Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una uzi para el asesino

Cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es casi incurable
26.01.2019

TEGUCIGALPA, HONDURAS.- Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.

Era de noche, una noche clara, llena de luna, fresca y silenciosa, a no ser por el canto de algunos gallos y el ladrar constante de los perros.

El grupo de muchachos se bajó del bus en la tercera entrada a Siguatepeque y empezaron a caminar comentando el partido, riendo y mostrando su alegría por el triunfo.

Habían viajado desde la mañana a Tegucigalpa a ver el clásico Olimpia-Motagua y de los sesenta que llenaron el bus, ellos eran los últimos.

Estaban cansados, hambrientos y con sueño, pero todo aquello valía la pena. Su equipo había ganado y eso era mejor que cualquier otra cosa. Ahora, casi a la medianoche, regresaban a casa, contentos, satisfechos y con el triunfo en el corazón. Sin embargo, aquella alegría acabaría pronto.

De las sombras, detrás del muro de una casa en construcción, salió un hombre que se plantó frente a ellos con algo en las manos, y que les dijo de pronto, con la voz quebrada de los alcohólicos, mezclada con algo de cólera mal reprimida.

“Hijos de p… Su equipo de m… le ganó al mío… Por eso, ¡muéranse perros basura!”

Y, sin decir nada más, disparó una ráfaga larga hacia los muchachos, que no tuvieron tiempo de nada. Soltó el gatillo por un momento, dejó escapar una carcajada, y agregó:

“A ver si ahora les da por andar viendo a ese equipo de m…”.

Y no se había perdido el eco de sus palabras cuando disparó de nuevo.

Las llamas salían de la boca del arma con intensos destellos, mientras los casquillos de las balas saltaban en todas direcciones.

Cuando el hombre soltó el gatillo por segunda vez, los gritos de dolor y los lamentos llenaron la noche. El hombre se acercó a los muchachos que se desangraban en el suelo húmedo a causa de la lluvia de la tarde, y sin decir nada, dio media vuelta y se alejó, justo en el momento en que dos hombres, con escopetas en las manos, corrían hacia allí, gritando que llamaran a la Policía. Eran los guardias de seguridad de una gasolinera cercana. Pero, cuando llegaron a la escena del crimen, el asesino había desaparecido.

“¿Qué pasó aquí? –preguntó uno de los guardias.

“Alguien los atacó a tiros –dijo el otro–. Veamos si hay alguien muerto”.

En ese momento, las nubes cubrieron la luna y la oscuridad se hizo más espesa. Los heridos se quejaban, uno pedía ayuda, otro llamaba a su madre y, uno más, decía, a media voz:

“Fue un hombre, uno solo… Estaba enojado porque el equipo de nosotros le ganó al suyo… y nos disparó… con una metralleta… Fue con una metralleta”.

Uno de los guardias había comprobado que los muchachos estaban heridos.

“No hay muertos –dijo–; hay que llevarlos al hospital…”

Pero, aunque respiraba todavía, Cristina María perdía sangre por la herida que tenía en el abdomen y por la que tenía en la cabeza. Era la herida más grave. Aun así, una patrulla de la Policía la llevó a toda velocidad al Hospital Santa Teresa de Comayagua. Cuando llegó, los médicos la llevaron de emergencia al quirófano, pero, antes de que la evaluara el anestesiólogo, su corazón se detuvo para siempre.

“Era tan joven” –comentó una enfermera, con acento triste.

“Pero con esa herida en la cabeza era imposible que sobreviviera –le dijo el cirujano, arrancándose la mascarilla con un gesto de ira–; traía una parte del cerebro deshecho… ¡No me explico cómo pueden suceder estas cosas! A lo mejor es que a Dios poco le importan los seres humanos”.

Fuera como fuera, la muchacha acababa de morir ante sus propios ojos.

Morgue
¿Por qué había sucedido aquello? ¿Era, como decía el médico, que Dios no se preocupa ya por los seres humanos? O, ¿aquella muerte obedecía a causas más mundanas?

“Los otros muchachos están fuera de peligro –le dijeron al cirujano–; a los de más cuidado los llevan para Tegucigalpa, pero vivirán”.

Sin embargo, a primera hora de la mañana, también a Cristina la llevaron a Tegucigalpa. A eso de las nueve entraba a la morgue del Ministerio Público. Aquí, su madre esperó hasta la noche por su cuerpo, con el ataúd en la paila de un carro. La señora lloraba.

“Maldito el que me mató a mi muchachita –decía–; ella no le hacía daño a nadie y el único vicio que tenía era ser fanática de ese equipo”.

“¿Sospecha de alguien, señora?” –le preguntó un policía.

“No –dijo ella–, yo no sé nada de estas cosas… Pero en Siguatepeque las barras de estos equipos se ven como enemigos y donde se encuentran se pelean…”

“Sí, señora –dijo el agente–, eso lo sabemos, pero, ¿sabe usted si alguien había amenazado a su hija…?”

“No, señor, si mi hija no se metía con nadie”.

El policía dejó que pasaran unos segundos. Luego, dijo:

“Señora, si usted conoce a alguien de la barra contraria a la de su hija que pudo haber hecho esto, nos serviría de mucho para encontrar al asesino”.

La señora se quedó pensando por largo rato.

La Policía no tenía una tan sola pista. Lo único que sabían era que un hombre les salió al paso a los muchachos, poco después que se bajaran del bus, que les dijo algo y luego disparó. El arma que había usado era una subametralladora Uzi, que disparó cuarenta y dos balas de 9 milímetros desde una distancia de quince metros.

