Crímenes

Crímenes: El caso del esposo desaparecido (Parte II)

¿Qué tan cierto es aquello de que el DIN no se equivocaba nunca?
04.02.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Resumen

Un hombre desaparece cuando va de la casa de su amante a la de su esposa y en dos días nadie sabe nada de él. Un teniente del Departamento de Investigación Nacional (DIN) está seguro de que el hombre fue asesinado y tiene a una sospechosa, pero todavía no lo puede probar. Lo raro es que aquella mujer no le tiene miedo ni a las amenazas ni a las torturas y el teniente está confundido. Mientras tanto, la esposa, desesperada, lo busca por todas partes.

Revista Siempre: El caso del esposo desaparecido (parte I)

Teniente

“Este hombre no va a aparecer jamás –dijo el teniente, mientras el chofer ponía en marcha el Jeep Toyota del DIN–; le voy a dar una semana a esta mujer y si no confiesa nada le vamos a sacar la verdad con unos cuantos toques eléctricos”.

“Por mí que ya la hubiéramos llevado, mi teniente”.

El sargento no era hombre al que le gustaba perder el tiempo.

“¿Y si se nos fuga, señor?” –preguntó un agente.

“Pónganle vigilancia las veinticuatro horas –respondió el teniente–; si se atreve a escapar entonces es que es culpable y va a pagar caro haberse burlado del DIN”.

Pero aquella mujer que apenas salía de su casa no dio muestras de querer escapar. Una sola vez salió a la calle y fue para ir a casa de su rival, esto es, a casa de la esposa de Marcos, a preguntar si se sabía algo de él.

“Vos debés saber mejor, perra quitamaridos –le dijo la esposa ofendida–; para mí que ya te lo hartaste y ahora te estás haciendo la nueva…”

Era miércoles y nada se sabía del esposo desaparecido. Es más, en la colonia San Miguel empezó a correr el rumor de que la “querida lo había matado, que lo descuartizó después y de que había vendido los pedazos en el mercado”. Por supuesto, el negocio de la mujer se vino abajo y para el viernes, los tres cerdos que destazó se quedaron en su casa. Nadie quería saber nada de ella. Y, para colmo de males, el teniente del DIN regresó con sus hombres.

“Vamos –le dijo el oficial–, queremos hablar con usted”.

Para entonces la mujer estaba débil emocionalmente y no dijo nada. Cuando se bajó del Jeep en el barrio Los Dolores, lloraba.

En el DIN

“¿Vas a hablar con nosotros?” –le preguntó uno de los especialistas en interrogación del DIN mientras le daba algunos golpecitos en uno de sus brazos con una varilla de acero.

“Yo no tengo nada que decir”.

“¿Vos mataste a tu amante?”

“Ya les dije que no”.

Después del golpecito número treinta la mujer empezó a sentir un dolor agudo en el brazo, pero el agente no se detuvo. Cuando empezó a gritar, el hombre no se inmutó.

“¿Vas a decir la verdad?”

“Yo no lo maté” –dijo la mujer, bañada en sudor.

“Vos lo destazaste y lo vendiste en el mercado”.

“No, yo no le hubiera hecho daño nunca… Yo lo quiero”.

El general

“Mire Carmilla, tal vez los métodos del DIN no eran los mejores ni los más humanos, pero eran efectivos, y nosotros solo ‘trabajábamos’ a los delincuentes recalcitrantes o a los sospechosos que se las tiraban de valientes. En la mayoría de los casos la gente declaraba libremente, sin embargo, aquella mujer jamás aceptó las acusaciones que le hacíamos, siempre dijo que ella lo quería y que no lo hubiera matado nunca. Lo peor es que casi se nos muere y la tuvimos que ir a dejar al Hospital Escuela. Estuvo allí casi un mes y cuando iba a salir, mi coronel nos ordenó que la dejáramos en paz, y con álvarez Martínez no se jugaba”.

El general une los dedos de las manos sobre su abdomen, estira las piernas y suspira, como si le agradara volver a aquel tiempo en que las Fuerzas Armadas eran todopoderosas.

“¿Volvió a hablar con la mujer?”

“No, y no volvimos a saber nada del hombre. Era como si se lo hubiera tragado la tierra”.

“¿No apareció nunca?”

El general sonríe.

“La Biblia dice que no hay nada oculto que no haya de ser manifestado –responde–, pero tenían que pasar más de treinta años…”

“¿Para qué?”

“Para que se volviera a saber algo de Marcos, el esposo desaparecido”.

