Crímenes

Grandes Crímenes: Una condición especial (II parte)

16.09.2017

SERIE 2/2

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres

y se omiten algunos detalles.

+Lea aquí la primera parte de Una Condición Especial

A Beto lo mataron por la espalda una mañana en que iba para su trabajo. Era guardaespaldas, había sido miembro de las Fuerzas Especiales de las Fuerzas Armadas y estaba entrenado para repeler cualquier ataque y para sobrevivir en cualquier circunstancia. Pero lo mataron a cuchilladas.

Para los detectives de homicidios solo la sorpresa pudo ayudarles a los asesinos, porque estaban seguros de que eran al menos dos los criminales, ya que aquel hombre “era una fiera”.

Es cierto que tenía muchos enemigos, que era un marido violento y que no le tenía miedo a nada, pero ahora estaba muerto y su muerte era un misterio. ¿Quién o quiénes pudieron matar a Remberto? Y, ¿por qué?

Nina

La mujer regresó a su casa y se dejó caer en la cama; estaba cansada y el dolor no le cabía en el pecho. Por eso ya no quiso hablar más con los detectives. Ya les había dicho todo.

“No sé por qué lo mataron –repitió–. Beto tenía muchas enemistades, aunque yo no le conocí ninguna, solo es que él me decía que tenía enemigos, y a lo mejor por allí le vino el fracaso”.

“¿Tenía enemigos aquí en la colonia? –preguntó un detective.

“Que yo haya sabido, no. Era bien callado, no se metía con nadie y pasaba de la casa al trabajo…”

“¿Se peleó con algún vecino?”

“Nunca”.

“¿Lo visitaba alguien sospechoso?”

“No lo visitaba nadie”.

“¿Cómo era con usted?”

Nina suspiró, se limpió la humedad que tenía bajo los párpados, y respondió:

“Es que como era muy celoso, a veces me insultaba”.

“¿Le pegaba?”

“Sí, a veces, pero era por mi bien, para que yo no fuera a dañar el matrimonio porque ya sabe usted como es uno de mujer que a veces quiere hacer su ley… y el hombre es el hombre”.

“Entonces, ¿no sabe o no tiene idea de quien pudo haberlo matado?”

“No”.

Eso fue todo. Nada más iba a sacar de aquella mujer sufriente.

Cuando los detectives salieron de la casa, el caso se estancó y cayó en los archivos de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).

Polo

Estaba a punto de cumplir dieciséis años, no era muy alto, delgado, de piel blanca, serio y trabajador. Ya era albañil, después de dos años de trabajar como ayudante de uno de sus más grandes amigos, “El Pelillo”, pero una mañana lo encontraron muerto en una calle solitaria de su colonia, cerca de la Arnulfo Cantarero López.

“El Pelillo” dijo que lo vio por última vez en la tarde, cuando salieron del proyecto en el que estaban trabajando, y que él se fue para la casa y Polo se fue a la Despensa a comprar “una provisión”.

“No sé por qué lo mataron” –dijo, al final.

Los detectives tomaban notas y entrevistaban a cuanto curioso quisiera hablar con ellos.

“‘El Pelillo’ y Polo eran buenos amigos. Si alguien sabe si el chavalo tenía enemigos, ese es ‘El Pelillo’”.

Pero ‘El Pelillo’ ya había dicho todo lo que sabía.

“¿Desde cuándo son amigos?”

“Desde chiquitos”.

Pero por más que preguntaran y repreguntaran, no sacaron nada claro. Pero algo raro les iba a llegar por sorpresa.

Llamada

Era del médico forense.

“¿Podés venir?” –le preguntó al detective a cargo del caso.

“¿Qué hay?”

“Algo interesante –respondió el doctor–, si es que mis ojos no me engañan”.

Cuando el detective llegó, el forense le enseñó varias fotografías. Eran de las heridas que Polo tenía en la espalda.

“¿Te recuerda algo esto?” –preguntó el médico.

“No”.

“¿Te acordás del expolicía que mataron a cuchilladas en aquellas gradas…?”

“¡Ya!” –gritó el agente.

“A mí se me hacen parecidas las heridas, al menos varias de ellas…”

Dijo esto y le mostró otras fotos que guardaba en un viejo fólder.

“Y creo que estas fueron hechas con uno de los cuchillos con que mataron al policía”.

“¿Por qué dice?”

“¿Ves este corte? Se parece a este. Es más, estoy seguro de que es igual”.

