Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El furor de las bestias

Los celos, aunque son naturales, son parte de nuestra naturaleza de bestia
14.06.2020

TEGUCIGALPA, HONDURAS.-Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

María era bonita, muy bonita. No muy alta, delgada y de presencia agradable, que adornaba siempre con una sonrisa dulce y sincera. Y era los ojos de su padre, don Anselmo, quien, luchando día a día, logró darle una vida cómoda a su familia, y, especialmente, a María, de la que decía que sería doctora algún día. Era su única hija. A los varones, cuatro muchachos, les gustaba trabajar la tierra, sembrar tilapia, vender el maíz y los frijoles, ordeñar y comerciar con lácteos, y sembrar yuca, malanga y camote. Y, teniéndolos en su casa, don Anselmo era feliz. Y también su esposa, doña Argentina.

Pero, un día, la tristeza llenó la hacienda de don Anselmo. María se enamoró, y bien está dicho que una mujer enamorada no entiende razones. Así, María cambió de la noche a la mañana. Lo más grave de todo fue que se enamoró del peor de los hombres, en opinión de don Anselmo. Pero, como se ha visto, los suegros muy pocas veces están de acuerdo con la elección de sus hijas, por lo que María decía que era que su papá estaba equivocado, y que Luis era el muchacho más trabajador, más dedicado, amoroso y sencillo del planeta entero.

Luis trabajaba en una hacienda cercana a la de don Anselmo, y, desde pequeño, le gustó la vida libre, con lo que esta incluye. Escoger a los amigos, dedicar tiempo al juego, a los vicios, entre los que más brillaba el del alcohol, y a perder el tiempo, cuando tenía tiempo para perder.

Poco a poco, Luis se hizo famoso en el pueblo. Todos los fines de semana llegaba a la cantina de don Juan con sus amigos, tres muchachos como él, y con las mismas inclinaciones. Bebían hasta que caían al suelo de borrachos, y jugaban hasta que perdían todo lo que les sobraba. Pero, quiso la suerte, si es que la suerte existe, y si es que tiene algo que ver con las decisiones de los seres humanos, que un día viera a María.

Iba ella a la iglesia, como todos los domingos, y, al bajarse del carro, Luis la vio.

Era bella, bellísima, y más así como iba, vestida de blanco, con su largo pelo hasta las caderas, castaño y brillante, adornado con diademas y flores, y cubierto con un velo transparente. A Luis le pareció una virgencita. Desde ese momento, Luis se enamoró; y, también, desde ese momento, se hizo más católico que el propio papa Francisco.

La paz

A pesar de que los sábados eran días de parranda, Luis bajó un poco la intensidad de su alegría y trataba de conservarse lo más sobrio posible para el domingo. Llegada la mañana, se ponía su mejor ropa, entraba a la iglesia, esperaba a que llegara María, que no faltaba nunca, y se sentaba cerca de ella, sin hacerse notar mucho, porque don Anselmo no solo tenía cara de piedra, sino también una pistola al cinto, varios guardaespaldas y a sus hijos. Pero, cuando el sacerdote decía que se dieran los hermanos el abrazo de la paz, Luis se acercaba y abrazaba a María. Y María, inocente, sonreía con dulzura y abrazaba a Luis, que empezó con un roce ligero.

Por supuesto, el mucho roce desgasta, y con el paso de los domingos en María se desgastó el recato, y devolvía los abrazos de Luis con más fuerza cada vez. Hasta que le brillaban los ojos, o empezaba a buscarlo en las bancas de atrás, cuando todos se descuidaban a su alrededor. Y allí estaba él, siempre detrás de ella, viéndola, sonriéndole e insinuándole un millón de maravillas con su mirada. Entonces pasó lo que tenía que pasar: María se enamoró. Y ya enamorada, nadie la detuvo. Se fue con Luis. Don Anselmo, tratando de que su hija no pasara penurias, les ayudó y vivieron bien por un tiempo, hasta que Luis se descarrió por completo.

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El martirio

Seis meses pasaron desde que María se entregó enamorada a Luis. Aquella virgencita era la mujer más feliz del mundo, pero esa felicidad pronto acabaría. Luis empezó a perderse los fines de semana, llegaba borracho a la casa, exigiendo de todo y aparecieron los golpes, los insultos y las humillaciones. María dejó de visitar a sus padres y estos no tardaron en darse cuenta del martirio en el que vivía su hija. Pero nada pudieron hacer. Ella amaba a su marido, y se quedaría con él porque estaba segura de que se iba a componer, y que nunca más la iba a maltratar. La pobre María soñaba. Lo que le esperaba era peor todavía.

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El amigo

José era un buen amigo de Luis. Se había retirado de la bebida porque su madre estaba enferma de cáncer y no quería hacer más grande su sufrimiento. Pero lo estimaba mucho y lo aconsejaba. Sin embargo, Luis no agarraba consejo. Entonces, José empezó a aconsejar a María. Y, de consejo en consejo, le dijo:

“Es mejor que lo deje, María, porque el día menos pensado, ese hombre la va a matar… Yo lo conozco bien, y le aseguro que no va a cambiar”.

“Pero, es que yo lo quiero…”.

“Yo lo sé, pero debe quererse más usted…”.

“Ay, no, José, ¿cómo puede hablar así si usted es amigo de Luis?”.

“Mire, María –le respondió José–, yo le voy a decir la verdad. Es que a mí me duele que él la trate así porque yo estoy muy enamorado de usted… Es la puritita verdad”.