“No entiendo cómo no hay más muertos –dijo un comisario–; a esa distancia, y con la lluvia de balas que cayó sobre el grupo, el ataque era potencialmente mortal…”

“Creo que el asesino no es un tirador experto –respondió uno de los técnicos de inspecciones oculares–, porque la mayoría de los muchachos tienen heridas en las piernas y varias balas dieron en el suelo… Por desgracia, en la primera ráfaga disparó hacia arriba, y allí fue donde hirió a la muchacha en la cabeza”.

“Tal vez solo quiso asustarlos”.

“No lo creo –replicó el comisario–; ese hombre quería matarlos a todos… Por lo que dijo antes de disparar, es uno de esos fanáticos de las barras, y odian a muerte a sus rivales… Por eso, creo que sí los quería matar a todos”.

“Pero, ¿quién es?”

“Alguien conocido… Alguien de Siguatepeque, o de cerca de allí. Hay que mover a los informantes por si saben algo, por si uno de los más fanáticos del equipo perdedor ha desaparecido después del crimen… Hay que decirles a los informantes que se fijen bien en ese detalle…”

Noticias
Al día siguiente, cuando su madre y sus amigos velaban a Cristina, un agente de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) se acercó al Comisario Aguilera y le dijo:

“Hay uno de la barra contraria que ha desaparecido, no llegó hoy al trabajo y no contesta el teléfono…”

“¿Quién es?”

“Le dicen ‘El Drupi’”.

“¿‘El Drupi’?”.

“Sí”.

“¿Dónde podemos localizarlo?”

El comisario se interrumpió. En ese momento, la madre de Cristina, que estaba cerca de él y había escuchado la conversación, exclamó, con lágrimas en los ojos:

“¡‘El Drupi’ me mató a mi muchachita! ¡Fue ese maldito!”

“¿Usted lo conoce, señora?”

“Todo el mundo conoce aquí a ese hombre…”

“¿Sabe dónde vive?”

“Aquí, en Siguatepeque, no sé, pero, dicen que es de ahí por una aldea que le dicen Opoteca”.

Aquello fue suficiente.

Dos horas más tarde, diez policías al mando del comisario Aguilera se bajaron de las patrullas frente a la casa de la mamá de “El Drupi”.

“Aquí no está mi hijo –les dijo la señora a los policías–, y yo no sé para qué lo buscan porque mi hijo no ha hecho nada malo”.

“¿Dónde está él, señora? –le dijo el comisario Aguilera–. Solo queremos hacerle unas preguntas”.

“¿Preguntas sobre qué?”

“¿Ve noticias usted, señora?”

“Sí, ¿por qué? Aquí todos vemos HCH día y noche… ¿Por qué me pregunta eso?”

“¿Vio lo del ataque a los muchachos…?”

“Ah, sí –lo interrumpió la mujer–, pero mi hijo nada tiene que ver con eso. Mi hijo se fue de viaje y no estaba en Siguatepeque cuando mataron a esa muchacha…”

“Y, ¿a dónde se fue de viaje su hijo?”

“Pues… se fue de viaje y ya, y no tengo por qué decirles nada más…”

El comisario la miró directamente a los ojos... y ella bajó la mirada.

“Creo que me está mintiendo, señora… –le dijo, con voz dura y acusadora–, y me parece que nos está escondiendo a su hijo…”

“Dígame de que lo acusan, pues”.

“De nada, por ahora, señora –le respondió el comisario–, pero, sabemos que él nos puede ayudar a resolver el caso de la muchacha asesinada”.

“Mi hijo no sabe nada”.

En ese momento, un policía se acercó al comisario y le dijo al oído:

“Hay alguien que quiere hablar con usted”.

Se retiró el oficial y fue a donde lo esperaba un hombre joven que calzaba botas de hule y llevaba sombrero de junco.

“Mire –le dijo al policía–, ese chavo no se ha ido de viaje como dice la mamá… Antier, o mejor dicho, ayer en la madrugada, mi hijo lo vio venir bien agitado, con una bolsa negra en una mano. Dice mi hijo que le pareció que estaba medio bolo, o medio drogado, y que se metió en la casa de la mamá… Y salió al poco rato, con una mochila. A mi chavalo le pareció como si había hecho algo malo y se estaba escapando”.

El comisario le dio las gracias, hizo una señal a varios policías y entró a la casa de nuevo.

“Vamos a hacer un registro en la casa, señora…” –le dijo.

La mujer no respondió.

No pasó mucho tiempo para que un policía encontrara una Uzi, con el cargador vacío, en el cajón de debajo de una cómoda. Estaba envuelta en una bolsa negra.

“Creo que tenemos al asesino” –dijo el comisario.

“Mi hijo no ha matado a nadie” –replicó la mujer.

“¿Y esta arma, señora?”

“Eso yo no sé. Nunca había visto esa cosa”.

“A los muchachos los atacaron con una arma como esta –añadió el oficial–, y creemos que su hijo es el asesino. Lo mejor sería que nos dijera donde está. Creo que le ayudaría mucho”.

La mujer no dijo nada.

En ese momento, un hombre se acercó al comisario.

“Mire, señor, ‘El Drupi’ tiene un pariente allá en Jesús de Otoro, un primo que tiene un negocio a la orilla de la carretera…”

Nota final
Allí estaba “El Drupi”, donde su primo. Cuando vio que las patrullas de la Policía se detenían frente al negocio, se quedó paralizado. Cuando lo apuntaron con los fusiles, solo levantó las manos.

“¿Por qué lo hiciste?” –le preguntó el comisario Aguilera.

“No sé –respondió–. No sé”.

“Encontramos la Uzi en la casa de tu mamá”.

“Me imaginé…”