Las heridas estaban aumentadas muchas veces en las fotografías y varias tenían una característica especial: habían cortado la piel dejando una depresión cóncava en la parte derecha.

“Es como si el cuchillo hubiera estado amellado –dijo el detective–, y tiene levantada esa parte del filo”.

“A pesar de que lo afilaron bien, no le pudieron quitar ese defecto”.

“Y las dos heridas se parecen”.

“Lo que quiere decir que a los dos los mataron con el mismo cuchillo”.

El detective se quedó pensativo por un momento.

“¿De dónde trajeron este cadáver?” –preguntó el forense.

El detective dio el nombre de una colonia, y agregó:

“Cerca de la Arnulfo Cantarero López…”

“En esa misma colonia mataron al expolicía”.

El detective miró al médico por un momento.

“Entonces –dijo–, podríamos decir que el cuchillo que mató al policía y al albañil es el mismo”.

“Y también se puede suponer que el asesino también es el mismo”.

Colonia

Los detectives fueron a la colonia de Polo, subieron las gradas, llegaron a la calle solitaria donde mataron al muchacho, y regresaron.

“No sabía qué era lo que estábamos buscando –dice el agente–, pero algo me decía que podíamos encontrar una pista en aquel lugar. Ahora sabíamos que el cuchillo asesino era el mismo y yo quería estar seguro de que el dueño había matado a los dos”.

Pero, ¿dónde encontrarlo?

Vela

La casa donde velaron el cuerpo de Polo era sencilla, de ladrillo sin repellar, techo bajo de zinc y piso rojo. El patio era amplio y allí estaban sentados muchos de los amigos del muchacho.

La abuela, una anciana de largo pelo gris, lloraba en una silla. Polo no tenía padres.

“Somos de la Policía –señora–, le dijo el detective, acercándose a ella–, y estamos aquí porque queremos encontrar al que mató a su nieto”.

Ella no dijo nada.

“Era tan bueno” –musitó, poco después.

“Queremos hacer algunas preguntas, señora”.

“Háganlas, mijo, háganlas… Pero por mí no se preocupen. Yo ya soy vieja y todo se lo dejo a Dios”.

“El Pelillo” estaba en una esquina, a su lado, una mujer hermosa, vestida de negro, con el pelo corto y ojos humedecidos por las lágrimas. Cerca de ella estaban otras mujeres y más allá, un grupo de adolescentes.

“¿Recordás a esa mujer?” –dijo de pronto uno de los agentes, dirigiéndose al detective a cargo del caso, al tiempo que señalaba con la mirada a la mujer que estaba con “El Pelillo”.

“Es la esposa del policía” –exclamó el detective.

Se acercaron a ella.

“¿Nina? –le dijo el agente–. ¿Se acuerda de nosotros?”

La mujer levantó los ojos.

“Sí –dijo–, ustedes son los policías que nunca supieron quién mató a mi marido”.

En ese momento “El Pelillo” se puso de pie y ella lo miró. Iba a decirle algo, pero el muchacho se perdió entre la gente.

“Veo que se casó de nuevo” –le dijo el detective, de pronto.

Nina se levantó de la silla.

“Tengo derecho” –dijo.

“Pero ese muchacho es menor que usted como veinte años…”

“Y a usted ¿qué le importa?”

Nina cruzó la sala, salió al patio y se acercó a “El Pelillo”. Este la miró con furia y le dijo algunas cosas que los detectives no entendieron. Luego vieron que “El Pelillo” los miraba.

“Es celoso el muchacho” –dijo uno de los agentes.

“Parece que a esa mujer le gusta que la martiricen”.

“Qué casualidad, ¿verdad? Al marido se lo matan cerca de aquí, en unas gradas, y con el mismo cuchillo que mataron a ese hombre matan a Polo, gran amigo del nuevo marido de Nina… ¿Cuántas coincidencias más vamos a encontrar en este caso?”

En aquel momento, Nina, con rostro encolerizado, se volvió a los detectives, pero solo por un momento, luego bajó la cabeza y siguió escuchando en silencio lo que le decía “El Pelillo”, que ya no parecía tan furioso.

“Este le salió tan bravo como el otro” –comentó un agente.

“El otro la golpeaba como si fuera boxeador”

“A ella le gusta”.

“Ese no es el problema… ¿Por qué está esta mujer con un hombre más joven que ella… No es que esté mal la señora, pero de allí a tener una relación con un muchacho…”

“Y no se preocupa por ocultarla”.

