Crímenes

Grandes Crimenes: Complicidad siniestra

13.08.2016

Este relato narra casos reales. Se han cambiado los nombres.

Nota inicial
Deseo comenzar el caso de hoy agradeciendo a los lectores y lectoras de esta sección su fidelidad de cada domingo, especialmente a aquellos y aquellas que se consideran “carmilla-adictos”, a quienes coleccionan los casos desde hace años, a quienes nos escriben con frecuencia y a quienes han leído los libros “El asesinato de la rama de fhicus” y “La máscara del mal”. Lectoras fieles como la doctora Claudia Cruz, anestesióloga del Seguro Social; lectores adictos como Javier Leonel Díaz Zelaya, y los miles más que no se pierden esta sección de diario EL HERALDO. Gracias sinceramente.

Carla
“¿Qué podía hacer yo para defenderme? ¿Qué podía hacer para evitar que aquella bestia maldita siguiera abusando de mí?”.

La mirada de la mujer se pierde en el suelo; es una mirada llena de ira y de dolor, pero más de impotencia. Las lágrimas no tardan en humedecer los ojos y corren por las mejillas, que se han puesto pálidas de pronto. La respiración de la mujer se agita y su corazón late con fuerza en su pecho. Tiene los puños apretados cuando agrega:

“Lo peor de todo es que cuando le dije a mi mamá que su marido me estaba tocando mis partes, me pegó en la cara una cachetada y después me dio con una faja…”

Nuevo silencio. La cólera es cada vez más feroz.

“¡Era mi madre –grita la mujer, de pronto– y no me creyó! Al día siguiente, cuando mi mamá se fue al trabajo, mi padrastro se quedó conmigo y se rio de mí…”

Carla me mira y sus ojos son aterradores. Ahora están rojos y hay fuego en ellos.

“¡Ajá, Carlita! –le dijo su padrastro, sonriente, a la vez que se le acercaba despacio–, así es que le dijiste a tu mamá… ¡Vaya! Pues, ni te creyó… y mirá lo que te pasó…”

Carla trató de soltar su brazo de la mano de hierro que empezaba a arrastrarla hacia el dormitorio, quiso resistirse, pero él era más fuerte, y ella apenas había cumplido los cinco años.

“Me violó –dice Carla–, me violó y yo no pude ni gritar porque me tapó la boca con una mano. Después, me metió al baño y él mismo me limpió, pero ese mismo día me violó dos veces más… Cuando mi mamá regresó del trabajo, yo estaba encerrada en mi cuarto y a nadie le importó que yo no apareciera… Esa noche no cené y tampoco desayuné al día siguiente… No vi a mi mamá sino hasta esa tarde, pero no le dije nada. No me iba a creer y era seguro que me golpearía… Lo peor de todo esto vino un año después, cuando mi tía, hermana de mi madre, le reclamó”.

“¿A vos qué te importa? –le contestó mi mamá–. Si ella es mujer de mi marido, solo a nosotros nos incumbe, y así somos felices… ¿Es que creés que no lo hace con su gusto?”

“¿Pero es que no ves que solo es una niña de seis años?”

“¿Y eso qué? Seis años o sesenta años, lo mismo da, y si a mí no me importa, mucho menos debe importarte a vos…”

“Mi tía no dijo nada –agrega Carla–, y el abuso siguió por años. Cuando cumplí dieciséis no aguanté más, pero tenía miedo de todo y no tenía para donde irme. Además, si me iba de la casa, ellos me buscarían y me matarían… Entonces decidí hacer algo… Iba a envenenarlos a los dos…”.

Opinión
El abuso sexual a menores es una de las formas más siniestras de violencia, es uno de los delitos más execrables y, por desgracia, los que menos castigo reciben. Se calcula que por cada caso que es judicializado, nueve quedan en la impunidad y diez más no se denuncian jamás.

Róger
Hacía calor en Támara, la cárcel de varones parecía más atestada que nunca y todo transcurría como cada día. Róger, sentado en una banca de madera, fumaba pensando sabe Dios en qué. Tenía diez días de estar allí, lo habían capturado después de que una persona anónima lo denunció por abusar sexualmente de su hija de nueve años y esperaba juicio. Su principal testigo era su esposa, que lo amaba más que a nada en el mundo, y él confiaba que con su testimonio saldría en libertad.

“Esta niña es una mentirosa, abogada –le había dicho la mujer a la fiscal que acusó a su marido–; desde chiquita es una picarita y ahora le dice eso a ustedes solo porque mi esposo no la deja andar de libertina como las demás compañeritas… Mire, si hasta un cigarro le encontré en la mochila el otro día, y si no le quemé el pico es porque el pastor de la iglesia me dijo que la tratara con amor y no con rigor… Pero eso de que mi marido abusa de ella es mentira… Ni que el hombre fuera un animal”.

Después de la captura de su padre, la niña fue ingresada a un refugio de menores “porque su mamá no la podía ni ver”.

