Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: El Club de los Cien

A toda acción corresponde una reacción de la misma magnitud y en sentido contrario
19.08.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres

y se omiten algunos detalles.

Era de madrugada cuando cuatro hombres armados con machetes llegaron a la casa de Juan, casi en el corazón de la montaña, en una aldea lejana del Distrito Central.

Era luna nueva, el cielo estaba lleno de nubes grises y la oscuridad era completa; además, los enormes árboles, lanzando sus ramas cargadas de hojas sobre las tejas de la casa, acentuaban las sombras.

Los cuatro hombres subieron al corredor de ladrillo cocido y, sin perder tiempo, el más alto de los cuatro, parándose frente a la puerta, se impulsó con fuerza para derribarla. La madera saltó hecha astillas y los cuatro, como fantasmas, entraron a la casa. Un haz de luz salió de un foco de mano y barrió la pieza en un segundo.

“¡Allí está!” –gritó, entonces, uno de ellos, apuntando la luz al rostro todavía somnoliento de un hombre que acababa de sentarse en la orilla de la cama.

“¡Tráiganlo!” –gritó otro.

Seis manos cayeron sobre el hombre semidesnudo que no dijo ni una sola palabra.

“¡Ahora te toca a vos, semejante hijo de p…!”

El hombre chilló, pero una mano fuerte le apretó la garganta. Lo sacaron arrastrado de la sala, que hacía también las veces de cuarto, comedor y cocina, y lo tiraron al suelo del corredor. En ese momento se escuchó una voz de mujer que suplicaba:

“No le hagan nada a mi hijo… Díganme, ¿qué mal les ha hecho mi muchachito?”

La mujer, una anciana de largas trenzas blancas, menudita y de voz chillona, se abalanzó sobre uno de los hombres, pero este la empujó devolviéndola a la casa.

“¡No me maten! –gritó, entonces el hombre–. ¡Por favor, no me maten!”

Su voz se perdió entre los alaridos de su madre y los insultos de los hombres. La luz del foco le dio en la cara una vez más y pudo ver el reflejo del machete que bajó hacia él con la velocidad de una bala. Apenas pudo gritar. El machete le partió el cuello y sus ojos desorbitados no vieron nada más.

El asesino cogió la cabeza del pelo, la levantó un poco y cortó con el machete los restos de piel que la mantenían unida todavía al cuello. Cuando el cuerpo cayó al suelo, lo desnudaron y uno de los hombres le cortó los genitales.

“¡Maldito basura!” –le dijo, y lo escupió.

“¿Y ahora?” –preguntó el que tenía el machete ensangrentado en una mano.

“Ya hicimos lo que teníamos que hacer” –le respondió el más alto de los cuatro.

Adentro se escuchaban los chillidos de la anciana; más allá, silbaba el viento, helado, húmedo, solitario.

“¿Qué hago con esto?” –preguntó el que había castrado a Juan.

El que parecía el jefe paseó la luz del foco por el corredor, la levantó al techo y la detuvo en un clavo mohoso que sobresalía de una viga vieja y rolliza.

“Colgalo allí” –dijo.

De pronto, el foco se apagó y las sombras, espesas, volvieron a cubrirlo todo. Los hombres, uno a uno, saltaron del corredor y, en pocos segundos, desaparecieron. Atrás de ellos quedaba una madre destrozada, llorando y maldiciendo, de rodillas ante el cadáver de su hijo que parecía nadar sobre un charco de sangre caliente y espumosa.

La DNIC. “Eran cuatro” –les dijo la anciana a los detectives de homicidios de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC).

“¿Los reconoció, señora?”

“No, mijo; a ninguno… Yo ya estoy vieja y no miro bien, y estaba muy oscuro…”

“¿Reconoció alguna voz? ¿Algo que nos ayude a saber quién mató a su hijo?”

“No sé, mijo –respondió la anciana–; yo oí que se decían cosas, pero ya les dije lo que hablaban… Es que ya estoy vieja…”

“¿Tenía enemigos su hijo, señora?”

“¡Ay, no, papa! Si mi hijo era un bendito de Dios… No se metía con nadie”.

“Entonces, ¿usted ni siquiera se imagina por qué le hicieron esto?”

“¿Qué me voy a imaginar, mijo, si yo paso metida en la casa? Vivíamos los dos solitos y ahora no sé quién me va a dar la comidita porque solo él tenía cuidado de mí”.

Por aquel lado, los detectives no llegarían a ninguna parte. Y por ningún otro.

