Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: La última cena

¿Cuándo llegará el día en que el ser humano entienda que debemos seguir siempre el camino del bien?
24.10.2021

Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres.

Laura. Era una mujer muy bonita. En realidad era una niña todavía, pero a ella le gustaba sentirse como toda una mujer. Había perdido ya la inocencia, y se ufanaba de eso con sus amigas “porque una mujer debe actuar, ser y sentir como una mujer”. El problema era que apenas tenía doce años.

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No era muy alta; era delgada, de rostro fino, pelo castaño y largo, ojos color miel, grandes y chispeantes, como si la malicia se hubiera encarnado en ellos, y reía con inocente coquetería con dos labios carnosos, rosados y siempre húmedos. Se consideraba bonita, y aquel cambio mental de niña a mujer había sido un salto de mil metros desde el momento mismo en que su madre falleció en el Hospital San Felipe a causa de un cáncer de útero. Era hija única y, al quedar sola con su padre, quiso, en la medida de sus posibilidades, suplir a su madre en las labores de la casa. Sin embargo, su padre, que no deseaba estar solo un año más, se enamoró de nuevo y trajo a la casa a una mujer sencilla, rolliza y de aspecto agradable, lo que no fue del agrado de Laura. Pero su padre tenía una vida qué vivir, y se veía feliz después de guardarle un doloroso luto a su esposa muerta.

Por supuesto, no tardaron los problemas, y Laura se enfrentó a su madrastra. Aun así, pasaron cuatro años, Laura llegó a los quince, se acercó a los dieciséis, y su padre tuvo una nueva familia. En el primer parto de su nueva esposa le vinieron gemelos; en el segundo, un varoncito. A pesar de que eran tres inocentes que no hacían daño a nadie, a Laura le simpatizaban poco.

“Tengo que soportar a esa mujer y a los tres hijos -le comentó a una amiga-; ya días estoy pensando en irme a vivir a Tegucigalpa, a trabajar en casa o a buscarme la vida de lo que sea, pero no quiero seguir allí, aguantando a mi papá, a esa mujer horrible y a esos tres que solo chillar saben”.

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“Pero son tus hermanos -le replicó la amiga-; deberías quererlos”.

“No, si no es que no los quiera, pero quererlos, quererlos, como lo que se dice quererlos, lo que quiero es verlos muertos”.

“Laura, ¿cómo podés decir eso?”

“¡Ay, vos, es solo un decir! Yo creo que más bien me voy a ir a vivir con mi tía, la hermana de mi mamá. Ella me da casa y comida, y dice que me va a poner a estudiar…”

“¿Y por qué no te vas?”

“No sé; es que como que me va a hacer falta mi papá, la casa donde viví con mi mamá… No sé… A ver qué es lo que decido”.

“Deberías pensar distinto”.

“Sí, tal vez, pero no. Yo no quiero a esa gente… Me repugna”.

“¿Y Joche?”

“Ese ya no pinta nada para mí. Solo me fregó, me quitó la inocencia, y pájaro que comió, voló… Y así como me dejó, ya estoy para los perros porque, ¿quién va a querer casarse conmigo si ya no soy virgen?”

“Ah, pero vos decías…”

“Ya sé lo que decía, y ahora creo que metí las cuatro… Pero eso es lo que menos me importa… Es esa mujer de mi papá la que traigo entre ceja y ceja; y esos tres hijos que le tuvo…”

EL REGALO

Laura no durmió la noche anterior, se levantó temprano, lavó el maíz, lo llevó al molino y le ayudó a su tía Mila a hacer las tortillas. Comió sin ganas, y habló poco. Esto fue lo que les dijo a los policías la tía Mila.

“La vi extraña -agregó-, como si estuviera enojada, preocupada y amargada al mismo tiempo, pero no le pregunté nada porque ella hablaba poco, y yo estaba atendiendo a mi esposo que ya se iba para la milpa”.

“¿Vio si tenía algo extraño?”

“¿Cómo así?”

“Bueno, algo que ella guardara con cuidado… A eso me refiero”.

“Pues, en verdad, no. No le vi nada, pero sí estaba rara esa mañana…”

“Ella odiaba a su hermanitos y a su madrastra, ¿verdad?”

“Bueno, tanto como odiarlos, no lo sé, señor, pero no los quería, o es que tenía celos de ellos… Solo Dios sabe”.

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“¿Cree usted que ella haya sido capaz…?”

