Siempre

José Adán Castelar y su poesía como estética de la dignidad

30.12.2017

Tegucigalpa, Honduras
Vivir la vida no es cruzar un campo”, me dijo el poeta José Adán Castelar hace muchos años y sorbió su taza de café; hizo una pausa y agregó “Madrid, ese verso no es mío, es de Pasternak”.

Yo me quedé mirando al viejo Castelar con profundo amor como toda mi generación aprendió a verlo y me quedé callado para acompañar su solemne silencio: al día siguiente comencé a leer a Pasternak. “Madrid, no hagan ustedes lo que hicieron otras generaciones de poetas que se peleaban, se trata de crecer y formar poco a poco el país”, sentenciaba suavemente, y luego contaba una historia de Montecristo o de La Ceiba.

Era un hombre de frases breves, hondas y de majestuosos silencios, un conciliador amoroso, casi toda su generación se enemistó, sin embargo Castelar, con su nobleza luminosa, sobrevivió a las diferencias y fue con todos un amigo. Nunca le conocí más allá de nuestros encuentros y conversaciones, lo nuestro fue una amistad literaria que me permitió crecer y saber más de la poesía.

Él quería a Sosa, a Galeas, a Merren y a Paredes, amaba a Gladis y a sus hijos; reivindicaba su origen humilde y le gustaba cantar cuando el vino le besaba el alma.

En 1996 entré a la biblioteca de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán y sin saber nada de él, di con su libro “Poema estacional”, desde entonces amé a Castelar, pregunté por sus otros libros, le seguí la pista y un día la vida me dio el privilegio de encontrarlo y ser su amigo de conversaciones, cafés y cervezas.

Le guardo ese respeto que uno le guarda a los buenos poetas; leerlo era reedificar la noción del origen, sin embargo, esa poesía de Castelar evitaba la memoria como una idea apolillada donde el tiempo es nostálgico o posee una dulzura marchita, todo lo contrario, la poesía de Castelar insiste en inundarse de la luz del presente, replantea la memoria como fuerza social que puede cambiar este mundo por otro donde el ciudadano común no es un héroe anónimo sino un constructor de su propia vida y la de los otros.

Su poesía se arraiga en recorrer la intimidad del día a día, es tan importante la flor que nace, el pájaro que canta solitario en la noche, el adobe de una casa, la rabia o la impotencia del obrero, el viento forjando las miradas de los niños, la evidencia del mar en el hueco de las manos o la urgencia de protestar y comprometerse con la necesidad propia y ajena.

Una poesía transparente que exige un oficio también transparente: escribir con nobleza y autenticidad, “espero que la poesía me edifique” dijo en una entrevista, una expresión que no permite duda alguna y que admite que la vocación de un poeta no sólo es estética, sino ética; y yo lo creo, porque se diga lo que diga, hay una verdad en el oficio de escribir: hacerlo bien, con alto profesionalismo, pero también el escritor no debe tenerle miedo a la verdad y al compromiso de asumirse parte de un tiempo donde no solamente lo golpean las lecturas literarias sino el sol del mediodía, el sabor lacrimógeno de la esperanza que es más letal que el gas que lanzan los dictadorzuelos de ocasión porque vivimos en tiempos complicados donde un escritor debe asumirse como tal, no solo ante sus libros sino ante la vida.

Castelar comprendía estas cosas; en muchas ocasiones me comentó que no se trataba que un poeta se validara con el proselitismo y las ideologías, se trataba de vivir con sinceridad, trabajando por nuestra creencia o nuestras ideas del mundo, no ocultar nunca lo que somos, ni lo que soñamos. Ante la humillación valía la pena el sacrificio de la poesía; no se trata de volverla pancarta, consigna o panfleto, se trata de replantearse las preguntas precisas sobre la realidad; no se trataba de seguir la horma del realismo social, sino de obedecer a la primavera.

