Crímenes

Grandes Crímenes: El hijo del gallero

Lo peor del libre albedrío es que el hombre escoge ser malvado
17.08.2019

El hombre estaba sentado en la orilla de su cama, con la cabeza agachada, mirándose las manos y pensando, quizás, en mil cosas, cuando un objeto metálico pasó con rapidez por las rejas de su celda.

Levantó la cabeza, miró hacia adelante, con algo de asombro, y se puso de pie. Frente a él, un hombre alto y delgado, con el pelo cortado al estilo militar, el rostro duro, de pómulos quemados por el sol y dientes blancos y grandes que le sonreían de forma extraña, lo veía con ojos duros, negros y sin brillo, como el fondo de una tumba.

“Rigo –le dijo–, parece que no te acordás de mí, y te entiendo porque nos conocimos hace años, allá en la aldea, en Patuca…”

Rigo no dijo nada.

Había arrugado las cejas, como si así obligara a su cerebro a recordar, y, de pie a un metro de las rejas, abrió la boca para decir algo, pero el desconocido lo interrumpió.

“¿Sabés vos lo que significa ‘todo se lo dejo a Dios’?”

Rigo no contestó, dio medio paso hacia atrás.

A los lados, los inquilinos de las otras celdas se habían puesto de pie y miraban al hombre sin decir nada. Y, en aquel pabellón del módulo de Máxima Seguridad la tensión podía palparse, a pesar de los murmullos que se escuchaban como lejanos ronquidos.

¿Quién era aquel hombre que visitaba en su celda al detenido? Y, ¿qué motivos tenía para hacerle aquella pregunta, en apariencia, sin sentido?

Además, ¿quién era Rigo? ¿Había recordado quién era el hombre que lo visitaba? Y, ¿por qué retrocedió medio paso, al tiempo que su rostro se ponía más blanco que el papel?

Tenía mucho tiempo de estar en aquella celda, en ese módulo donde “no entra ni siquiera una aguja” si los guardianes no quieren, y esperaba, solo esperaba el día en que volvería a ver el sol de la libertad.

Es cierto que el ser humano se acostumbra a todo, que se adapta a las circunstancias y sigue su vida porque, ni modo, hay que seguir viviendo a pesar de todo, y Rigo ya estaba acostumbrado a pasar encerrado casi las veinticuatro horas del día.

Ahora, ¿por qué estaba allí? ¿Por qué lo habían encerrado en una celda del módulo de Máxima Seguridad? ¿Qué crimen había cometido? Y, ¿por qué aquel hombre le preguntaba si sabía lo que significaba “todo se lo dejo a Dios”?

Una ráfaga de viento cálido se revolvió en un remolino por el pasillo, y se escucharon algunas voces. Extrañamente, en aquel momento no se veía ni un guardia en ese sector de la prisión, y parecía que los demás privados de libertad entendían que no debían ni siquiera abrir la boca.

Rigo retrocedió un paso más, y, si hubiera tenido más espacio a su espalda, se hubiera alejado hasta perderse de vista de aquel hombre que seguía enseñándole los dientes en aquella imbécil y extraña sonrisa.

“¿Sabés lo que significa?” –le preguntó este, levantando un poco la voz.

Rigo no dijo nada.

“No tengás miedo –le dijo el hombre–, si no vengo a hacerte nada; solo vengo a decirte algo muy importante…”

Rigo se pasó una mano temblorosa por la cara húmeda a causa de un repentino sudor.

“¿Ya me reconociste? –le preguntó el hombre, ampliando más los gruesos labios en aquella sonrisa intimidante–. ¿Verdad que ya sabés quién soy?”

“Sos… Memo…”

“Exacto; el tío de Angelito. Me alegra que te acordés de mí”.

Rigo tembló.

“¿Qué hacés aquí?”

“Vine a visitarte”.

“¿Para qué?”

“Para darte un mensaje”.

Rigo tenía la lengua y la boca secas.

