Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El sargento don Macario

20.02.2016

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado algunos nombres.

Preguntas

¿Por qué causa aquel hombre alto, fornido, joven y fuerte odiaba tanto a don Macario? ¿Qué motivó su obsesión en contra del anciano sargento de las Fuerzas Armadas? ¿Qué derecho tenía para querer quitarle sus tierras, tierras que el sargento había adquirido con el esfuerzo de sus manos y que hacía prosperar con sacrificio, dedicación y esfuerzo? ¿Por qué actuar con maldad en contra de un anciano débil e indefenso? ¿Por qué golpearlo sin provocación alguna? ¿Por qué matarlo de aquella forma grotesca? ¿Qué pasaba por la mente de José Julián?

Nadie en todo Marcala y en sus aldeas y caseríos podría decir que don Macario provocó la ira de aquel hombre, y a nadie que tuviera cuatro dedos de frente se le hubiera ocurrido pensar siquiera en hacerle daño a aquel hombre que había envejecido trabajando su tierra después de que dejó el ejército. Es más, nadie, de buen o de mal corazón, podría asegurar jamás que don Macario le había hecho daño a alguien, ni siquiera a un animal, y esto, a pesar de que era uno de esos sargentos de cerro, de esos militares de antes, formados bajo la disciplina de hierro de la guerra con El Salvador, de la lucha contra los comunistas y de la guerra fría. Entonces, ¿por qué hacerle daño a aquel anciano que solo deseaba vivir en paz sus últimos días? ¿Por qué?

Abogados

“Es un hombre pobre, doctor –dijo el abogado, devolviendo su taza de café al plato, viendo directamente a los ojos al doctor Denis Castro Bobadilla–; es más, es un anciano, doctor, un hombre de ochenta y seis años…”

“Y, ¿qué querés que haga yo?”

“Que me ayude”.

“¿A qué?”.

“A defenderlo…”

“Ya lo estás defendiendo vos…”

“Necesito ayuda, doctor; es un caso sencillo en apariencia pero que la Fiscalía está convirtiendo en todo un crimen, en un caso terrible y quieren pedir treinta años de cárcel para él. ¿Se imagina usted?”

“Ya leí el expediente…”

“Doctor –lo interrumpió el abogado–, él señor no puede pagar sus honorarios, por eso le pido que nos ayude ad honorem…”

“Mirá, muchacho –respondió el doctor Castro, después de ver el rostro angustiado del abogado–, no todo es dinero en la vida… Vamos a defender al señor…”

“Gracias, doctor”.

“¿Dónde está?”

“En su casa. Dos años hace que no puede salir ni a la calle de enfrente. Tiene residencia por cárcel. La Fiscalía le exigió al juez que lo mandara a la cárcel de Támara… ¿Qué le parece a usted?”

El doctor Castro suspiró.

¿Qué más puede esperarse de fiscales entrenados para ser verdugos? ¿Qué más puede esperarse de un Ministerio Público sin timón y sin timonel? ¿Qué más podía esperarse? Pues, lo de siempre. Que los acusados se pudran en las cárceles en espera de juicios que deberían ser justos por expeditos, pero…

El sargento

De baja estatura, delgado, blanco el pelo, piel curtida y marcada por las arrugas del tiempo y del sufrimiento, vestido pulcramente con un pantalón caqui y una camisa blanca, nítidamente blanca, almidonada y reluciente. Estaba sentado frente a los jueces, esperando, viendo de vez en cuando hacia donde estaba el doctor Castro, como si al ver a su defensor cobrara fuerzas.

“Don Macario –le dijo el juez que precedía el tribunal–, se le acusa de haber dado muerte al señor José Julián…”

Don Macario se puso de pie de inmediato.

“Don Macario –dijo el juez, interrumpiéndose–, no es necesario que se ponga de pie para responder… Puede seguir sentado”.

El anciano miró al doctor Castro.

“Don Macario –le dijo el doctor–, el señor juez lo autoriza para que responda sentado… No es necesario que se ponga de pie cada vez que el señor juez le dirige la palabra”.

Don Macario no se inmutó.

