Siempre

Cuando el odio no es suficiente

06.09.2018

Serie 2/2

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Resumen

En una céntrica avenida de San Pedro Sula, tres sicarios asesinan a un hombre a disparos de AK-47. La Policía dice que se trata de asesinos profesionales y que, por el modus operandi, tenían que asegurarse de la muerte de la víctima. Sin embargo, los agentes se preguntan ¿por qué no lo atacaron antes, ya que tuvieron tiempo y ocasión para hacerlo en los más de dos kilómetros que lo siguieron? ¿Quién era la mujer que bajó cerca del parque central, unos minutos antes del crimen? ¿Por qué los asesinos no dispararon mientras la mujer estaba con él en el carro?

Los detectives están seguros de que la víctima no estaba involucrada en algo ilícito y saben, además, que pagaba puntualmente la extorsión… Entonces, ¿por qué lo mataron? Y, ¿quién ordenó su muerte?

DNIC

“Al principio todo estaba confuso –dice el detective de homicidios que enviaron desde Tegucigalpa para colaborar en la investigación del crimen–, y ninguna teoría, hipótesis o idea encajaba en este caso… Los maestros de Criminalística nos enseñaron que para hacer más fácil la investigación, debemos conocer a la víctima, saber quién es, a qué se dedicaba, con quién se relacionaba, de qué vivía, en fin, todo lo que se relacione con ella, pero en este caso, eso nos sirvió de poco. Primero, porque el hombre comerciaba con verduras y era un proveedor serio de muchos comercios, importaba cebollas de Guatemala y de Holanda y compraba una buena parte del tomate que venía de otros países. Aparte de eso, compraba y vendía banano, exportaba naranjas a El Salvador y en los últimos meses estaba importando especias de Asia… Y le iba muy bien… pero algo oscuro debía existir en su vida para que alguien quisiera verlo muerto, y muy bien muerto”.

El detective hace una pausa. Al final, continúa:

“Supimos que tenía excelentes relaciones con sus competidores, que sus amistades eran gente sana y trabajadora, y que nunca tuvo dificultades con nadie; era, como bien se puede decir, un hombre común que trabajaba limpiamente y vivía sin preocupaciones o problemas, a no ser los normales en el negocio, pero alguien lo odiaba, y ese odio debía tener alguna razón. Además, ese alguien tenía recursos económicos más que suficientes ya que contrató a tres o cuatro asesinos expertos, sicarios profesionales y sin escrúpulos ni miedo”.

Tosió varias veces, tomó un poco de agua, y añadió:

“Entonces, Carmilla, ¿dónde estaba la punta de la madeja? ¿Cómo íbamos a desenredar el misterio?”

Después de esto se impuso un descanso de varios segundos. La laringitis empezaba a atormentar su garganta.

“Dejaba una viuda y dos o tres huérfanos, varias deudas, las normales, y tres buenas cuentas en los bancos. Además, un seguro de vida muy generoso, algunas propiedades y una casa que es casi una mansión… Entonces, nos preguntamos: ¿A quién le convenía la muerte de Rolando? Y nos respondimos de inmediato: A su esposa, que es la beneficiaria y heredera de todo lo que él tenía. Y, para no perder mucho tiempo y muchas neuronas, investigamos a la esposa, sobre todo porque en la escena del crimen y en la funeraria, se portó fría y silenciosa, no derramó una lágrima y recibió las condolencias de la gente con simpleza. ¿Por qué se portaba así? ¡Se trataba de su marido, el padre de sus hijos!”

El agente se movió en su asiento.

“Era algo que íbamos a saber muy pronto… Se estaban divorciando, lo que hacía más sospechosa todavía a la viuda”.

La esposa

Con la misma frialdad que describió el detective, la mujer respondió a las preguntas que le hizo el ayudante del fiscal, dos días después del entierro.

“Si puede probar que yo mandé a asesinar a mi marido, hágalo –le dijo–, y si tiene algo para detenerme, hágalo en este momento”.

Se puso de pie.

“Tengo a mis hijos solos en la casa, espero a alguien que quiere comprarme el negocio de Rolando y me estoy preparando para irme del país… Si va a hacer algo en mi contra, hágalo ya, o deje de molestarme y busquen por otro lado al que mandó a matar a mi esposo”.

El agente sonríe.

“Un juez no iba a aceptar el caso solo porque ella tuviera la sangre fría de una serpiente o porque se estuviera divorciando del marido –dice, en voz alta–. El fiscal nos ordenó buscar más elementos que involucraran a la mujer para poder llevar el caso ante el juez. No encontramos nada, sin embargo, un detalle en apariencia insignificante, nos llamó mucho la atención”.

