Crímenes

Esta semana en Grandes Crímenes: Denis Castro investiga

Cuando los fiscales mienten es imposible que se haga justicia
16.12.2017

La historia de la Medicina Forense en Honduras es reciente.

Va un poco más allá de los cincuenta años y puede decirse que nace con el doctor Manuel Carrasco Flores, quien, después de recibir un curso intensivo de Medicina Legal en México, se propuso crear el Instituto Nacional de Medicina Forense en Honduras.

Sin embargo, fue el doctor Luis Vidal Ramos el que logró, después de muchas gestiones, que la Corte Suprema de Justicia creara, el 29 de enero de 1975, el Departamento de Medicina Legal del Poder Judicial de Honduras.

Pero, aunque este fuera un gran paso en la investigación criminal científica en el país, la falta de recursos era una limitante casi insuperable, por lo que el doctor Vidal Ramos pidió ayuda a la embajada de Japón. Y, como siempre, los amigos japoneses le tendieron su mano amiga a Honduras. Donaron el primer laboratorio toxicológico y ayudaron a mejorar el Departamento de Medicina Legal.

Fue por esa época que empezaron a aparecer cementerios clandestinos y el doctor Ramos demostró la importancia de este departamento en la investigación criminal y en la impartición de justicia, lo que afianzó cuando demostró científicamente que los esposos Mario y Mary Ferrari fueron enterrados vivos en un pozo de malacate, después de ser golpeados salvajemente, que el mayor Zúniga Morazán fue torturado por largo tiempo antes de ser asesinado por sus verdugos, solo porque cobró un dinero que se le debía, y que Rosa Linda, una niña de diez años con síndrome de Down, cuyo cadáver fue encontrado putrefacto en la carretera al norte, fue violada varias veces antes de ser estrangulada por su asesino, que resultó ser su propio padre.

Al día de hoy, nada es tan valioso para la impartición de justicia que una medicina forense verdaderamente científica, objetiva, imparcial y que esté dirigida con capacidad y sabiduría. Ayuda a que el juez dé al inocente la libertad y al culpable su castigo, y libra de grandes males a la sociedad y al Estado. Este caso es una prueba de eso.

Las dos de la mañana cuando el timbre del teléfono sonó repetidas veces, rompiendo el silencio que dominaba en la habitación. Todo estaba a oscuras y el frío de octubre producía un sueño profundo.

“No contesta, señor presidente” –le dijo, entonces, uno de sus ayudantes, al presidente de Venezuela, Carlos Andrés Pérez.

Estaban en el despacho presidencial, en el Palacio de Miraflores, en Caracas, y se notaba que no habían dormido en toda la noche.

“Insista –ordenó el presidente–, es necesario que hablemos con él”.

Carlos Andrés Pérez se notaba preocupado.

En el dormitorio volvió a sonar el timbre del teléfono. Una mano adormilada lo cogió con desgano.

“Aló –dijo una voz–, Denis Castro habla”.

“¡Doctor Castro –le respondieron, al otro lado de la línea–, el presidente Carlos Andrés Pérez desea hablar con usted”.

“Doctor –dijo el presidente de Venezuela–, le pido perdón humildemente por molestarlo a esta hora”.

“¿En qué puedo servirle, señor presidente?” –respondió el doctor Castro, sentándose en la orilla de la cama.

“Necesito su ayuda –dijo el presidente–, y quisiera saber si puede venir a Caracas hoy mismo… Es un asunto grave… Creo que usted está enterado”.

“¿Se refiere usted al asesinato del general Carbajal, señor presidente?” –preguntó el doctor.

“Precisamente, doctor, aunque se me ha informado que el general murió a causa de la caída del helicóptero en que viajaba”.

“Pero no fue así, señor presidente –replicó Denis Castro–; el general fue asesinado cuando estaba en tierra, herido y capturado. Y las investigaciones demuestran que entre los asesinos del general y sus soldados están guerrilleros venezolanos que combaten en el Frente Farabundo Martí de El Salvador. Atacaron el helicóptero en el que viajaba el general Carbajal, en territorio hondureño, y, al caer a tierra, los asesinaron sin piedad”.

Carlos Andrés Pérez insistió.

“Informes de Inteligencia Militar de Venezuela dicen que el general murió…”

“Ejecutado a balazos en el suelo, señor presidente” –lo interrumpió el doctor Castro.

“Eso me preocupa mucho, doctor –agregó Carlos Andrés Pérez–; mi gobierno jamás se involucraría en los asuntos internos de otro país… y menos con comunistas”.

“Pues, parece que la realidad es otra, señor presidente”.

“Eso es peligroso para las buenas relaciones entre Venezuela y Honduras, doctor, y más, cuando a los supuestos guerrilleros comunistas venezolanos se les vincula con la muerte del general. Por eso me atreví a llamarlo”.

“¿En qué puedo servirle?”

“Deseo pedirle, con todo respeto, que realice usted la autopsia del general y los soldados muertos, y que nos ayude a confirmar la identidad de los guerrilleros caídos en combate con las Fuerzas Especiales del ejército hondureño, que se dice, son venezolanos… Nosotros pagaríamos sus honorarios”.

“Lamento no poder hacer nada por usted en este caso, señor presidente. Ya se le realizó la autopsia al general y a los soldados y se demostró que fueron asesinados a quemarropa…”

“Tengo un avión listo para que viaje usted a Caracas, doctor; aquí hablaríamos con más libertad”.

