Crímenes

Sección de Grandes Crímenes: El lado siniestro de los celos

¿Hasta dónde puede llegar la estupidez del ser humano?

12.10.2019

Hace algunos días, Honduras se conmovió con una de las noticias más horribles de los últimos tiempos, un hecho doloroso que supera con creces a la novela del narcotráfico que tanto avergüenza a los hondureños.

Un padre, cegado por los celos, por el dolor y por el despecho, mató a sus tres hijos y se suicidó. Una mujer le dijo que su esposa se había casado en España y que el dinero que le debían, dinero que prestó para que la mujer fuera a Europa a buscar una verdadera vida mejor, tenía que pagárselo él. El hombre, desesperado, trastornado por los celos y cegado por la ira, tomó la más funesta de sus decisiones.

“¡Te voy a dar donde más te duele!”.

Su grito aún resuena en el corazón de su esposa.

“Veo que ya se casó. Que sea muy feliz”.

“Gracias, prima, pero no me he casado aquí. ¡Ja, ja, ja!”.

“¿Cómo? Y, ahí no dice, pues, que se casó”.

“No, usted; fue que puse que soy casada, nada más”.

“¡Ah, pues, ahí me disculpa!”.

“Pero no es cierto, si ya estoy casada con el padre de mis hijos”.

Este diálogo empezó todo, y de nada sirvió que la mujer le explicara a su prima que no era cierto que se había casado en España.

Fue a la casa del marido de su prima, le dijo que su mujer se había casado con otro, y que el dinero que todavía le debían tenía que pagárselo él.

Los celos mordieron el corazón del hombre, lo dominó la ira y tomó la más cruel, despiadada y estúpida de las decisiones: vengarse de su mujer matando a sus propios hijos, y quitándose la vida.

¿Qué llevó a aquella mujer a asegurar algo que no tenía realmente claro? ¿Imaginó, siquiera, lo que iban a provocar sus palabras? ¿Entiende hoy que decir aquello causó la muerte de tres inocentes? Y, ¿qué tanto le importa?

Ahora, ¿qué pasó por la mente de aquel hombre en aquel momento en que los celos se apoderaron de él casi enloqueciéndolo? Eso solo Dios lo sabe, pero miles de personas se preguntan: ¿Cómo es posible que un padre haya llegado a tanto? Y los cabeza fría responden: “Pues, sí; ya se ve que un padre llegó a tanto”.

Celos

Se ha dicho que los celos pueden crear un infierno en el corazón del hombre y de eso hay pruebas como para llenar bibliotecas enteras.

En “El celoso extremeño”, Miguel de Cervantes cuenta la historia de un hombre que se casa con una niña, menor que él más de cincuenta años.

Amuralló la casa, selló las ventanas, puso puertas con cerrojos especiales, contrató mujeres para que vigilaran a su esposa y cuando le mandó a hacer vestidos como regalo, el sastre los hizo a medida de una muchacha que tenía casi las mismas medidas porque no quería que ningún hombre la tocara.

Pero, al final, encontró a la muchacha durmiendo con otro, y murió de tristeza. Y Otelo, el moro de Venecia, estrangula a Desdémona, su esposa, a la que acusan de haberle sido infiel. Cuando se da cuenta de que todo era una mentira de sus enemigos, se quita la vida.

Un pobre final para un irracional. Sin embargo, ante el poder destructivo de los celos, tal vez se pueda decir: El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Por supuesto, esto no justifica el crimen. Pero, ¿cómo evitarlo cuando los celos llevan al ser humano al límite?

Causa

En el hospital Santa Rosita, para enfermos mentales, murió hace unos años una mujer que envejeció allí en la más triste soledad.

Aunque no tenía conciencia de nada, porque un día “se le borró la mente”, fue una de las criminales más odiadas de su tiempo.

Una vecina le dijo que su marido tenía otra mujer, que lo vigilara porque le estaba poniendo los cachos y todo el mundo se burlaba de ella. Y ella, loca de celos, se desquitó en lo que más le dolía a su marido: su hijita de escasos dos años. La mató, la cortó en pedazos y la cocinó para darle de cenar a su esposo.

Este, que era inocente de lo que lo acusaban, no resistió la pena. Bebió matarratas con cerveza y “le dejó a Dios que castigara a quienes habían inducido a su mujer a cometer semejante barbaridad”.

Cuando la vecina habló con los agentes del DIN que la trataron con especial esmero, confesó que ella estaba enamorada del hombre y que este la rechazaba porque amaba a su esposa y a su hija.

“La llevamos allá por Mateo -dice don Renato, uno de los pocos agentes del DIN que aún viven-, y la dejamos ir... Nadie supo cómo cayó en una zanja y se mató... Fue una muerte extraña”.

Los celos y el despecho desataron la tragedia en aquella humilde casa de Villa Adela.