“¿Qué detalle era ese?”

“Uno sencillo y que nos iba a ayudar a desenredar el hilo”.

Llamadas

Cuando los agentes comprendieron que no ganaban nada detrás de la esposa, se organizaron y abordaron el caso de otra manera: Investigarían los teléfonos celulares de la víctima y de su esposa, para empezar, y luego a todos y cada uno de los contactos de los dos.

“Sabíamos que eso nos llevaría mucho tiempo –dice el ayudante del fiscal–, y para convencer al juez de ordenar el vaciado de los teléfonos teníamos que justificar nuestras sospechas, y no podíamos hacerlo. Además, Rolando, la víctima, tenía seiscientos setenta y ocho contactos, y la esposa ciento cuarenta y dos. Nos llevaría un siglo, entonces, buscamos ayuda y conseguimos a alguien con buenos contactos que nos ayudó a conseguir el historial de llamadas de todos…”

El abogado hace una pausa.

“No se sorprenda –me dice–, pero así lo hicimos… aunque al principio nos pareció algo imposible y absurdo, y una pérdida de tiempo innecesaria… Pero formamos un equipo que trabajó despacio y cuando la investigación de los otros casos lo permitía… Así estuvimos seis meses, seis largos meses”.

Resultados

No fue nada fácil para los investigadores llegar a ciertas conclusiones, sin embargo, ciento ochenta días después del crimen, los resultados que tenían en las manos eran como una lucecita lejana, pero que algo alumbraba.

Tres meses antes del ataque, alguien estuvo llamando a la esposa de Rolando de un número que lo llamó también a él más de cien veces en un término de cinco meses, poco más o menos. Y de este mismo número llamaban con frecuencia a una mujer que los detectives pronto identificaron como la que acompañaba a Rolando en su camioneta el día de su muerte, la que se había bajado frente al Gran Hotel Sula solo unos minutos antes de que lo asesinaran. Y esta mujer y la persona dueña del número, eran madre e hija.

“No tardamos en saber quiénes eran –dice el detective–, pero llegar hasta ellas no era nada sencillo”.

“Es más –agrega el abogado–, debíamos tener el visto bueno del director de la DNIC, del ministro de Seguridad y del fiscal general, ya que se trataba de una familia muy poderosa… honorable y de una gran tradición en el norte”.

“Si no están seguros de que esa gente tiene algo que ver en este caso –dijo un alto oficial de la Policía–, ni siquiera las mencionen…”

Dudas

Sin embargo, los agentes se preguntaban: ¿Por qué aquella gran señora llamó tantas veces a la esposa de Rolando? No seguirían cruzando llamadas. Aquellas llamaban demasiado la atención. ¿Por qué una mujer madura, matrona de una familia rica y poderosa llamaría con tanta insistencia a la esposa de Rolando?

Gonzalo Sánchez

Sencillo, vestido con esmerada pulcritud y humilde como siempre, Gonzalo Sánchez Picado, abogado, criminalista, criminólogo y catedrático universitario, se puso de pie ante los detectives y chasqueó los dedos para llamar la atención del asistente del fiscal.

“En muchas ocasiones –les dijo, con voz pausada y clara–, cuando queremos meternos de cabeza en un caso, debemos usar la lógica, hacer unas cuantas deducciones y dejar a un lado la parte científica. Y no debemos olvidar que en el estudio minucioso de la escena del crimen, unido al perfil de la víctima y el modus operandi de los asesinos encontramos la mitad o más de la mitad de las respuestas que buscamos. Vemos en este caso llamadas insistentes del teléfono de una dama millonaria a la mujer de un comerciante en verduras y debemos preguntarnos: ¿Qué relación puede haber entre ellas? Una es de la alta sociedad y la otra una mujer venida a más a causa del trabajo duro y honesto del marido, por lo que concluimos que no existe ninguna relación, aunque sí hay un interés en común. Y, ¿cuál es ese interés? El hombre, Rolando, el marido… ¿Por qué?”

Gonzalo hizo una pausa.

“¿Quién es la mujer que venía con Rolando en la camioneta y que se bajó unos minutos antes de que lo mataran?”

“La hija de la señora rica”.

