Crímenes

Esta semana en la selección de Grandes Crímenes: Las tumbas blancas

Se dice que los cocineros cubren sus errores con salsa... y los malos médicos con tierra

24.02.2018

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres y se omiten algunos detalles a petición de las fuentes.

El alboroto que estremeció la sala duró varios segundos más, a pesar de los golpes enfurecidos que daba el juez sobre el estrado. Los gritos se apagaron poco a poco, sin embargo, se escucharon claramente las últimas maldiciones y los peores insultos que hasta ese momento había recibido el ortopeda.

El juez presidente dio un golpe más, pidió silencio por décima vez, paseando su mirada severa por la sala, y la gente enmudeció. Solo el niño no le hizo caso. Sus gritos resonaban entre las cuatro paredes estremeciendo las fibras de los corazones más sensibles y provocando nuevos accesos de ira colectiva.

“Señora –dijo, entonces, el juez–, ¿puede callar al niño, por favor?”

Se había dirigido a una mujer joven pero vieja en apariencia en cuyo rostro se notaban todas las emociones del Universo. Por la palidez de su rostro se notaba su sufrimiento, en las ojeras oscuras y enormes, su desvelo constante; en la mirada fija y brillante, la ira que la consumía y en la forma en que apretaba los dientes, el odio que ardía en su corazón.

“¿Puede usted controlar esto, señor juez?” –gritó ella, con acento airado, desde la primera fila, señalando con un gesto de su rostro al niño que tenía en brazos.

El juez no respondió. Escondió su rostro, avergonzado.

Era el niño un montón de piel y huesos, amarillo y demacrado, que parecía un muñeco en los brazos de su madre. Tenía nueve años, estaba delgado en extremo y no se movía. Sus ojos estaban casi blancos, fijos en ninguna parte, su boca, exageradamente abierta, dejaba escapar cascadas de saliva transparente que la madre limpiaba con un pañuelo tras otro. Sus brazos, casi dos ramas resecas y amarillentas, estaban engarruñados, levantados permanentemente, y sus manos siempre dobladas hacia adelante, sin movimiento, casi sin vida. Sus piernas, largas y delgadas, se movían de vez en cuando gracias a la contracción involuntaria de los músculos, y su pecho se contraía en una respiración que por momentos se volvía agitada. De su garganta salía aquel ruido que molestaba al juez, un ruido agudo, más parecido a un estertor y a un lamento. Aquel niño era un vegetal.

Juicio
El juez carraspeó un par de veces, aclaró la garganta y, dirigiéndose con voz suave al doctor Denis Castro Bobadilla, le dijo:

“Continúe con el interrogatorio, doctor”.

“Gracias, Señoría” –respondió el doctor, con una leve inclinación de cabeza.

Estaba de pie frente al estrado, a pocos pasos del ortopeda que ocupaba el lugar del imputado. Vestía completamente de negro, llevaba anteojos de marco dorado y se cubría la cabeza con el kipá en cuyo centro resaltaba una estrella de David bordada con seda blanca. Y hoy, contrario a otras ocasiones, Denis Castro estaba en el lugar del Ministerio Público, como parte acusadora privada, y algo más, todavía, estaba enojado, tenía el rostro enrojecido y no se esforzaba por reprimir su indignación.

“Doctor –dijo, con fuerza, dirigiéndose al acusado, que se había puesto de pie–, ¿se informó usted previamente sobre lo que le había pasado al niño?”

“Leí el reporte de emergencia, doctor”.

“¿Y qué leyó en el reporte?”

“Fractura del brazo izquierdo a la altura del húmero, con exposición de hueso y probable hemorragia interna…”

“¿Eso leyó usted?”

El doctor Castro chasqueó la lengua, quizás para no decir nada que pudiera dar rienda suelta a su cólera.

Se volvió hacia el estrado.