“¡No, señor! ¡Eso no! Ella es un poco rebelde, ha cometido errores, como todo el mundo, pero es una cipota buena…”

GRITOS

Eran las nueve de la noche cuando se escucharon gritos en casa del papá de Laura. Los niños mayores llamaban a su mamá con fuerza, y cuando la señora se acercó a ellos, uno le dijo que le dolía mucho la barriga. Fue en ese momento en el que la mujer sintió un mareo pesado y trató de agarrarse a una viga de la casa, pero se tambaleó y cayó al suelo, sin sentido. Los niños lloraban a causa del dolor, pero el tercero parecía que dormía. Cuando Marlon lo vio, se dio cuenta de que tenía espuma en la boca y que respiraba con dificultad, como si se estuviera ahogando. Salió a la calle, corrió desesperado hacia donde su vecino más cercano, y este vino con él en un viejo pick up Toyota. Subieron a la mujer y a los niños a la paila, y salieron en veloz carrera para Tegucigalpa. Cuando llegaron al Hospital Escuela, los médicos se dieron cuenta de lo que pasaba.

“Señor -le dijeron al padre-, estos niños están envenenados”.

“¿Envenenados? Eso es imposible. A lo mejor es que se congestionaron con la cena… Yo bien le dije a mi mujer que no les hiciera tortillas de harina en la noche porque les iba a caer pesada”.

“¿Eso fue lo que cenaron esta noche? ¿Tortillas de harina?”

“Sí, con frijoles y huevo picado”.

“Ya. ¿Y sabe si los frijoles y la harina estaban en mal estado?”

“No, señor; no estaban mal…”

“¿Todos comieron tortillas de harina con frijoles y huevo?”

“No, señor; todos no. A mí no me gusta la harina y por eso no comí… Mi mujer me dio con tortillas de maíz…”

“¿Le dio frijoles y huevo?”

“Sí, lo mismo que a los niños, pero en tortillas de maíz porque a mí nunca me ha gustado la harina… Es más, ni pan le como”.

El doctor no dijo nada más, se volvió hacia uno de sus compañeros, mientras dos más atendían a la familia, y dijo:

“Hay que llamar a la Policía”.

“Es envenenamiento, ¿verdad?”

“Sí… Pastillas de curar frijoles. Y hay que ver bien a este señor que dice que solo él no comió tortillas de harina… Me parece que si comió huevo y frijoles, el veneno no estaba en estos alimentos; estaba en la harina con la que la mujer hizo las tortillas”.

“¿Creés que él haya sido capaz de envenenar a su familia?”

“No creo ni dejo de creer… Se han visto casos”.

DPI

No tardaron en llegar dos agentes de la Policía de Investigación Criminal.

“Acaban de morir los niños -les dijo el médico, residente de pediatría-; la madre está entre la vida y la muerte. No creo que se salve…”

“¿Puede hablar?”

“¿Ella?”

“Sí”.

“No, no puede hablar. Ha perdido el sentido… Creo que está en coma… No despertará jamás”.

“Bueno… Hablaremos con el padre”.

“¿Les parece sospechoso?”

“Doctor, estamos ante un caso de envenenamiento múltiple. Tres niños han muerto envenenados con pastillas para curar frijoles, y una mujer está entre la vida y la muerte… ¿Cree usted que fue la mujer la que puso el veneno en la comida?”

“Yo creo que el veneno estaba en la harina con la que hizo las tortillas porque el señor también comió frijoles y huevo, y no le pasó nada; se los comió con tortillas de maíz porque dice que nunca le ha gustado la harina”.

“Sospechoso”.

“Así digo yo”.

“¿Cree usted -preguntó el doctor-, que el padre haya sido capaz de envenenar a su familia?”

“Se han visto casos peores, doctor”.

EL PADRE

Era un hombre sencillo que sufría la desgracia de su familia.

“Aunque no estamos seguros -le dijo el detective-, creemos que su familia se envenenó con pastillas para curar frijoles, y como solo usted no comió tortillas de harina, estamos casi seguros de que el veneno estaba en la harina”.

“Mire, señor -dijo el hombre-, en mi casa nunca se comían tortillas de harina porque a mí no me han gustado… Pero mi esposa, o sea, mi nueva esposa, porque soy viudo de mi primera mujer, a ella sí le gustaban, aunque cuando hacía era solo para ella y los niños, ah, y para mi hija Laura…”

“¿Tiene usted una hija aparte de los tres niños?”

“Sí, es mi hija mayor; hija de mi primera mujer que se me murió de cáncer”.

“Y ¿dónde está su hija?”

“Se quedó en la aldea…”

“Ajá”.

“¿Tiene idea usted de quién pudo poner el veneno en la harina con la que su esposa hizo las tortillas de la cena?”

