Crímenes

Grandes Crímenes: Las tres hermanas

22.09.2018

Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.

¡Contacto! ¡Peligro! ¡Fuego!

La DEA y el Caso Robelo

El 11 de mayo de 2012, poco después de la una de la madrugada, varias personas descargaron cuatrocientos cincuenta kilos de cocaína de un

avión que acababa de aterrizar en una

pista clandestina, cerca de Ahuas, en la zona de La Mosquitia.

Rápido, llevaron la droga en varios carros a un embarcadero en el río Patuca, donde veinte hombres la trasladaron a una lancha rápida, sin embargo, en ese momento, apareció sobre ellos un helicóptero de la DEA del que bajaron varios policías hondureños y un agente “gringo”.

Los hombres abandonaron la cocaína y escaparon, dejando en la lancha 439 kilos. Entonces, dos policías de Honduras y el agente de la DEA se subieron a la lancha para custodiar la coca, pero a mitad del río, el motor falló y la lancha quedó a la deriva. Los policías, seguros de que los narcotraficantes se agrupaban para recuperar la droga, le pidieron por radio a sus compañeros del helicóptero que empujaran la lancha hasta la otra orilla, impulsándola con el aire de las hélices. Pero de pronto, a unos cien metros de ellos, apareció un bote que aparentemente venía desde la barra del Patuca. Supuestamente, el bote era un “taxi de agua”, y en él venían varias personas. El bote se acerca a la lancha con la droga, y desde la popa, alguien dice:

“En esta lancha está la droga”.

Los policías, cubiertos por la oscuridad, y agachados en la lancha, ven que el bote se acerca a ellos. De repente, el bote choca con la lancha y los policías creen que están bajo ataque; entonces, el agente de la DEA grita:

“¡Peligro! ¡Contacto! ¡Fuego!”.

Se oyen varios disparos, los fogonazos de las armas iluminan la escena, y mueren varias personas, entre estas una mujer embarazada. La Fiscalía acusa a Robelo de asesinato, pero la defensa magistral del abogado Marvin Cálix demuestra su inocencia a pesar de la presión internacional, de organismos civiles y los enemigos de la Policía Nacional. Un caso impactante en el que los lectores de esta sección de diario EL HERALDO conocerán las interioridades del trasiego de droga en La Mosquitia, el duro trabajo de los policías hondureños y la entrega del abogado Cálix para salvar de la cárcel a un inocente.

Feria
El bus se llenó poco a poco, los treinta muchachos reían, cantaban y bailaban y todos estaban seguros de que pasarían un fin de semana alegre en el último día de la feria de aquella aldea de Teupasenti.

Las muchachas iban felices y reían de las ocurrencias de sus compañeros. Habían terminado las clases, y era hora de divertirse. Aquel sería un fin de semana especial, pero, lo que nadie imaginaba, lo que tendría de especial ese día era algo tenebroso… Tres de las muchachas no regresarían a Tegucigalpa. Nadie las vería con vida nunca más.

Hermanas
Eran tres hermanas, de catorce, quince y dieciséis años, delgadas, bonitas y alegres. Seguras de que merecían divertirse después de haber estudiado tanto, se fueron a la feria sin el consentimiento de sus padres, de todas maneras, ¿qué podría pasar en una aldea lejana, pacífica y pintoresca, alejada de la ciudad?

“Nada nos va a pasar, má” –dijo la mayor–, vamos a dormir en la casa de unos tíos de Gilberto, y las muchachas vamos a dormir todas juntas; bueno, si es que dormimos, porque a lo que vamos es a bailar y a divertirnos”.

Pero lo que se suponía que sería una diversión sana se convirtió en tragedia.

Fiesta
Todo era alegría en la aldea, la feria terminaba esa noche y nadie se quería perder lo mejor de la celebración: el baile al aire libre, después de los fuegos artificiales.

Se bailó toda la noche, se comió y bebió y, antes de las cinco de la mañana, el chofer del bus encendió el motor y esperó a que los muchachos subieran para regresar a Tegucigalpa.

Uno a uno, desvelados, felices y con grandes ojeras, los muchachos subieron al bus, pero alguien notó que faltaban las tres hermanas.

“¿Alguien las ha visto?? –preguntó Gilberto.

“Ahorita no” –le respondieron.

“Qué alguien las vaya a buscar –dijo el chofer, algo impaciente–; deben estar dormidas”.