“Esta –dijo Gonzalo–, señalando una fotografía de la muchacha–, y ¿qué relación tenía con Rolando? Pues, eran novios, amantes, y, al parecer, se querían, primero, porque ella, joven y bonita, profesional universitaria, trilingüe, de alcurnia y heredera de una gran fortuna, se escondía para verse con él, y decimos se escondía porque dejaba su carro en algún parqueo y se iba con Rolando a algún lugar íntimo… Y eso es fácil de comprobar. Basta con que se tomen algún tiempo y visiten moteles, aparta hoteles y hoteles finos y discretos donde encontrarán el número de placas de la camioneta de Rolando, el mismo día en que lo mataron. Eso nos dice que se querían”.

Nueva pausa.

“Rolando tenía treinta y ocho años –agregó Gonzalo, luego de tomar agua–, y se estaba divorciando. La esposa estaba resignada o dejó de quererlo al saber que se iba con otra, y esta otra no podía ser nadie más que la muchacha que venía con él su último día y a la que llamaremos Sandra. De aquí que la madre de Sandra, conociendo la relación de su hija con un don nadie en comparación con ellos, se oponía a ese enamoramiento. Y trató de alejar a su hija de él. Por eso llamó muchas veces a la esposa engañada, muchas veces… Y en este punto sería bueno que alguien entrevistara a la mujer para que diga qué fue lo que habló con la señora las pocas veces que le contestó el teléfono…”

“Eso va a ser difícil, abogado –interrumpió el fiscal–, porque la mujer se fue del país, con sus hijos y su madre; vendió todo y primero llegó a España… Allí se le perdió el rastro”.

Gonzalo se quedó pensando unos segundos.

“Bueno –dijo–, si quisieran encontrarla, la encontrarían; ni siquiera Osama bin Laden se escondió bien… Pero, sigamos…”

Hubo algunas sonrisas.

“Estoy seguro de que la señora llamaba a la esposa para exigirle que hiciera algo para que su esposo dejara a su hija, tal vez la amenazó, tal vez le ofreció dinero… ¿Quién sabe? Pero a la mujer dejó de interesarle su marido y por eso mostró esa actitud cuando lo vio muerto… Así son muchas mujeres”.

Hubo un murmullo en el grupo. Gonzalo lo acalló al decir:

“Ahora, veamos algo: No hay ni una sola llamada del teléfono de Sandra al de la esposa, o viceversa. Y la última llamada de Rolando fue a su mujer, y esta le contestó. La llamada duró siete segundos, lo suficiente para decir: Ya voy a llegar, o ya voy para la casa… Y la última llamada de la señora a la esposa fue un día antes del crimen, pero no tuvo respuesta…”

Siguió a esto una nueva pausa. Al final, Gonzalo dijo:

“Si fuéramos un poco más acuciosos, o más curiosos, veríamos que del número de la señora hay llamadas a otros personajes que no tienen ninguna relación con su familia o con socios… Y si abriéramos más los ojos nos hubiéramos fijado que la señora llamó en siete ocasiones a este comisionado de la Policía, separado de sus funciones por actos irregulares, y si vemos el número de este oficial, vemos que en los tres días posteriores a la primera llamada de la señora, este llamó a un hombre especial tres veces. ¿Y quién es este hombre especial? Aquí lo tienen ustedes, con su foto en el historial de su celular”.

Los agentes dieron un grito.

“En la Policía se le conoce como jefe de seguridad de ustedes saben quienes…”

Gonzalo sonrió.

“Y si le siguen la pista a las llamadas de este hombre –añadió–, tendrán al líder de los sicarios…”

Hubo un momento de silencio, como si estuvieran en una iglesia.

“Ahora les doy un consejo –añadió Gonzalo–, si acaso tienen algún contacto en un banco o en la Comisión Nacional de Bancos y Seguros, traten de averiguar los movimientos de dinero de la señora rica en los días cercanos al asesinato; les aseguro que se van a llevar una sorpresa porque habrá un traslado a una cuenta con la que su familia no tiene negocios o relaciones, quizás sea del señor oficial… O tal vez encuentren un retiro por un millón cuando menos…”

Gonzalo suspiró.

“Ahora, un consejo más –dijo, para finalizar–; si tienen órdenes de no acercarse a esa señora y a su familia, ustedes sabrán si obedecen o no, pero ya tienen resuelto su caso”.

Gonzalo sonrió, tomó el agua que quedaba en su vaso, y se dispuso a retirarse.

“El caso sigue en el misterio –dice el fiscal–, pero para nosotros, el abogado Gonzalo lo resolvió sin margen de duda. Solo le pedimos que no dé nombres y que cambie algunos datos… Hay poderes que no deben desafiarse así como así”

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