“Los celos son un demonio que no se sacia jamás”.

“Sí, padre, pero, detrás de los celos debe haber un grave desequilibrio psiquiátrico”.

“Seguramente, pero, lo malo de esto, es que no se conoce hasta que se ha manifestado con toda su brutalidad...”.
“Entiendo, padre”.

Grandes Crímes: Los ojos de una doncella

Amor

Se ha dicho que todo el que ama, cela; y debe agregarse que todo el que cela, es potencialmente peligroso. El mismo Jehová dijo: “Yo soy Jehová, y soy un Dios celoso. A ningún otro daré mi gloria”.
Un día, le dijo su esposa a uno de los hombres más ricos de Tegucigalpa:

“Ya no quiero seguir viviendo con vos”.

“Entonces -respondió él, con las venas del cuello a punto de estallar-, es cierto lo que me han dicho... ¡Que me pagás mal con ese maldito!”.

“No es cierto, pero, ya que volvés con tus celos absurdos, te voy a decir la verdad: Ya no te soporto. Ya no soporto que me celés tanto. Por eso, me llevo a mis hijos y me voy de aquí”.

Los niños no eran hijos de aquel hombre; había muerto su padre, y la madre, dándose una segunda oportunidad, se casó de nuevo.

Y, enamorada, trató de ser feliz, a pesar de que el esposo le llevaba unos veinte años de diferencia, lo que no es impedimento para que una unión se realice, sobre todo cuando hay amor.

Una noche, ella llegó tarde del trabajo, se acostó y se durmió, pero sintió algo raro. Su esposo le estaba hurgando la vagina con un hisopo.

Ella no dijo nada y, cuando supo que lo llevó a un laboratorio para averiguar si había en él algo comprometedor, le rebalsó el vaso. Se fue.

De nada sirvieron los ruegos. Entonces, un día, mientras ella venía con sus hijos y su madre, él se paró frente a ella, le disparó dos veces, y se suicidó.

“O mía o de nadie” -le dijo-, y el eco de sus palabras se perdió con el estallido de las balas y los gritos de piedad de la madre.

¿Cuántos casos más como estos se pueden contar?
Muchos, seguramente. Y, por desgracia, la historia negra de los celos seguirá llenándose de crímenes tan incomprensibles como repudiables, sencillamente, porque los celos convierten al ser humano en bestia.

Nada detiene su ira, nada calma su despecho, nada impide que su mano homicida se hunda en la vileza del crimen.

“El celoso no razona; no hay nada más en su mente que ira, odio y despecho. Se siente engañado, burlado y no piensa nada más que en la venganza. Y no reflexiona sobre las consecuencias de sus demenciales pasiones”.

“Pero, al final, viene el arrepentimiento, padre...”.

“Que de nada sirve para reparar el mal hecho. La cárcel, para los que sobreviven, no es el peor castigo. He visto a muchos torturados por su propia conciencia”.

El sacerdote suspira, toma un trago largo de café, que ya está helado, y agrega:

“Una mujer mandó a matar a su propio marido porque le dijeron que tenía otra mujer. Cuando comprobó que lo que le dijeron era cierto, volvió a su casa, no le dijo nada al marido, y esperó con el corazón hirviendo de celos y de despecho. Un mes más tarde, un hombre le disparó tres veces a su esposo, y ella, llorando como una Magdalena, lo levantó del suelo y lo llevó al hospital. Estaba segura de que su marido moriría, pero no fue así. La rapidez con que su mujer lo llevó al hospital, le salvó la vida. Capturado el asesino, declaró que la esposa de la víctima le había pagado trescientos lempiras y le había dado un reloj para que le hiciera el favor. Él terminó en la vieja Penitenciaría Central, y ella, en la Cárcel de Mujeres de Támara. Cuando le diagnosticaron cáncer terminal, el que fue su marido la cuidó hasta su último suspiro. Tenía celos -le dijo ella-; y te celaba porque te quería. Perdoname, por favor”.

El hombre le sonrió, la besó en la frente, y, apretando su mano, ella murió.

“El culpable soy yo -dice él, con ojos húmedos-; ella me quería, y yo le pagué mal...”.

A sus sesenta y cinco años, sabe, por dolorosa experiencia, lo que son los celos.
“Por eso -agrega-, solo Dios puede saber lo que sintió ese hombre. Lo más horrible es que en medio de sus celos se llevara de encuentro a sus hijos, que son lo que más ama uno en la vida. Pero, el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”.

El sacerdote me mira con tristeza. El señor sonríe, y hay dolor en aquella mueca leve que estira sus labios antiguos.

Mientras tanto, en España, una mujer está destrozada. En su aldea, su prima espera que le paguen el dinero que le deben, y sus tres hijos duermen ya el sueño eterno. Por el chisme, por la ira, por los celos, por la estupidez y por la nefasta influencia de las redes sociales.

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