“No creo que sea necesario, señor presidente. En cuanto a los guerrilleros venezolanos caídos en combate en Honduras, no sabía nada, hasta ahorita que usted me lo dice”.

“Creemos que son guerrilleros salvadoreños”.

“No sabría decirle y lamento no poder ayudarle”.

Carlos Andrés Pérez se despidió y Denis Castro volvió a la cama, pero dos minutos después volvió a sonar el teléfono.

Ayuda

“Doctor Castro –dijo una voz aguda, por el auricular–, le habla Rafael Leonardo Callejas… Por favor, perdone que lo despierte”.

“¿En qué puedo servirle?” –respondió el doctor, malhumorado.

“El presidente Alfredo Cristiani de El Salvador necesita su ayuda” –respondió Callejas.

“¿Sobre qué, señor presidente?”

“Él se lo explicará personalmente, doctor; le dimos su número de teléfono para que lo llame”.

La llamada de Alfredo Cristiani llegó a las seis de la mañana.

“Doctor –dijo el presidente salvadoreño–, acabo de ordenar que el avión de TACA que sale de Tegucigalpa hacia San Salvador a esta hora, lo espere… Necesitamos su ayuda”.

“¿De qué se trata, señor presidente?”

“De un caso grave, doctor –respondió el presidente–; la muerte de un periodista de oposición, de un periodista que ha estado del lado de los comunistas del FMLN. Murió supuestamente en una balacera en territorio controlado por la Fuerza Armada de El Salvador, y los comunistas y los medios internacionales acusan al gobierno de haberlo asesinado para silenciarlo, lo que es completamente falso…”

“Y, ¿en qué puedo servirle yo?”

“Se le realizó la autopsia al periodista, doctor, y el forense salvadoreño asegura que murió a causa de un balazo que le entró por un ojo; y nosotros queremos una opinión externa que nos ayude a saber la verdad… Por eso acudimos a usted y necesitamos que venga a San Salvador”.

“Tardaré un poco en estar listo” –dijo el doctor Castro.

“No hay problema, doctor; el avión de TACA lo esperará el tiempo que sea necesario… a menos que le pida a mi amigo, el presidente Callejas, que nos haga el favor de trasladarlo en el avión presidencial de Honduras; nosotros pagaríamos los gastos”.

Denis Castro lo pensó unos segundos.

“Quizás esta sea la única ocasión que tenga de viajar en el West Wind –se dijo, mientras Alfredo Cristiani esperaba ansioso al otro lado de la línea–, y no estaría mal darme ese gusto; en TACA he viajado muchas veces y, además, no es correcto que este presidente abuse de su poder deteniendo a los pasajeros solo porque su gobierno está en problemas. No seré yo el causante de que la gente pierda su tiempo, llegue tarde a sus compromisos o pierda su conexión con otros vuelos… ¡Me iré en el West Wind!”

El presidente Cristiani aprobó esta decisión y llamó al presidente Callejas. A las siete de la mañana, Denis Armando Castro Bobadilla, único pasajero del avión presidencial hondureño, veía a sus pies el cerro El Picacho, mientras los pilotos hacían un giro hacia el oeste.

Callejas
“Doctor –le había dicho Rafael Callejas, mientras el doctor Castro era trasladado al aeropuerto en una camioneta de la Guardia de Honor Presidencial–, el caso del periodista Pedro Martínez Guzmán tiene en problemas al gobierno de Alfredo Cristiani.

Si usted comprueba que lo mataron los soldados, los comunistas van a incendiar aún más El Salvador… Martínez era amigo de los guerrilleros del Frente Farabundo Martí y cuando murió, venía de realizar una entrevista a un comandante en la zona controlada por la guerrilla…Eso hace más graves las sospechas de que fue el ejército el que lo asesinó… Recuerde que gente del batallón Atlacátl asesinaron a los jesuitas de la Universidad Centroamericana y que son muchos los periodistas que han muerto en este conflicto…”

Callejas daba muchas vueltas.

“Trataré de hacer bien mi trabajo, señor presidente” –respondió el doctor Castro.

“Su ayuda será muy valiosa, doctor, y sus honorarios serán muy bien pagados”.

“Licenciado –interrumpió el doctor–, haré mi trabajo con objetividad; si el periodista fue asesinado, lo dirá la autopsia. Si no es así, también se sabrá. En cuanto al pago de mis honorarios, será lo justo; ni un centavo menos”.

Estaban llegando al aeropuerto y Callejas le deseó buen viaje. En El Salvador, agrupaciones de obreros y campesinos estaban en las calles exigiendo que se investigara la muerte del periodista y los guerrilleros arreciaban sus ataques en todo el país.

La Fuerza Armada negaba que sus soldados hubieran asesinado a Pedro Martínez y la comunidad internacional presionaba al gobierno para que se supiera la verdad… Mientras tanto, el West Wind empezaba su descenso. El viaje había sido demasiado corto.

“Doctor –dijo, entonces, el capitán–, por cuestiones de seguridad, Inteligencia Militar de El Salvador nos dice que aterricemos en el aeropuerto de Ilopango. Allí lo esperará un equipo de las Fuerzas Especiales… Se cree que los guerrilleros del Farabundo saben que usted viene a investigar la muerte del periodista…”

Poco después, la pista de Ilopango apareció ante los pilotos del West Wind… Arriba se respiraba paz; abajo estaba el caos.

Continuará la próxima semana