“El niño, señores jueces –dijo–, el niño que todos podemos ver en primera fila, en brazos de su madre, era, hasta hace pocos días, un niño tan normal como cualquier otro… Jugaba, estudiaba, comía, se bañaba por sí solo, tenía sueños e ilusiones como cualquiera de nosotros a esa edad, y bien se pudiera decir que tenía una hermosa vida por delante…”

“¡Protesto, señor juez! –gritó, de pronto, el abogado defensor–. Debo hacer notar que el doctor Denis Castro es la tercera vez que describe la condición previa del niño…”

“El doctor Castro está en su derecho, abogado” –replicó el juez.

“No lo niego, señoría –respondió este–, sin embargo, quiero demostrar con mi protesta el hecho de que el doctor Castro, con su historia, está tratando de manipular al honorable tribunal y al público”.

“Creeré no haber escuchado insinuación tan ofensiva a la seriedad, capacidad y justa apreciación de los hechos que tiene este tribunal… De ahora en adelante, se reservará sus opiniones personales y se limitará a exponer lo pertinente al caso que nos ocupa…”

“Pero, señor juez”.

“Protesta denegada. Continúe, doctor Castro”.

El niño
“Decía, señor juez –agregó el doctor Castro, como si no se hubiera interrumpido–, que el niño era una criatura normal… hasta que cayó en manos de la irresponsabilidad de un equipo médico que le destruyó la vida para siempre…”

“¡Protesto, señor juez! –saltó el defensor, poniéndose de pie de un salto–. No se ha demostrado en el juicio que la actual condición del niño sea producto de algún acto irresponsable de mi defendido…”

“Protesta denegada –gritó el juez, golpeando con su mazo una vez más y lanzando una mirada fría al defensor–; la parte acusadora no ha mencionado ningún nombre en su exposición y no se ha referido a nadie en particular…”

Denis Castro retomó la palabra.
“Jugaba el niño, señores jueces, con varios de sus amigos en el patio de la casa de una vecina. Corría y reía mientras su madre conversaba con dos amigas cuando el niño decidió subirse a un árbol del jardín, un árbol pequeño y frondoso. Por esas cosas que suceden, señor juez, el niño resbaló y cayó al suelo, golpeándose en el cemento cerca de la piscina, y con tan mala suerte, que se rompió el brazo, se quebró el brazo a la altura del húmero. La madre, como es de suponer, corrió a auxiliar a su hijo que gritaba a causa del dolor y, al darse cuenta de la seriedad de la fractura, llamó a su esposo, el padre del niño, para que juntos lo llevaran al médico”.

Denis Castro hizo una pausa, tomó un sorbo de agua y, luego de disculparse, volvió a su lugar.

“La fractura era expuesta, señor juez, de modo que una punta del hueso del húmero sobresalía por una herida sangrante de la piel. Esto, por supuesto, hacía del caso algo grave y en la sala de emergencia del hospital privado donde llevaron al niño se les dijo a los padres que era necesaria y urgente una intervención quirúrgica para corregir el daño y evitar males mayores”.

Nueva pausa.
“Se llamó al ortopeda –siguió diciendo Denis Castro–, el ortopeda llamó al anestesiólogo y, en menos de una hora, estuvo listo el equipo para intervenir al niño en el quirófano, sin embargo, todos pasaron por alto algo muy importante, aunque pueda parecer insignificante: el niño se quejaba de dolor de cabeza. ¡Y jamás el niño había tenido un dolor de cabeza del que se quejara tanto!”

Un murmullo acompañó aquel grito. El doctor Castro se volvió hacia el ortopeda.

“¿Sabía usted que el niño se quejaba de dolor de cabeza?” –le preguntó, como si le disparara las palabras a quemarropa.

El acusado no respondió.
“El niño le decía constantemente a su madre que le dolía la cabeza, señor juez, y ella se lo comunicó a los médicos… Consta en el informe de emergencia… ¡El que parece que nadie quiso leer!”.

El ortopeda se estremeció. El doctor Castro le lanzó una mirada de fuego, casi de odio.

“¿Por qué ignoró usted el dolor de cabeza del niño?” –le gritó, después.

“¿Qué debía hacer usted al saber que al niño le dolía la cabeza? –le preguntó, acto seguido–. ¿Por qué no tomó en cuenta los otros síntomas que presentaba el niño?”

