el abogado no conociera al dueño. Además, nos resultaba raro, no sospechoso, que haya retirado cien mil lempiras cinco días antes de que empezara a comunicarse a ese número, y en el mismo tiempo en que le dijeron que tenían que amputarle el pie izquierdo”.

Ahora, el misterio era mayor, y aquel policía estaba poniendo en práctica su muy especial arte para la intriga.

“¿Cómo resolvieron el caso? –le pregunté.

“Ya verá. Espérese un poco más”.

Comió un nuevo bocado, bebió más café, y dijo:

“Decidimos llamar a ese número. Pero, antes, le pedimos a un amigo de la empresa de telefonía que nos averiguara a nombre de quien estaba, y nos dijo un nombre. Llamamos y, aunque tardaron en contestarnos, al fin nos respondieron”.

El detective untó con mantequilla un pedazo de tortilla, lo pasó después por la sombra que habían dejado los frijoles en el plato, y se lo comió con evidente placer.

Después de tragar el bocado, dijo:

“El hombre que me contestó me pareció vulgar, con escasa educación o sin ella. “¿Qué peps? –me dijo–. Si no te contesto, men, es porque no conozco tu número, a menos que seas una chavalita… ¿Me entendés?”

El detective buscó una fotografía y me la enseñó.

“Este es Beto” –me dijo, y yo vi a un hombre de cara delgada y larga, ojos grandes, frente estrecha y pelo bajo, cortado en estilo militar. Su piel trigueña y su bigotillo incipiente, decían que se trataba de un hombre descendiente de indígenas.

“Yo me las jugué en ese momento, Carmilla –dijo el policía–, antes de que me cortara y no volviera a contestar, y le dije: Beto, soy Chano… Fijáte que me dieron tú numero para un trabajo”.

“¡Qué tipo de trabajo, men?”

“De esos especiales… Vos ya sabés”.

“Yo no te conozco…”

“Pero te recomendaron bien…”

“¿Quién me recomendó con vos, bato?”

“Esas son cosas que no se pueden decir por teléfono –le dije–; mirá, mejor veámonos… Vos me decís donde”.

“Y, ¿qué es lo que querés, pues?”

“Un favor especial”.

Beto rio y dijo:

“Somos especialistas en favores especiales, men… ¿Dónde estás?”

“El Villas del Sol, el centro comercial que está en la salida de Danlí”.

“Qué bueno porque yo estoy en Los Pinos…”

“Veámonos en una hora”.

“Voy en una moto roja… ¿Ok?”

“Ok. Te espero. Voy a estar en la entrada de atrás, la que va para la Kennedy…”

“Ok, men”.

En una hora exacta, Beto entró al estacionamiento en una moto roja.

“Para ese momento yo ya tenía una idea en la cabeza, y, aunque eras una idea extraña y que me parecía imposible, me dejé llevar por ella… Fue por eso que me llevé a diez elementos de la DNIC, todos de civil, y cuando Beto entró, yo le hice una señal y él se acercó a mí, estacionó la moto y se quitó el casco”.

“Yo soy Beto” –dijo.

“Yo soy Chano”.

El detective vio que Beto andaba armado.

“Primero –dijo Beto–, me vas a decir quién me recomendó con vos, y después hablamos del trabajito”.

El detective tosió, se llevó un puño a la boca, y, justo cuando iba a responderle, diez hombres cayeron sobre Beto, bajándolo de la moto, tirándolo al suelo, y desarmándolo.

“¿Por qué mataste al abogado hace un mes? –le preguntó el detective.

“Yo no fui”.

“Vos fuiste… Ya lo sabemos todo… Recibiste cien mil lempiras…”

“Ese viejo estaba chiflado –dijo Beto–, y pagó el billete para que lo pelaran… Parece que estaba enfermo y le iban a cortar una pata… Por eso quería morirse y no tenía blanquillos para darse jabón él mismo…”

“Por eso, vos lo mataste”.

“Ya te dije que yo no fui… Pero, si me ayudan ustedes, yo les entregó a los chavalos que lo mataron… A mí solo me contactaron”.

Nota final

Los dos sicarios guardan prisión. Fueron condenados a más de veinte años. Beto hizo un trato conveniente: convertirse en informante de la Policía y entregarles al menos un sicario al mes. Sigue en libertad. Nunca dijo quién lo contactó para ejecutar el crimen.

“Ya querés que me pelen” –le dijo al detective.

“Ajá, ¿y los dos que nos entregaste?

“Esos son desechables, men”.

“¿No les tenés miedo?

“Si vos no me vendés…”

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