Siempre

Colombia, ¿un país sin futuro?

Una economía devastada, una paz sin discípulos, una corte de aduladores a sueldo que dicen ser el gobierno, una nación sin esperanza... describen a Colombia

16.09.2017

El 9 de abril de 1948 después del mediodía asesinaron, en el centro de Bogotá, a Jorge Eliécer Gaitán, un caudillo liberal carismático, controvertido y que había sido casi todo en la política de su país. Arrastraba a millones, tenía una oratoria incendiaria y sus discursos causaban un fuerte impacto, especialmente en la oligarquía colombiana, a la que fustigaba sin compasión, y en los conservadores, sus adversarios políticos de siempre.

A nadie dejaba indiferente su vehemencia y la pasión con la que exponía de sus ideas. Fue, quizá sin saberlo, uno de los primeros populistas del siglo XX. Cuando lo mataron, Gaitán tenía numerosos enemigos en la sociedad colombiana de entonces, pero también en el exterior.

Eran los tiempos de la Guerra Fría y América Latina era el patio trasero de unos Estados Unidos que no pensaban dejar que el comunismo floreciera en las puertas mismas de su nación. Gaitán pudo haber sido asesinado por cualquiera de esos enemigos; su magnicida, Juan Roa Sierra, fue despedazado tras el crimen por una turba irracional, desenfrenada y salvaje tras el crimen.

De su forzado silencio nacieron numerosas elucubraciones, teorías fantasiosas, tramas novelescas y absurdas conspiraciones. Pero nada de nada es serio y cierto, solo la sombra de la duda y la sospecha de la traición más cercana.

Una vez muerto Gaitán, Colombia despertó por un instante fugaz con una ira, un odio y una violencia irracional que quizá dormía desde hacía siglos escondida en la lacerante noche de los tiempos en que se veía sumida esta nación siempre aletargada, aplatanada, sometida y oprimida por los poderosos.

El Bogotazo destruyó una buena parte del patrimonio histórico de la capital, causó miles de muertos, llevó a Colombia al borde de la guerra civil, sembró las semillas para una violencia que dura hasta hoy y destrozó las expectativas para que el país se hubiera convertido en un sistema político moderno, desarrollado y civilizado.

Desde entonces, desde ese instante en que sonaron los cuatro balazos en la carrera Séptima que asesinaron al caudillo liberal -¡mataron a Gaitán”, gritaban las masas enloquecidas ese día- aparecieron en Colombia casi todos los grandes males que nos consumen hasta hoy. La pesadilla, tras la primera conmoción, apenas comenzaba y nadie pudo imaginar entonces que lo peor estaba por llegar, que aquella muerte y sus consiguientes males eran tan sólo el preludio de la gran tragedia que se abatiría en el país en las próximas décadas.

Irrupción de las guerrillas
Irrumpieron en las selvas, montañas y veredas las guerrillas gaitanistas; el gobierno conservador fue incapaz de atender las demandas necesarias que el país exigía en las calles; los militares auparon al poder al general Rojas Pinilla; después la oligarquía bogotana le desalojó de Casa Nariño y le mandó al exilio; se fundó el inútil Frente Nacional -que ni era un frente propiamente dicho ni, por supuesto, nacional-; los partidos tradicionales, el liberal y el conservador, se repartieron durante años el poder, los privilegios, las prebendas, las embajadas y los negocios; ambos juntos, pues eran la misma inmundicia, les robaron las elecciones a la Alianza Nacional Popular (ANAPO) y después se sucedieron, como en una opera bufa interminable, varios presidentes de la misma catadura política, moral y ética: una cuadrilla de rufianes y sinvergüenzas sin pudor dedicados al saqueo de las arcas del Estado y entregados al servicio, como vulgares lacayos, de una oligarquía voraz, rapaz, egoísta e incapaz de compartir una parte de sus dividendos con un pueblo hambriento y cansado de esperar en la cola de la historia.

Luego llegó el trío calaveras, los presidentes Gaviria, Samper y Pastrana, la guinda de la tarta que le faltaba a Colombia tras décadas de atraso secular, subdesarrollo crónico y ausencia de un proyecto colectivo. Más de lo mismo.

Unos años de Uribe, con ciertos avances en seguridad y atisbos de poner coto a tanto despropósito, acabaron como el rosario de la aurora que se dice vulgarmente y nos trajeron a ese tahúr del Misisipí que es el presidente Santos.

El hombre que convirtió a la paz en la llave de Mándala que debería abrir las puertas del universo y resolver de una vez por todas los problemas de Colombia.

Pero nada de eso llegó, sino que tuvimos que conformarnos con una economía devastada, una paz sin discípulos, una corte de aduladores a sueldo que dicen ser el gobierno de la patria, una nación sin esperanza y los jóvenes huyendo ante la falta de expectativas al grito de ¡sálvese quien pueda! Nada de nada, nada de ti, nada de mí, una brisa sin aire, como dice la letra de la cantante española Cecilia.

Tan sólo el desolador triunfo de la vacuidad en todos los sentidos y la exhibición de una superficialidad rayana en la estupidez, los dos rasgos definitorios de la peor oligarquía de América Latina, en palabras del dictador Hugo Chávez, que a veces hasta atinaba a decir algo sensato en medio de sus interminables bravatas y majaderías.

La mayor parte de los gobernantes y representantes de Colombia dicen ser servidores públicos, ¡ya quisieran!, son vulgares lacayos vendidos al mejor postor. No tienen ideología, las tienen todas con tal de seguir en la rosca y que les den plata. Qué tropa de miserables.

El sueño de un verdadero cambio, tal como lo soñara Gaitán, chocó con la realidad. El régimen del que hablaba Álvaro Gómez sigue habitando entre nosotros y goza de una salud notable; sigue mostrando una fortaleza inextinguible para destruir los mejores talentos y aupar a los mediocres y a los más ineptos a las copas del poder. Podría haber sido otro destino el que le esperaba a Colombia, pero no fue así y ese es el mundo, amigo, que decía el poeta García Lorca.

En lugar de esa esperanza de Gaitán, para desgracia de todos, quedó esta caricatura burlesca, deformada, ridícula, patética e injusta que es el sainete político que se representa en este país desde hace décadas y que algunos llaman -sin sonrojarse- democracia porque sacan cada cuatro años unas urnas polvorientas de unos almacenes hediondos para que voten sus resignados súbditos. Qué tristeza.