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“No, señor…”

“¿Peleaba usted con su esposa?”

“Nunca peleábamos, señor. Nos llevábamos bien… Era una mujer buena”.

“¿Tuvo ella otra relación antes de estar con usted?”

“No, señor. Ella era niña cuando se metió a vivir conmigo”.

“¿Niña? ¿Cómo así? No le entiendo bien”.

“Bueno, era virgencita, pues; no tenía pasado”.

“Ya. Entonces, podemos decir que vivían felices en su nuevo hogar…”

“Sí, señor, y no sé por qué puede imaginarse usted que ella tuvo la suficiente maldad como para envenenar a sus propios hijos y matarse ella misma. No. Ella siempre ha sido una mujer buena y sencilla, a pesar de los problemas que ha tenido con mi hija Laura”.

“¿Problemas con su hija Laura?”

“Sí, señor. Cosas de familia. La muchacha no aceptaba que yo me hubiera acompañado de nuevo y que tuviera otra familia. Pero yo siempre la he querido a ella… ¿Cómo no quererla si es mi hija? ¿Usted qué opina?”

“Tiene razón, señor”.

Hubo un momento de silencio.

“¿Sabe usted de dónde sacó la harina su esposa?”

“No, señor… Pero, ustedes pueden averiguar en la aldea”.

INSPECCIONES

El equipo de inspecciones oculares llegó hasta la aldea y, en el tablón donde amasaba la masa de las tortillas la mujer, encontraron restos de harina de la noche anterior. En el laboratorio encontraron el veneno. No había veneno en los frijoles.

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“Esa mujer es que era loca -les dijo Laura a los detectives-; a mí me dijo que le fuera a comprar la harina, y yo se la traje como a eso de las cuatro de la tarde, pero me fui, porque ahora vivo con mi tía Mila… Para mí que fue ella la que quiso matar a los niños…”

“¿Dónde compraste la harina?”

Laura titubeó antes de responder.

“Pues, en la pulpería…”

“¿Cuántas libras compraste?”

La niña titubeó de nuevo.

“Dos libras”.

“¿Y tu madrastra hizo toda la harina?”

“No sé”.

Los agentes buscaron más tortillas de harina en la casa pero no encontraron nada; tampoco quedaba harina.

Cuando fueron a la pulpería, a unos ochocientos metros de la casa, se dieron cuenta de que Laura no había ido aquella tarde a comprar harina.

“Es más -les respondió el dueño de la pulpería-, nosotros no vendemos mucha harina porque aquí casi nadie compra, casimente solo las que hacen pan, pero eso es muy de vez en cuando…”

“¿Usted atendió la pulpería ayer en la tarde?”

“Mi mujer y yo, señor”.

“¿Y no vio a Laura comprar harina ayer?”

“No; y no la vimos ayer en todo el día…”

Los detectives fueron a la casa de la tía Mila.

“¿Tiene reservas de harina en su casa, señora?” -le preguntaron.

“Sí, señor, para hacer pan a veces”.

“¿Cuántas libras tiene?”

“Unas tres. No mucho”,

“Y, ¿podemos ver si hace falta harina en la reserva que usted tiene?”

“¿Por qué, señor?”

“Estamos investigando la muerte de la familia de su excuñado, señora, y los envenenaron con pastillas de curar frijoles… Y estamos seguro de que el veneno iba en la harina”.

La mujer dio un grito.

“¡Laura!” -dijo.

Los detectives entraron, la mujer los llevó hasta la cocina, les señaló el bote de lata donde guardaba la harina, y junto a ellos vio que faltaba mucho más de una libra.

“Yo no la he gastado” -dijo.

“¿Laura, tal vez?”

“No sé… Ella no cocina…”

La mujer dio otro grito.

“¡Ay, Dios mío! -dijo-. Laura me dijo que le iba a llevar un poquito de harina a su madrastra para que les hiciera tortillas de harina a los niños… Pero dijo que a su papá no le gustaban…”

“¿Está segura?”

“Sí, pero se me había olvidado”.

“Ella llevó la harina de aquí… y dijo que la había comprado porque la madrastra le pidió que fuera a comprarle harina… Y en la pulpería no la vieron esa tarde…”

“¡Ay, Dios mío; Laura! ¿Qué hiciste?”

NOTA FINAL

Al día de hoy, Laura no ha sido acusada de nada. Los agentes no tienen suficientes pruebas. El Ministerio Público espera. Han pasado varios años, y de Laura no se ha vuelto a saber nada en la aldea. Su papá vive en una horrible soledad.

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