El árbol

El enorme árbol de mango estaba viejo: Su tronco, grueso y nudoso, se estaba descascarando y parecía que moría poco a poco; algunas de sus largas ramas estaban podridas y sus hojas se caían a montones. Pero no fue por eso que decidieron cortarlo. Iban a hacer una cisterna para darle agua a la casa nueva y el árbol estorbaba. Entonces murió, sin embargo, entre sus raíces se escondía un secreto. Cuando los albañiles lo encontraron, salieron de la excavación gritando de miedo.

¿Qué era lo que los hacía correr? ¿Por qué gritaban así? Estas preguntas tuvieron respuesta cuando llegó la Policía.

Hallazgo

El esqueleto estaba en posición fetal, amarrado con los restos de un lazo de nailon que mantenían las piernas pegadas al pecho y la cabeza todavía entre las rodillas. Las cuencas de los ojos estaban llenas de tierra y dos viejos zapatos de plantilla gruesa, llenos de tierra también, seguían calzando los pies. De la ropa quedaban jirones, un pedazo de pantalón en el que se leía la marca Levi’s, una hebilla de acero inoxidable y una bolsa trasera con sus remaches. En esta estaba una billetera, o lo que quedaba de ella, y adentro, los técnicos de inspecciones oculares encontraron tarjetas de presentación, algunos papeles, una libreta de identidad, una lista con varios nombres y una fotografía envuelta en una bolsa de plástico grueso y transparente, con una dedicatoria escrita en tinta roja: “Para Marcos de su amor Josefa, que lo ama con toda el alma”.

El esqueleto era el de un hombre y se llamaba Marcos Ruiz.

“Tiene al menos treinta años de estar enterrado aquí” –dijo el forense.

“¿Treinta años, doctor? –preguntó un detective de homicidios–. ¿Tanto tiempo?”

“Así es, y si aprovechan el tiempo, creo que entre los curiosos van a encontrar a alguien que conoció a este hombre”.

Recuerdos

“Yo conocí a Marcos –dijo un anciano calvo y desdentado–, era el marido de Josefa, la “chanchera”, o sea, la que destazaba chanchos en la colonia… Pero estaba casado con otra mujer que se llamaba… Cruz, si no estoy equivocado… Un día desapareció y no lo volvieron a ver. La gente decía que Josefa lo había matado y hasta el DIN metió las narices en el caso, pero nada…”

“¿Usted sabe de quién era esta casa?”

“Mire, aquí vivía una familia que le decían los galleros, creo que eran Aguilares de Orocuina…”

El detective se dirigió al dueño de la casa.

“Usted dice que le compró la casa a Julián Aguilar” –le dijo.

“Así es”.

“¿Dónde lo podemos localizar?”

“Vive en la casa de al lado”.

Julián

Era este un hombre de cuarenta años, serio, no muy alto y de piel trigueña. Les dijo a los detectives que la casa era de su papá, que allí había crecido la familia, tres hermanas y cinco hermanos, y que no tenía ni idea de cómo llegó Marcos a aquel lugar.

“Esa fue la letrina de la casa por muchos años –agregó el hombre–, pero un día mi papá la selló y sembró un árbol de mango, ese que cortaron los albañiles”.

“¿Conocía su papá a Marcos Ruiz?”

“No sé… tal vez si le preguntan a mi mamá”.

La señora

Era esta una mujer de setenta y tres años, alta, delgada, llena de canas y de rostro surcado por largas arrugas. Estaba sentada en una silla mecedora en el corredor trasero de la casa de su hijo.

“¿Podemos hablar con usted, señora?”

La voz del detective era suave y respetuosa. La mujer, con los ojos grises, se dignó a mirarlo.

“¿De qué?” ?le preguntó.

“Quisiéramos saber si usted conoció a Marcos Ruiz –musitó el policía–, el hombre al que hallaron los albañiles en el patio de la que fue su casa”.

La anciana cerró los ojos, algo parecido a un suspiro salió de su pecho cansado y, luego de largos segundos, preguntó:

“¿Por fin lo hallaron?”

Por un momento, el detective no supo qué decir.

“¿Qué quiere decir con eso, señora?”

“Se perdió hace treinta y dos años”.

“Sí”.

“Era el amante de la chanchera…”

“Dicen que fue ella la que lo mató”.

La anciana sonrió. Las arrugas de sus labios se estiraron un poco y sus ojos brillaron, pero no dijo nada.

“¿Qué sabe usted del caso, señora? ¿Sabe usted quien mató a Marcos y por qué apareció en la que fue la letrina de su casa?”

La anciana siguió en silencio.

Forense

“Este hombre murió estrangulado –dijo el médico, poco después de salir del foso–; creo que lo golpearon con un objeto pesado en la cabeza, romo y pesado, y una vez desmayado, lo asfixiaron. Luego lo tiraron a la letrina”.

El detective sintió que le arrancaban los pelos.

“Si fue así –dijo–, lo golpearon en algún punto entre la casa de la amante y esta casa…”

“Es posible”.