Los detectives se acercaron a Nina.

“Queremos hablar con usted” –le dijo uno de ellos.

“Ella no tiene nada que hablar con ustedes –dijo ‘El Pelillo’–; lo que les iba a decir del marido muerto ya se los dijo”.

“Queremos hablar de la muerte de Polo”.

Nina miró a los detectives y después vio al muchacho que la tenía agarrada de un brazo.

“Nada sabe ella de eso. El amigo de Polo era yo”.

“Señora –agregó el detective, sin hacer caso de las palabras de ‘El Pelillo’ y sin preocuparse de que alrededor de ellos se estuvieran reuniendo los curiosos–; señora, tenemos que hablar…”

Nina no dijo nada. “El Pelillo” le apretó el brazo.

“A su esposo lo mataron de la misma forma que mataron a Polo –dijo el detective–, acuchillándolo por la espalda, y lo mataron con el mismo cuchillo”.

La mujer dio un grito. “El Pelillo” soltó el brazo.

“No sabemos nada de eso” –dijo.

“Cuidás mucho a tu mujer, ¿verdad?” –le preguntó el detective.

“Es mi mujer” –respondió él.

“Y, ¿la celás mucho?”

“¿Por qué no? Es mía”.

“Ya”.

El detective sacó las esposas de acero de la funda que llevaba en la cintura, las abrió y le dijo:

“Vas a venir con nosotros”.

“El Pelillo” dio un salto hacia atrás.

“¿Por qué? Yo no he hecho nada”.

“Queremos hablar con vos”.

“No se lo van a llevar” –dijo Nina, cubriéndolo con su cuerpo.

“El Pelillo” había retrocedido. Un agente sacó un arma. “El Pelillo” se detuvo.

“Levantá las manos –le dijo, y agregó, dirigiéndose a otro de los detectives–: registralo”.

De la cintura de “El Pelillo” salió un cuchillo largo, de cacha de madera vieja y hoja ancha que se angostaba en la punta. Estaba envuelto en una funda de cuero y cartón.

“¿Y esto?” –le preguntó el detective.

“Es mío –contestó él–, para defenderme”.

El detective miró de cerca el cuchillo. Estaba amellado casi en el centro. Una ligera curva le deformaba el filo.

“Con este cuchillo mataron al esposo de Nina” –murmuró el detective–, y a Polo”.

“El Pelillo” ya estaba esposado. Los detectives caminaban hacia la salida en medio de un mar de murmullos.

“Esa mujer es la culpable” –dijo una señora gorda, sin dientes, que estaba cerca de la puerta de salida.

“¿Por qué dice eso, señora?” –le preguntó un detective.

“Yo no he dicho nada” –gritó la mujer.

“Sí que lo dijo, señora, y ya que no quiere hablar, va a tener que acompañarnos”.

A estas alturas, el velorio era un caos.

Crimen

“Mataste a Polo porque estabas enamorado de Nina, y Nina se acostaba con los dos, pero vos la querías para vos solo. ¿Verdad que así son las cosas?”

“El Pelillo” no dijo nada.

“Ya capturamos a Nina y dice que vos y Polo mataron a su esposo.

“¡Esa maldita perra! –gritó ‘El Pelillo’–. Por esa basura me metí en este lío…”

“A ver, contanos”.

“Ella era mujer de Beto y vivía con Polo porque le gustaban los chigüines… Polo estaba celoso y quería matar al marido, pero le tenía miedo… Yo le dije que le ayudaba con la condición de que me dejara acostarme con ella, y ella aceptó…, aunque a Polo no le gustó mucho la idea al principio”.

“Y, después, vos querías a la mujer para vos solo…, por eso mataste a Polo”.

“El Pelillo” no dijo nada.

“Y ustedes dos mataron al marido de Nina” –agregó el detective.

“Señores –dijo, de pronto, un hombre que entraba de lleno a la oficina–, soy el abogado defensor del muchacho y desde este momento no va a hablar con ustedes si no estoy yo presente”.

El caso terminó allí. Aunque no se pudo comprobar la complicidad de la mujer en el crimen, “El Pelillo” fue condenado por los dos asesinatos. Nina se fue de la colonia y, seguramente, se volvió a enamorar.

“El Pelillo” llora su estupidez. Lleva en la cárcel varios años. Saldrá en libertad casi de cincuenta, con su vida desperdiciada.