El ideal de poeta al que le apostaba Castelar no era un líder, no estaba para formar parte del poder y su festín, todo lo contrario, es un ser incómodo, la pieza final del rompecabezas que jamás encajará, su religión es la rebeldía, su don esencial es amar el testimonio humano de los días insignificantes o trascendentales; en esta idea no cabe el poeta lumpón, el que se agota en la breve lámpara de la bohemia o se presta como portavoz de una causa; es decir, un buen poeta es esa persona que el poder no quiere mirar a los ojos porque no solo es capaz de cantar y contar su tiempo, sino que representa a la resistencia, a la resiliencia, a la sensibilidad y a la más bella anarquía; a esas cosas se les teme o se les respeta, es por eso que en los malos tiempos de la historia humana (y en la actualidad) más personas buscan respuestas a sus preguntas en la poesía, en la literatura y en el arte, en vez de la estadística, la política o la sociología, y no se trata de desechar unas cosas y tomar otras, se trata de comprender que cuando leemos las ciencias sociales leemos o creemos en una fórmula, una teoría sobre las estructuras, escenarios o procesos del poder, pero es distinto cuando intentamos leernos a nosotros mismos en un poema, en un cuadro, en una novela, porque decidimos libremente la forma de comprender la vida, indagamos desde nuestra noción personalísima de lo que creemos ser y lo más importante, un buen verso es capaz de salvarnos la vida, de soñar o de encontrar justicia.

A Castelar no lo arrebató aquel olvido de los campos bananeros donde nació, no se debilitó en los pasillos de los hospitales donde trabajó, lo parió a la vida literaria aquel legendario grupo de La Voz Convocada en los sesenta, en La Ceiba; la guerra fría y la persecución política de los militares en la década de los ochenta no lo hizo retroceder, entró a los noventa abrazando e impulsando a los nuevos escritores hondureños, asumió una postura en contra del golpe de Estado de 2009 y en contra del golpe de Estado electoral de 2017. Toda su trayectoria es digna y ejemplar, un patriota; su poesía queda en la historia literaria de Honduras, ahí estará a la mano de los hombres y mujeres honestas y también de los traidores e imbéciles y a ambos les recordará que “Guardar silencio es compartir el crimen”.

El escritor Armando García me llamó en Nochebuena y me dijo “Ha muerto el poeta Castelar, llama o escribe a los amigos”, yo me quedé pensando en las actuales circunstancias políticas del país; recordé aquel primer libro suyo que llegó a mis manos cuando yo tenía unos 17 años; lo vi a él como el personaje bajo la lluvia en su genial microcuento “Ulises” que yo considero una magistral pieza de nuestra narrativa; lo recordé siempre tan educado y discreto en las lecturas o conversatorios que compartimos; además de reconocer todo el ánimo y apoyo que me brindó al escuchar mis poemas y a animarme para que escribiera artículos sobre literatura y artes visuales, en el fondo si hay algún mérito en mis letras, le deben mucho a Castelar, su amorosa opinión y motivación, igual que a Rigoberto Paredes y a esos amigos cercanos que guardo conmigo en este exilio voluntario en las montañas de Lempira.

He visto estos días las múltiples expresiones de pesar por la muerte de Castelar, cuánto le han querido y cuánto lo marginó el poder en este país por el oficio de escribir. Me conmovió salir estos días y que más de doce personas: docentes, empresarios, jóvenes, me hablaran de Castelar y me dieran referencias precisas de su poesía, me gustó que aún en esta lejanía de Gracias, Lempira, le hayan leído y lo recuerden. “Me iré así,/como un camino entre piedras,/ como el río/en medio de los árboles,/como la hormiga con su hojita/al hombro, como el niño/ que muere”, escribió Castelar, una suave noción del destino de un poeta amoroso; “¿De qué estás hecha tú?/Eres viento cuando te canto,/ carne cuando te poseo,/ olvido cuando callas,/muerte cuando no vienes”, porque su poesía merece otras lecturas y nuevos calificativos, no solo política y popular, sino reflexiva como sus últimos libros, existencial a veces, pero siempre leal a aquel primer ideal de un país que aún se puede dibujar con lo mejor de sus hombres y mujeres: sus palabras, su trabajo, su poesía.