“Hace treinta años estas calles eran solitarias y oscuras… –agregó el detective–. Los vecinos más viejos dicen que el hombre desapareció después de salir de la casa de la amante, que está cinco casas más allá, donde destazaban cerdos… Es posible que alguien lo haya estado esperando en la oscuridad, que lo atacara por la espalda y que, una vez desmayado, lo arrastrara hasta el patio o al interior mismo de esta casa…”

El detective sentía que empezaba a desenredar una madeja.

“¿Por qué el jefe de esta familia selló la letrina y sembró un árbol sobre ella?”

“Esa es una buena pregunta”.

“¿Sería él el asesino?”

“No sabemos”.

“¿Qué motivos tendría para quitarle la vida?”

“¿Ya sabés como se llamaba el dueño de esta casa?”

“José Vicente Aguilar, de Orocuina, Choluteca”.

El forense sonrió, se agachó y con sus dedos enguantados apartó algunos de los documentos que los técnicos encontraron en la vieja billetera. Con sumo cuidado extendió un papel amarillento y luego siguió con la libreta de notas, cuyas páginas se conservaban en regular estado. El detective estaba cerca de él.

“Marina de Aguilar –leyó el médico–, tres mil doscientos lempiras”.

El detective miró al doctor sin saber qué decir.

“¿Quién es Marina de Aguilar?”

“La esposa del dueño de la casa, don José Vicente Aguilar, de Orocuina”.

“El dueño de la casa y la víctima se conocían” –dijo.

“Más bien parece que la mujer del dueño de la casa y Marcos Ruiz se conocían, y, según esto, ella le debía dinero…”

“Tres mil doscientos lempiras de aquel tiempo… Una fortuna”.

“Algo por lo que mucha gente está dispuesta a matar”.

“Sobre todo si no quiere pagar”.

“Pero no creo que la señora haya sido la asesina”.

“Tal vez no”.

La anciana

“Mi esposo murió hace diez años –dijo la señora, meciéndose suavemente en su silla–; lo mataron en una cantina que tenían unos chinos en la colonia… ¿Para qué hablar de él?”

“Solo queremos saber qué fue lo que pasó entre Marcos Ruiz y él, señora… y entre Marcos Ruiz y usted”.

La anciana abrió los ojos.

“Usted le debía dinero –dijo el detective–; más de tres mil lempiras de aquel tiempo”.

La anciana no dijo nada.

“Usted puede ayudarnos” –insistió el policía.

Ella lo miró.

“¿Por qué mató su esposo a Marcos Ruiz?” –dijo el detective, de repente, esperando que la señora reaccionara, sin embargo, esta siguió meciéndose sin mostrar la menor emoción.

El detective esperó unos segundos.

“Sabemos que lo esperó en la oscuridad de la calle, como a eso de las siete de la noche –dijo, después de ordenar sus ideas–, y sabemos que lo atacó con un garrote pesado, que después lo arrastró hasta la casa y que allí lo estranguló; luego lo tiró en la letrina y al día siguiente la llenó de tierra y sembró allí un árbol de mango… Y usted sabe muy bien por qué fue… ¡Porque usted le debía dinero y usted y su esposo no le querían pagar!”

La señora pareció resucitar.

“Si eso es lo que usted cree” –le dijo.

“Usted puede aclarar las cosas y limpiar el nombre de Josefa…”

“¿Qué me puede importar esa mujer a mí? Yo no sé como los del DIN no la mataron”.

El detective se estremeció.

“¿Usted odiaba a la chanchera?” –preguntó, arrugando la frente y viendo directamente a la anciana–. ¿Por qué la odiaba?”

Ella no contestó.

De pronto, el detective dio un grito.

“Usted recibía dinero de Marcos Ruiz, tal vez su esposo no lo sabía, usted y Marcos Ruiz quizás tenían una relación que no era precisamente de negocios, y por eso usted odiaba a la chanchera y hasta deseaba que los del DIN la mataran… ¿Por qué? ¿Es que usted y Marcos Ruiz también eran amantes?”

La señora suspiró, cerró los ojos y puso la cabeza en el espaldar de la silla. Algo parecido a dos lágrimas corrieron por sus mejillas.

“¡Por fin se terminó este infierno! –musitó–. ¡Gracias a Dios!”

“No le entiendo, señora”.

“Todo fue como usted dice –respondió ella–. Viví a??os con el cadáver de Marcos en mi patio… como si Dios quisiera que no olvidara mi pecado…”

Hizo una pausa, se limpió las lágrimas con el dorso de una mano arrugada y cadavérica, y concluyó:

“Por algo el mango nunca dio frutas”.

Revista Siempre: Con la soga al cuello (Parte I Y II)