“¿A qué síntomas se refiere, doctor Castro?” –preguntó el juez, ante el silencio del acusado.

“El niño tenía dificultades para mover el brazo izquierdo y la pierna izquierda la movía casi arrastrándola… Signos claros de que algo malo estaba pasando en el cerebro y en el sistema nervioso central… Además, tenía la pupila del ojo izquierdo dilatada, exageradamente dilatada… ¡Y todo eso lo pasó por alto el doctor y su equipo!”

El juez miró al acusado por un segundo, y había cólera en su mirada.

“Todo esto lo escribió el médico que recibió al niño en emergencia” –agregó el doctor Castro–, y usted puede leerlo en el expediente, señor juez… Allí está desde el primer momento, y a nadie le importó, hasta ahora, cuando destruyeron la vida del niño y su familia”.

El acusado bajó la cabeza.

“¿Imaginó, siquiera, la causa del dolor de cabeza del niño al que ante sus ojos estaba acostando en la mesa de operaciones?”–le preguntó Denis Castro.

Silencio.
“¿Debió llamar a alguien más antes de proceder con la anestesia? ¡Contésteme!”

El ortopeda no dijo nada.

“¡¿Debió llamar a alguien más?!”

El acusado miró a Denis Castro y le dijo, a media voz:

“Sí, doctor” –murmuró.

“¿A quién debió llamar antes de proceder con la cirugía?”

El hombre miró a su defensor y este estaba más blanco que la cera.

“¿A quién debió llamar?” –exclamó, mejor dicho, gritó Denis Castro.

“Al neurólogo” –dijo el acusado.

“¿A quién? Dígalo fuerte para que lo escuchen los honorables jueces”.

“¡Al neurólogo!”

“¡Ah! –exclamó el doctor Castro–, ¿y por qué no lo hizo? ¿Sabía usted el grave riesgo que corría su paciente al ser anestesiado con dolor de cabeza? ¿Conocía usted la causa del dolor del que se quejaba el niño?”

El ortopeda bajó la mirada. Su abogado defensor miraba hacia otro lado.

Explicación
“Señores jueces –dijo Denis Castro, luego de vaciar su vaso–, jamás debe aplicarse anestesia a un paciente que se queja de dolor de cabeza…”

Hizo otra pausa, miró por un momento a los jueces y manipuló el control remoto de su Data Show. En la pantalla apreció la imagen de un hombre, de un cerebro y varias palabras escritas en negro.

“Antes de la cirugía, el doctor aquí presente tenía la responsabilidad, el deber ineludible de descartar cualquier problema grave en la cabeza del niño. Tenía que conocer cuál era la causa del dolor de cabeza y para ello tenía que auxiliarse de un especialista de la neurología… de un neurólogo, el que después de hacer estudios por resonancia magnética, radiografías, etcétera, debería dar su visto bueno para realizar la cirugía con anestesia general… ¡Pero nada de esto se hizo! ¡A nadie le importó que al niño le doliera la cabeza! ¿Y por qué tenía él este dolor?”

Denis Castro suspiró, para controlar un poco sus emociones, y luego añadió:

“¡El niño tenía un hematoma en el cerebro! Tenía una acumulación de sangre entre el cerebro y la duramadre, que es la meninge que protege al encéfalo…”

Se detuvo de pronto, tragó una buena porción de oxígeno y, viendo hacia el estrado, agregó:

“Esto lo provocó la caída… El niño, al caer del árbol, no solo se había fracturado el bracito, también se había golpeado la cabeza en el cemento y este golpe rompió uno o más vasos capilares causando una hemorragia interna en el cerebro, lo que se conoce como hematoma subdural… Eso, señores jueces, le causaba el dolor de cabeza ya que al acumularse más y más sangre, la duramadre comprimía el cerebro provocando el daño… ¡Y a nadie se le ocurrió averiguar por qué le dolía la cabeza al niño!”

Un griterío fue creciendo en la sala y volvieron a volar los insultos. El juez dio dos golpes más.