“Puede sentarse, don Macario” –agregó el juez.

“Señor juez –dijo don Macario con voz suave, pero firme–, usted es la autoridad aquí y yo no puedo estar sentado frente a usted”.

“Lo entiendo, don Macario –replicó el juez–, pero en atención a su edad, y por respeto a usted, este tribunal le permite responder sentado”.

Don Macario volteó a ver al doctor Castro. Este se limitó a sonreírle. Don Macario se sentó, despacio, indeciso.

“Hemos escuchado la acusación del fiscal del Ministerio Público –agregó el juez–. ¿Cómo se declara usted, don Macario?”

El anciano se puso de pie. El juez sonrió.

¿Qué pasaba en la mente de aquel señor? ¿Por qué no acataba las disposiciones del tribunal?

“Puede seguir sentado, don Macario”.

“Por favor, señor juez –dijo el anciano–, le pido humildemente que me perdone si no lo obedezco. Yo soy un soldado. Entré al ejército en los años sesenta y hasta que me retiré como sargento guardé el debido respeto para con mis superiores. Me enseñaron a responderle a mi superior hablando de pie, y usted es aquí mi superior, señor juez, y por eso, por más que quiera quedarme sentado, siento que le falto al respeto si no me pongo de pie para dirigirme a usted.

Yo ya peino canas, señor, soy un viejo y dentro de poco ya no estaré en esta tierra, pero la disciplina que me inculcaron en el ejército es algo que me llevaré a la tumba, por eso le pido que me permita seguir de pie cuando le responda porque me sentiría muy mal si le contesto sentado, irrespetando su jerarquía y su superioridad como autoridad sobre mí”.

Las palabras salieron como una súplica de la boca desdentada de don Macario y el juez se rindió. El anciano había visto varias veces al doctor Castro, buscando su aprobación, y ahora espera nervioso y atento la respuesta del juez.

Confesión

“Yo lo maté, señor juez –añadió el sargento–, y Dios sabe cuánto me arrepiento de haberle hecho daño a un semejante, a un ser humano. El mismo Dios es testigo de que yo jamás le he hecho mal a nadie, ni siquiera a un animalito, y que si hice lo que hice fue en un impulso natural, en un arranque por defender mi propia vida”.

El tribunal estaba en silencio. El silencio también podía palparse en la sala. Era una mañana extrañamente fresca en Comayagua, hasta donde habían trasladado el juicio contra don Macario desde los juzgados de Marcala.

“El Ministerio Público quiere que se pudra en la cárcel” –comentó un periodista.

“Ya veremos” –respondió otro–. ¿Ves que lo defiende Denis Castro Bobadilla?”

“¿Y eso qué? El viejo se declaró culpable, dijo que lo mató…, ¿entonces? Ni Denis Castro le quita treinta años de cárcel de encima”.

“Yo no estaría tan seguro –replicó el otro–; peores casos le he visto al doctor Castro y siempre ha salido bien… ¿Te acordás de aquel chofer de bus de una universidad al que una estudiante lo acusó de haberla violado?”

“¿La que llegó sangrando por la vagina a su casa?”

“Esa. El doctor probó ante los jueces que ella estaba teniendo sexo consentido con él en un asiento del bus, ella estaba arriba y como el hombre era un poco malcriado de la parte, pues le rompió no sé que cosa adentro del útero, y ella para que no dijeran los papás que era una buena picarona, dijo que él la había violado. Y el doctor Castro lo salvó de la cárcel…”

“Bueno, eso era fácil, pero este juicio es un homicidio, el viejito mató a José Julián”.

“Ya veremos”.

Juicio

La sala estaba llena. En un lugar especial estaba la esposa de don Macario, preocupada por él. Vestía un hermoso vestido floreado, largo, de falda amplia y colores vivos sobre el que ceñía un delantal celeste con flores bordadas; lucía trenzas en su pelo gris, pero había angustia en su rostro cansado y marcado por las arrugas.