Pero los dos que fueron a buscarlas regresaron solos. Las hermanas no estaban.

“¿Alguien las vio anoche? –preguntó el chofer–. ¿Quién de ustedes estuvo con ellas?”

Nadie contestó.

Unos ya dormían, otros bostezaban y los demás solo esperaban que el bus se pusiera en movimiento.

“¡Vámonos! –gritó alguien–. A lo mejor ya están en Tegus y nosotros estamos perdiendo el tiempo esperándolas”.

Pero esto no era así.

Las tres hermanas se quedaron en la aldea… muertas.

Hallazgo
Tres días después, el miércoles en la tarde, un campesino que buscaba una ternera perdida las encontró. Los cuerpos estaban desnudos, tenían señales de haber sido golpeadas y empezaban a descomponerse.

Cuando los agentes del departamento de muerte de menores de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) llegaron a la escena del crimen se dieron cuenta de que habían sido violadas. Entonces, empezó la investigación de los tres crímenes.

“A una la mataron a golpes –dijo el forense–; a las otras dos, las estrangularon. Pero antes, las golpearon hasta que perdieron el conocimiento. Las tres fueron violadas”.

Medicina Forense de Tegucigalpa confirmó que habían consumido drogas y alcohol.

Detective
“En la escena encontramos botellas de ron, botes de refrescos, vasos de plástico y colillas de cigarros y puros de marihuana a medio fumar, unos quince, lo que significa que se drogaron todo lo que pudieron”.

El detective de muerte de menores es un hombre alto, fornido y de semblante serio. Muestra en su rostro de pómulos abultados la ira que le dio encontrar aquella escena terrible.

“Eran solo unas niñas –dice–, y la forma en que las mataron fue cruel. Los asesinos truncaron las vidas de tres inocentes, y destruyeron a una familia. Por eso, todavía hoy me siento indignado. Por eso soy policía, porque los criminales deben estar en la cárcel, para que no le hagan daño a nadie más”.

Los técnicos de inspecciones oculares recolectaron muchas evidencias en la escena. Llevaron las botellas vacías de ron al laboratorio, y no tardaron en tener resultados.

“Las huellas digitales que encontramos en una de las botellas de ron es la de Gilberto –dice el detective–, el muchacho que había organizado la excursión a la aldea. En los vasos, las huellas eran parciales, y no sirvieron para nada. Pero ya teníamos a uno, y eso era suficiente para nosotros. Además, teníamos el testimonio de varios señores de la aldea que aseguraron que vieron a las tres muchachas acompañadas de seis muchachos, muy jóvenes; y ninguno era de por ahí”.

“¿Por dónde las vieron?” –les preguntaron los investigadores.

“Iban por la orilla del campo, donde era la fiesta, por el camino del bosque”.

En aquella dirección fue donde encontraron sus cuerpos.

Gilberto
El fiscal de menores ordenó la captura de Gilberto, pero cuando los policías llegaron a su casa les dijeron que se había ido para México.

“¿A qué ciudad?”

“No sabemos”.

“¿Tiene parientes en México?”

“Unos tíos”.

Nada iban a conseguir los policías en aquella casa, y se retiraron.

“Vamos a pedirle a Interpol que nos ayude a localizarlo” –dijeron.

Pero esto iba a tardar mucho tiempo, sin embargo, dos años después del crimen, Gilberto fue localizado por Interpol de México. Capturado, fue deportado a Honduras.

“Tenemos tus huellas en una botella de ron –le dijeron los detectives, cuando lo llevaron a las oficinas de la DNIC–, y eso te ubica en la escena del crimen. Además, tenemos testigos que te vieron, a vos y a otros cinco de tus amigos, cuando se llevaban a las muchachas al monte… Vos sabés si colaborás con la Policía o te enfrentás al fiscal y al juez vos solo…”

“Voy a hablar” –dijo Gilberto.

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Crimen
Eran casi las diez de la noche cuando la fiesta se puso mejor; las hermanas aceptaron la invitación de sus amigos de ir a conocer la aldea. Seis muchachos iban con ellas. En un claro del bosque, se sentaron a beber ron con fresco.

Las hermanas tomaron un poco, pero ellos les enseñaron a fumar marihuana, les dieron unas pastillas y, cuando estaban adormecidas, empezaron a tocarlas. Cuando las violaban por segunda vez, ellas empezaron a gritar pidiendo ayuda. El efecto del alcohol y de las drogas había pasado.