“¿Qué mensaje?”

El hombre dejó de sonreír y endureció su mirada de muerto.

“¿Te acordás de Angelito?”

Rigo estaba mudo.

“Yo no quería hacer nada…” –dijo, poco después, ante la mirada horrible del hombre, mordiendo las palabras con un horrible castañeteo de dientes–. “Polo me enganchó…”

“Ya lo sé; eso ya lo sé… Vos sos inocente”

“Sí, así es… Yo soy inocente…”

La sonrisa del hombre apareció como una mueca siniestra, cargada de burla.

“Vine a desearte una muerte agradable”.

“¿Qué… querés decir?”

“Vine a decirte que te pongás a cuentas con Dios porque te vamos a matar”.

Rigo abrió los ojos, asustado.

“Pero… ya estoy pagando…”

El hombre escupió hacia un lado. El reo que estaba cerca de las rejas en la celda izquierda se hizo para atrás. Tenía tatuada la frente y su mirada era dura, como el hierro, y afilada como un puñal, sin embargo, había algo en el rostro de aquel hombre que estremecía, y se hizo para atrás, para, después, dejarse caer en su cama, sin decir una palabra.

“Ahora vas a entender bien lo que significa ‘todo se lo dejo a Dios’, ¿verdad?”

La voz del hombre se escuchó clara, cada palabra, cada sílaba, y penetró en el alma de Rigo como el cuchillo penetra en la mantequilla, y le temblaron las piernas.

“Yo no quería…”

“Pero lo hiciste”.

“Polo me enganchó…”

“Y vos le ayudaste…”

“Me dijo que si no le ayudaba me iba a matar”.

“Entonces, te decidiste a matar con él al niño…”

“Fue él el que lo hizo”.

La sonrisa del hombre deformaba su cara de piedra.

“¿Vas a engañarme?”

“No, si te digo la verdad, Memo… la purita verdad… Yo no quería…”

“Ya”.

No se oía ni un murmullo en aquel pasillo. Los hombres se habían escondido en sus celdas y parecía que no deseaban escuchar lo que aquel extraño visitante decía, sin embargo, sus palabras, aunque suaves y dichas con serena convicción, resonaban claramente en todos los oídos. Pero a nadie le importaba, solo a Rigo.

“¿Cómo entraste aquí?” –le preguntó este, como si no tuviera nada más qué decir.

“Fácil”.

“¿Venís a matarme?”

El hombre soltó una pequeña carcajada. Más allá se escucharon unas voces y, desde el frente del pasillo, sonaron unos pasos. Un guardia encapuchado se acercaba.

“Los PM vienen a pasar inspección” –le dijo, en voz baja, deteniéndose brevemente a dos pasos de él. Entonces, Rigo saltó hacia las rejas.

“Guardia –gritó–, este hombre vino a matarme”.

El guardia se detuvo.

“¿Estás seguro?”

“Sí; se llama Memo, es de mi misma aldea de Patuca, y vino hasta aquí a matarme”.

“Pero todavía no te ha matado”.

“Ayúdeme”.

Al guardia le brillaron los ojos y sonrió bajo su capucha.

“Hiciste algo grave, ¿verdad?” –le dijo.

“No, yo no hice nada…” –gritó Rigo, desesperado.

“Entonces, ¿por qué estás aquí?”

Rigo dudó unos segundos.

“Los policías llegaron a mi casa… y yo no me di la “juída” porque como dicen que el que nada debe nada teme”.

“Ah, ya”.

El guardia se acercó un paso, se paró frente a la celda y, bajándose la capucha, le dijo:

“Mirá quién soy… ¿Te acordás bien de mí, verdad?”

Rigo dio un salto. El guardia lo miraba directamente a los ojos, aquellos ojos húmedos y desesperados.

La cara del guardia desapareció detrás de la capucha. Rigo no dijo nada. Había reconocido a aquel hombre, y ahora temblaba por dentro y su palidez era extrema.