“Llevaron el niño al quirófano, lo anestesiaron y lo convirtieron en un vegetal… ¡Jamás se debe aplicar anestesia general a un paciente que tenga un hematoma subdural porque el daño que causará en el cerebro será grave e irreversible… ¡Y esto lo sabe bien el doctor aquí presente! ¿Es o no es cierto?”

Denis Castro había lanzado la pregunta contra el ortopeda que, sin saber qué decir, bajó la cabeza y se sentó.

“¿Es o no es cierto, doctor, que usted conocía perfectamente las consecuencias nefastas de anestesiar a un paciente con este tipo de hematoma cerebral?” –repitió el doctor Castro, suavizando el tono.

El hombre siguió en silencio.

“Responda, doctor” –exclamó el juez.

“Sí, lo sabía” –murmuró el doctor.

“¡Y, sabiéndolo, ignoró lo que descubrió el doctor en emergencia y operó al niño! –dijo Denis Castro–. ¡Y lo convirtieron en un vegetal!”

Lanzó violentamente un índice hacia la primera fila.

“¡Convirtieron al niño en eso, señor juez… véalo usted mismo!”

La gente dio un alarido, el niño gimió una vez más y la madre le limpió la saliva con un nuevo pañuelo. Los ojos casi blancos del niño miraban al techo, sin ver nada en realidad, y sus manitas delgadas apuntaban hacia los jueces. La madre soltó una lágrima y besó en la frente pálida a su hijo.

“¡Y jamás volverá a ser el niño alegre que fue antes de que le destruyeran su vida en el quirófano!” –gritó Denis Castro.

Los jueces se estremecieron.
“Y era tan sencillo prevenir semejante tragedia –añadió el doctor, segundos después–. Bastaba con realizar una sencilla prueba antes de llamar al neurólogo… Una prueba conocida como Signo de Babinski. ¡Y en realizarla se hubiera tardado menos de lo que se tarda alguien para cobrar los honorarios!”

“¡Protesto!” –exclamó el defensor.

“Ha lugar la protesta” –dijo el juez.

Se disculpó el doctor Castro y agregó:

“Al médico ortopeda le bastaba con frotar con fuerza la planta de un pie del paciente. Al hacer esto, el dedo gordo se levanta hacia arriba y los demás dedos se abren en abanico… Es la prueba de los reflejos de Babinski”

El doctor Castro esperó unos segundos antes de continuar:

“Este reflejo es normal en niños, en los bebés y hasta en un niño de dos años de edad –dijo–, pero si se presenta en un niño mayor, es señal de que hay un trastorno o un problema en el sistema nervioso central, que es lo que estaba presentando el niño cuando el hematoma subdural estaba comprimiendo el cerebro y, por tanto, causando daño en su sistema nervioso central… ¡Y bastaba esta sencilla prueba para detener la cirugía, esperar al neurólogo y drenar primero la sangre del cerebro del niño antes de realizar la cirugía del brazo!”

Denis Castro se detuvo, miró al acusado y le dijo:

“¿Es así, doctor?”

Este respondió con un sí que estremeció la sala…

“Es todo por mi parte, señor juez” –agregó el doctor Castro.

El niño gimió una vez más y su gemido atrajo todas las miradas, la saliva chorreaba de su boca y del corazón de su madre salían las lágrimas.

Nota final
El médico fue condenado a cuatro años de cárcel, los que conmutó con dinero, y se le prohibió ejercer su profesión por diez años, pero siguió trabajando como si nada. El Colegio Médico jamás se ha pronunciado sobre este caso y sobre muchos más que conocerán los lectores y lectoras en nuevas entregas, lo que para algunos es simple y siniestra complicidad con los irresponsables.

Muchos años después, el niño, ahora un hombre, sigue en su cama, como un vegetal, al cuidado de sus padres que fueron corridos del hospital privado donde les destruyeron la vida, para ser expulsados después del Hospital Escuela, donde “no pueden hacerse cargo de pacientes como ese”. Y nadie les ha hecho justicia? Tal vez si se aplicaran las leyes como es debido, los hijos de Josef Mengele no seguirían dañando gente en nombre del poderoso caballero que es Don Dinero… ¿Y Medicina Forense? ¡Ni esperanzas!