“La niña presentaba ruptura de himen antigua –dice la fiscal–; el forense era de la opinión que la niña tenía relaciones sexuales desde hacía varios años, unos tres o cuatro… En el albergue donde estuvo tres días no se portó muy bien que digamos… Varias compañeras dijeron que le gustaba jugar de “papá y mamá” con otras niñas y una de las consejeras dijo que era una ni?a precoz… El problema fue que no pudimos armar bien el caso porque ella escapó del albergue y hasta hoy no se sabe nada de ella… Con eso, el papá salió de la cárcel porque no pudimos sostener la acusación…”

Pero los días que Róger estuvo en Támara fueron un infierno para él.

Esa mañana fumaba sentado en la banca, pensando solo Dios sabe en qué, cuando se le acercaron tres hombres. Uno de ellos, el que parecía el jefe, le había hecho una señal al más cercano y este le silbó al otro, luego se le unieron dos más.

“Ajá, papa –le dijo el primero–, así es que estás en el ‘tavo’ por violador de niños”.

“Róger se puso de pie, soltó el cigarro y se tragó el humo. Uno de los hombres se le acercó, le puso un puñal en un costado y le dijo:

“Tranqui, papa; no te atrevás a dar ni un grito…”

Los otros hombres lo rodearon.

“Caminá” –le dijeron.

Róger quiso resistir, pero la punta del puñal se hundió en su carne. El dolor lo hizo ceder.

“Ahora vas a ver lo que les hacemos aquí a los violadores de niños” –le dijo el jefe. Róger tembló. Más que caminar, lo arrastraban.

Lo que vino después no lo olvidará jamás. Lo violaron uno después de otro. Al atardecer estaba tirado en el suelo, en medio de un charco de sangre y heces, casi desmayado. Así lo encontró un policía penitenciario y así siguió por más tiempo hasta que lo llevaron a la enfermería. De aquí lo trasladaron al Hospital Escuela. Allá estuvo los siguientes tres meses. Cuando se recuperó ya estaba en libertad.

“¿Dónde está ahora?” –le pregunté al oficial de la Policía que conoció su caso.

“Regresó a su casa, pero no sabemos nada de él desde hace años… Yo creo que aprendió la lección”.

“¿Y la niña?”

“De ella no se volvió a saber nada… Escapó del albergue y a nadie le interesó saber qué fue lo que pasó con ella…”.

Miriam
“Tres años estuve presa –dice Miriam, una mujer pasada de libras, alta, trigueña, de rostro redondo y mirada huidiza–; y esos tres años me los eché al lomo pagando un vivo… Esas son las injusticias de la vida… El maldito era mi padrastro, tenía dos hijos más con mi mamá y a mí me veía como su mujer… Empezó bañándome, cuando yo tenía apenas tres años, después es que quería dormir conmigo y terminó tocándome… A los seis años me violó… Yo no le dije nada a mi mamá porque él me dijo que nos iba a matar si yo abría la boca, y así me tuvo hasta los quince… Allí fue cuando mi mamá se dio cuenta… Yo estaba embarazada y ella me obligó a que le dijera de quién era el niño. Me pegó con el palo de una escoba y me arrastró por toda la casa, hasta que le dije la verdad, pero no me creyó, y me pegó más fuerte… Allí fue donde se me cayó el niño. Me llevaron al hospital y estuve allí cinco días, como no tenía donde ir, regresé a mi casa, y dos meses después empezó todo de nuevo. Pero ahora mi mamá ya sabía lo que pasaba, y no le importó… Me dijo que yo era una p…, que su marido era hombre y que si yo me le metía, él no tenía la culpa… Y el muy maldito llegó al colmo de abusar de mí en la misma cama de mi mamá y delante de ella, hasta que ya no aguanté y le metí tres puñaladas en el pecho… Fue cuando cumplí dieciocho años… La DIC me agarró un año después y me acusaron de un montón de cosas… Pero él no se murió y yo estuve tres años presa, tres largos años… Hoy, cuando recuerdo lo que pasé por culpa de mi padrastro siento odio, un odio que me hace hervir la sangre… Odio contra él y contra mi propia madre… Ella llegó a aceptar que su marido me hiciera esas cochinadas y nunca me protegió… Lo más horrible es que no vivo una vida en paz, no puedo tener una relación estable, siento que los hombres solo me utilizan y se burlan de mí, y los rechazo, aunque a veces me da miedo estar sola… No sé que hacer, tengo dos hijos y los protejo con mi vida… Jamás le permitiría a un maldito que me les haga daño…”.

La mujer hace una pausa, toma aire y trata de sonreír, pero su sonrisa es una mueca triste.

Nota final
¿Cuántas historias como esta faltan por contar? ¿Cuántas víctimas como estas sufren día a día la tortura del abuso que las marcó para siempre? ¿A cuántas se les hará justicia algún día? ¿Cuántas madres serán cómplices siniestras de estos criminales?

Además, de nuestra investigación
'Había otro 'poli' que solo me vio y no dijo nada. El carro arrancó y yo me quede atrás, pensé que iba para la posta.

Como yo crecí en la Kennedy yo conocía la ruta, así que vi clarito cuando agarró como para el cerrito que le dicen de La Felicidad.

Ahí... ese hombre me bajó de un empujón y el otro se fue por atrás para agarrarme.

Yo luché, pero era flaquita, bueno así como me ve, así he sido siempre, medio desnutrida...' Sigue la lectura en este enlace.