Tenía casi setenta años de estar con don Macario y era para don Macario su niña, su esposa querida, su compañera de vida, la ayuda idónea que Dios puso a su lado. Y aquel día lo amaba como en el primer momento. Y sufría por él. Pero él estaba allí, valiente, firme, digno, confeso y dispuesto a asumir las consecuencias de sus actos.

“Desde que él llegó a ser mi vecino, señor juez –dijo don Macario, después de una larga pausa–, se hizo mi enemigo, y yo nunca supe por qué o qué razones tenía para tenerme mala voluntad. Él me dañaba mi cerco, me dañaba mis plantitas de huerta y me amenazaba de muerte.

Yo nunca busqué pleito con él, pero, a pesar de que quería evitarlo, él siempre me hostigaba. Busqué la autoridad, pero la autoridad no hizo nada para llamarle la atención, entonces dejé las cosas en las manos de Dios… Por desgracia, el diablo se metió en medio y pasó lo que pasó”.

La voz del anciano era firme, seguía de pie frente al juez y de cuando en cuando miraba al doctor Castro que, desde el lugar de la defensa, lo veía satisfecho.

“Solo diga la verdad, don Macario –le había dicho el doctor–; diga palabra por palabra lo que pasó hasta ese día… Lo demás es asunto de su defensa…”

“Yo confío en usted, doctor”.

“Confiemos en Dios, don Macario. Él es justo”.

“Ese día yo venía para mi casa, señor juez –siguió diciendo don Macario–, y me encontré con él. Estaba oscuro por la lluvia, aunque era temprano y cuando lo vi me pareció enorme, como un gigante, y se me acercó para insultarme”.

“¿Qué mal te he hecho yo, papa, para que me insultés así?”

“¿Cuál insultés? –me respondió él–. Me tenés harto, viejo b… Perdón, señor juez, no puedo repetir esas palabras en frente de usted…”

“Entiendo, don Macario”.

“Se me acercó y sin decirme nada más me pegó el primer golpe en la cara. Yo me fui de espaldas y me caí al suelo y yo sentí que se me arrancaba la quijada, señor juez, y era un dolor bien grande. Como pude me levanté. Él me estaba insultando y cuando me levanté, él volvió a pegarme.

Yo sentí que me moría del dolor, señor juez, y le dije que no me golpeara más, que me dijera qué era lo que quería, pero él no me hizo caso, recogió una piedra grande que estaba a la orilla de la calle y se me acercó, la levantó con las dos manos por encima de su propia cabeza y me dijo que ahora sí me iba a morir, que allí mismito él me iba a matar”.

El anciano hizo una pausa, miró al doctor Castro, volteó a ver a su esposa y a sus hijos, que estaban a su lado, y prosiguió:

“Fue un impulso, señor juez –dijo–; fue como un relámpago. Yo siempre he andado mi pistolita, siempre, desde que dejé el ejército, pero Dios sabe que nunca la usé para dañar a un ser humano y menos para quitarle la vida; ni siquiera a un animalito le he disparado con ella, pero allí la andaba ese día, como todos los días, y no sé qué fue lo que me impulsó a sacarla de la cintura. Él, José Julián, ya iba a dejarme caer la piedra en la cabeza y en ese momento yo le disparé. Fue un solo tiro, señor juez, y le quité la vida. Dios es testigo de que yo no quise hacer eso, y ahora me arrepiento de haber matado a un ser humano…”

La voz de don Macario se quebró en este punto.

“Yo le pido perdón a la familia del muchacho, señor juez –dijo, poco después–, y le pido perdón a Dios y a ustedes por lo que hice”.

Estaba a punto de llorar.

“Puede sentarse, don Macario” –le dijo el juez.

Don Macario no tenía nada más que decir.

Final

Los testigos desfilaron frente a los jueces. Todos confirmaron el acoso de que fue víctima don Macario por parte de José Julián. Dos horas después, los jueces dejaron en libertad a don Macario. El fiscal no dijo nada. Comentó, después, que el Ministerio Público no apelaría la decisión de los jueces.

¿Qué pasaba en la mente de José Julián? ¿Por qué atacar a un anciano que no le había hecho ningún mal? ¿Solo Dios lo sabe?