María no tuvo tiempo de poner el grito en el cielo. José la agarró de una mano, se acercó a ella y la besó. A pesar de que tenía un labio hinchado por un golpe reciente que le había dado Luis, María no sintió el dolor, pero sí la pasión y se entregó a José. Esa misma tarde se fue con él. Cuando Luis llegó a su casa, la encontró vacía. Supo por su madre que María se había ido con José, su gran amigo y que vivía con él.

Luis, mordiéndose los labios por la ira y el despecho, se quedó quieto, no dijo nada y solo le juró a su madre que se vengaría algún día.

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Don Anselmo

Estaba feliz. Doña Argentina volvió a sonreír y María se veía ahora más alegre y hasta gordita.

“Es que estoy embarazada, mamá” –le dijo a su madre, y esta casi se desmaya de la felicidad. Tendría un nieto de su princesa, y no había felicidad más grande que esa, unida, por supuesto, al hecho de que se hubiera alejado para siempre del patán de Luis. Este, sin embargo, alimentaba su odio cada día, y lo regaba con octavo tras octavo de Yuscarán, hasta que creció como un árbol frondoso, aunque lleno de espinas.

“Maldita, me las vas a pagar” –dijo, cuando la vio un domingo bajar del carro de su papá frente a la iglesia, del brazo de José y luciendo un embarazo de ocho meses, más feliz que nunca.

Luis temblaba de cólera, pero no era tan valiente como parecía cuando golpeaba a la pobre María.

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Tiempo

Cinco años pasaron. María era feliz. José era feliz. Y todos eran felices, menos Luis. La niña de María crecía y se hacía más linda cada vez, y eso lo llenó de rabia, despertó su odio en el corazón y dijo que era hora de cobrarse lo que le debían.

Una noche, llegó a la casa de María. Eran casi las doce, y José salió a abrir. Lo golpeó en la cabeza y lo dejó en el suelo sin sentido. Según Luis, lo había matado. Llegó al cuarto de María y la miró con ojos inyectados por el odio, le apuntó con un revólver y le disparó dos veces en la cabeza.

“Así me las ibas a pagar maldita –

le dijo”.

Luego fue al cuarto donde dormía la niña, y, en su cama, le disparó tres veces. La niña murió en el acto. El forense se estremeció cuando vio la escena. Es algo indescriptible. Lo peor de todo es que nadie sabía quién era el asesino.

“No vi a nadie –dijo José–; tocaron la puerta con fuerza, y salí a abrir. Creí que algo malo había pasado en la casa de María, y que era urgente… Pero cuando abrí, me golpearon con un garrote y no sé nada más… Al despertar, vi a mi mujer y a mi hija muertas…”.

“¿Imagina usted quién pudo ser el asesino?”.

“No, señor”.

“Pero, ¿por qué matar a la madre y a la hija de esa forma? Esto fue algo planificado…”.

“No sabría decirle…”.

“¿Sospecha usted del exesposo de su señora?”.

“Pues, no sé… Él nunca dijo nada desde que María se vino a vivir conmigo, y nadie lo escuchó decir nada… Yo no sabría decir si es él el asesino… María se vino conmigo desde hace seis años… y jamás tuvimos problemas con él”.

El agente de la policía de investigación solo movió la cabeza hacia adelante. Pensaba.

“Vamos al pueblo –dijo–; que alguien se quede en la aldea, entrevistando a los vecinos, por si podemos encontrar algo que nos sirva en la investigación”.

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Cantina

El centro de reunión de los hombres de las aldeas no es el parque del pueblo; es la cantina, y hasta allí llegaron los detectives.

Después de hablar y hablar hasta por los codos, uno de los clientes, con algo de temor, le dijo al policía encargado del caso:

“Mire, señor, yo a quien vi anoche con una pistola fue a Víctor… y me extrañó porque nunca ha andado armado…”.

“¿Quién es Víctor?”

“Es un chavo de la aldea… de allí donde mataron a la muchacha y a la niña…”.

“Vamos donde Víctor”.

Este dormía.

Cuando lo despertaron los policías, puso el grito en el cielo.

“A mí me prestó esa pistola el Julián…” –gritó.

“Con esa pistola mataron a la muchacha y a su hija, ¿verdad?”.

“No, yo no las maté… Yo le di la pistola a Luis… Luis fue… Luis fue… Dijo que odiaba a la muchacha porque se le había ido con otro, y hasta una cría le había dado…”.

“¿Dónde está Luis?”.

“No sé”.

“¿Y Julián?”.

“Está con Armando… Yo los llevo”.

Julián y Armando dijeron que ellos solo acompañaron a Luis, que este les dijo que solo iba a asustar a José, por haberle quitado la mujer, pero que se sorprendieron cuando escucharon los tiros Después supieron que las había matado.

Nota final

Víctor, Julián y Armando pasaron buen tiempo en la penitenciaría, maldiciendo la hora en que acompañaron a Luis a aquella casa. Los acusaron de asesinato. Pero estaban solos. De Luis no se sabía nada, hasta que un día, en una tabacalera de Danlí, tres policías se acercaron a un hombre que armaba cajitas para puros.

“Luis” –le dijeron, y aquel levantó la cabeza.

Los policías apuntaban sus pistolas hacia él.

“Estás detenido por el asesinato de María, tu exesposa, y de su hijita… Tenés derecho a guardar silencio…”.

Luis se puso de pie. Había escapado de la justicia veinte largos meses. Saldrá de la cárcel cuando haya envejecido.