“Pero como gritaban mucho, las golpeamos –dijo Gilberto–; el problema era que nosotros estábamos débiles por la borrachera y la marihuana, y ellas no se callaron, entonces decidimos matarlas porque ellas decían que nos iban a acusar de violación… A la menor la matamos a golpes; a las otras dos las ahorcamos…”

Gilberto hizo una pausa.

“Nosotros no queríamos hacerles daño a las chavalas –agregó, después de tomar un poco de agua–, pero ya con el ron y la marihuana se nos revolvieron las hormonas, y entonces hicimos eso…”

Calló de nuevo y bajó la cabeza, más angustiado que arrepentido.

“Nos dio miedo que nos acusaran de violación…” –dijo, poco después.

“Bueno –le dijo un detective–; la fiscalía te va acusar de rapto, violación especial, porque eran menores de edad, y de homicidio… Cinco cargos de rapto más cinco de violación y cinco de homicidio, son como cincuenta años, y le sumamos a estos que las muchachas eran menores de edad, eso te dice que te van a condenar a sesenta o setenta años de cárcel… Y te vas a comer solo esa condena”.

Gilberto gritó.

“Pero yo estoy colaborando con ustedes”.

“Pero no nos has dicho quiénes son los otros, tus cómplices… Y eso no le gusta al fiscal… Es como si los estás encubriendo, como si nos estás engañando”.

Gilberto bajó la cabeza una vez más.

“Yo no soy sapo” –dijo.

“Bueno –le respondió el agente–; te esperan setenta años. Ahí te vas a morir en la cárcel”.

Pasó un momento de silencio. Gilberto sudaba helado.

“Déme un lápiz y un papel” –dijo, segundos más tarde.

Cinco
Una semana después, los agentes de capturas de la DNIC localizaron a cuatro de los compañeros de Gilberto. A las seis de la mañana de un lunes, los capturaron. Todos se declararon culpables.

“Fue la droga –dijo uno–; yo no quería fregar a las chavalas”.

Lo mismo dijeron los otros tres.

“Cuatro más uno, cinco –dijo el fiscal–, pero eran seis los que se llevaron a las muchachas, y son seis los que tenemos en la lista… ¿Dónde está Miguel?”

Nadie dijo nada. Nadie sabía dónde estaba. Se había perdido del barrio una semana después del entierro de las hermanas, y parecía que se lo había tragado la tierra. Y su familia no diría nada.

Tomates
El oficial de Policía, como hombre que no tiene nada que hacer, veía las montañas a lo lejos, disfrutando la tarde fresca, viendo las bandadas de pericos que volaban hacia el norte y contemplando la enorme plantación de tomates que tenía frente a él.

Más allá de la cerca que separaba a la plantación de la carretera, varios trabajadores fumigaban, removían la tierra y cortaban las hojas muertas.

Pero, como el que no tiene oficio se fija en todo, el oficial notó algo extraño en un hombre que iba y venía entre los surcos.

Vestía un pantalón azul, camiseta clara, sombrero de paja y botas altas, de hule. Pero no actuaba como un campesino. Había algo diferente en él, algo que decía que no pertenecía aquel lugar.

El oficial saltó la cerca y se acercó a él.

“Hola –le dijo–; fíjese que usted se parece a alguien que conozco, pero no recuerdo de donde”.

“Ah –le contestó el hombre–; mire que hay siete caras parecidas en el mundo…”

“Sí, ¿verdad?”

El oficial se esforzaba por recordar. Estaba seguro de que en alguna parte había visto a aquel muchacho.

“¿Cómo se llama?” –le preguntó.

“Róger” –le dijo él.

“Mire –le dijo el policía–, para salir de dudas, vamos a hacer una cosa. Va a ir conmigo a las oficinas de la Policía, para comprobar unas dudas que tengo…”

Rodeado por tres policías más, el hombre no se resistió.

En la base de datos de la Policía, el oficial comprobó que se llamaba Miguel, y que era buscado por la violación y el asesinato de las tres hermanas…

“Usted se equivoca –le dijo Miguel–; yo me llamo Róger… Usted me está confundiendo”.

Pero se trataba de Miguel, el sexto asesino de las tres hermanas. Hoy, le hace compañía a sus amigos en la cárcel. Cinco años estuvo prófugo…

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