“¡Auxilio! –gritó, de repente–. ¡Guardias, ayúdenme que me quieren matar!”

Pero sus gritos se perdieron en un eco que desapareció en una nueva ráfaga de aire caliente. Nadie le contestó. Solo aquel hombre de la frente tatuada dijo, desde su cama:

“El que hace lo que quiere, que espere lo que no quiere”.

De la celda contigua alguien lo calló con autoridad.

“Cada quien en lo suyo” –le dijeron, y se hizo el silencio.

El visitante dejó de sonreír, se acercó a las rejas, pegó cara al hierro helado, y le dijo:

“Te vamos a matar, pero no ahorita… Solo vine para avisarte que te vamos a castigar por lo que hiciste, y para que te pongás a cuentas con Dios… De aquí vas a salir con las patas por delante…”

Rigo no supo qué decir.

El guardia encapuchado dijo una palabra y el hombre se separó de las rejas.

“Ya estás sabido –le dijo a Rigo, levantando un índice–; preparáte porque te vamos a matar…”

Siguió a esto un momento de silencio.

“Y –agregó el hombre–, te vamos a matar porque para nosotros esa es la voluntad de Dios, y Dios es el que te va a castigar… Y te vamos a matar porque eso es lo que merecés… Angelito no les hacía ningún daño, y ustedes lo mataron de la forma más brutal que se ha conocido en todo Patuca… Por eso, vas a pagar, y vas a pagar con tu vida… ¿Sí me estás entendiendo?”

Rigo se dejó caer en la cama, y resonaron los huesos de su cadera y de su columna vertebral.

Tenía los ojos abiertos en extremo, lloraba en silencio y su boca abierta y reseca no podía articular palabra. El terror se había pintado en su rostro pálido, y todo su cuerpo temblaba.

“Portate como un hombre –le dijo el guardia–, así como te portaste cuando torturabas y matabas al niño…”

“Fue Polo”.

“Sí, ¿verdad?”

“Sí, sí; él fue… Estaba furioso con don José…”

“No me interesan tus explicaciones… Guardátelas para cuando te presentés delante del Señor el Día del Juicio Final”.

Rigo se puso de pie, aunque estuvo a punto de caer.

“Yo voy a pagar aquí mi error…” –dijo, con tono suplicante.

“Sí, aquí lo vas a pagar… –le dijo Memo–. Aquí te vamos a matar. Por eso vine, para decirte que te preparés”.

“Yo no quiero morir”.

“Igual que Angelito, que tampoco quería morir…”

Memo hizo otra pausa.

“¿Gritó cuando le diste el primer machetazo? –le preguntó, después de unos segundos–. ¿Te suplicó que no lo mataras? Sí, ¿verdad?”

El guardia abrió la boca una vez más:

“La Policía Militar está lista afuera… Van a empezar la inspección”.

Memo dio un paso hacia atrás.

“Ya estás sabido –le dijo a Rigo–, y no te preocupés en saber cómo entré aquí… Te trajeron a Máxima porque sabían que te íbamos a castigar, pero ya viste cómo puedo acercarme a vos sin que a nadie le importe…”

Sonrió Memo de nuevo, y se despidió.

“La próxima vez que me veás será la última vez que respirés –le dijo–; y agradecé que no nos vamos a vengar en tu familia…”

“Polo me enganchó” –repitió Rigo, como en un inútil estribillo.

“Ya sabemos dónde está escondido –le respondió Memo–, pero lo estamos dejando que se confíe…”

“Él fue…”

Memo escupió de nuevo, y salpicó los pies de Rigo; luego, se alejó por el pasillo, que empezó a llenarse de murmullos, mezclados con el llanto ahogado de Rigo.

“¡El que hace lo que no quiere…!”

“¡Silencio, perro!”

El hombre tatuado calló una vez más.

Memo se perdió a lo lejos. El eco de sus pasos resonaba en el espíritu de su enemigo.

Continuará la próxima semana...

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