Los asesinos llegaron en lo más profundo de la noche, ocultos por las sombras, entraron a la casa por la fuerza y sacaron de su cama a la víctima, para luego matarla de aquella forma tan terrible.

“¿Por qué alguien quiso hacer esto?” –se preguntó un agente–. ¿Por qué matar a este hombre de esta forma tan sangrienta?”

Estaba claro que aquel crimen había sido planificado y que los asesinos esperaron el tiempo oportuno. Además, sabían perfectamente cómo iban a matar a Juan y quién lo iba a castrar.

“¿Por qué hacer eso?” –se preguntó el detective.

“Tal vez es un marido celoso…” –respondió otro.

“Es posible, pero la señora dice que entraron a la fuerza, que lo sacaron de la casa y lo mataron sin decirle nada…”

“Bueno –replicó un tercero–, ya sabemos que la doñita ni ve ni oye bien…”

“Fue un ataque rápido”.

“Eso sí”.

“Los cuatro hombres venían por él…”

“Creo que es un crimen pasional”.

“Y por encargo”.

“Averigüemos con quién se relacionaba la víctima, si tenía mujer, novia, alguna amiga especial…”

“Decapitarlo, castrarlo y burlarse de él colgando sus genitales en una viga solo puede corresponder a una venganza”.

Antecedentes

Resultó que Juan era un vecino modelo, trabajador, respetuoso de la gente, de la ley y de su pastor. Y, por si esto fuera poco, era un hombre bueno, que ayudaba al menesteroso y siempre estaba dispuesto a compartir con el necesitado lo poco que ganaba con el esfuerzo de sus manos.

Aunque tenía treinta y seis años no se le había conocido novia alguna y, aunque no era homosexual, había quienes aseguraban que su larga soltería se debía a que cuidaba con abnegación de hijo bueno a su madre de setenta y seis años.

No sabía leer ni escribir, pero en las tareas del campo era como un Hércules. Es cierto que era solitario, que sus amigos eran escasos y que, a pesar de que se le veía siempre cerca de las cantinas y de los chinamos en las ferias, jamás se le vio borracho o con un cigarro en la mano.

“Entonces –dijo el detective a cargo del caso–, ¿por qué lo mataron? Y ¿por qué de esta forma? Además, ¿por qué lo castraron?”.

Odio

En opinión de los investigadores, a Juan lo mataron con odio, y era más que claro que aquel odio tenía sus raíces en algo pasional, ya que se sabe que mutilar los genitales de la víctima o destruirlos tiene dos connotaciones psicológicas claras: la primera, satisfacer deseos sexuales reprimidos del asesino, lo que, en opinión de los detectives no podía aplicarse en este caso, y la segunda, castigar a la víctima por un daño hecho con aquella parte su cuerpo, lo que los detectives supusieron después de conocer la personalidad de Juan.

“Si este hombre era tan inofensivo como parece –se dijeron los agentes de homicidios–, ¿qué daño de tipo sexual pudo hacerle a alguien? Y, si fue así, ¿qué tan grave pudo ser?”

“Quizás violó a alguien” –dijo un detective.

“Es posible, y tal vez fue a un niño o niña, lo que provocó tanto odio y tanta ira como para asesinarlo de esa forma”.

“El problema es que en esta zona no tenemos reportes de violaciones de ese tipo. Recordemos que Juan vivía en una aldea, muy pequeña por cierto, y en el pueblo nadie, ningún vecino, recuerda que en la zona o cerca de allí haya sido violado un niño o una niña… Y no olvidemos que en lugares como estos todo se sabe”.

“Entonces –dijo un tercer detective–, es posible que Juan le haya enamorado la mujer a alguien y se haya acostado con ella”.

“A Juan lo conocían bien en el pueblo y en su aldea y nadie lo vio nunca cerca de una mujer en planes de novio, mucho menos de amante”.

“Entonces, ¿qué motivos tenían los asesinos, porque está claro que no se equivocaron de víctima?”

“Estamos ante criminales perfeccionistas –añadió otro detective–, motivados por odio y cólera y cuyo modus operandi demuestra que los asesinos se sentían seguros y cómodos en la escena, quizás porque la conocieron bien antes o porque la estudiaron por algún tiempo. Además, ¿por qué no usaron armas de fuego?”

“Ese es un detalle importante”.

“Quizás porque no quisieron que el ruido de los disparos alertaran a los vecinos”.

“¿Cuáles vecinos si la casa de Juan está alejada de la aldea y en esta parte de la montaña puede explotar una bomba y nadie sabría nada?”

“Entonces, ¿por qué usar machete?”

“Para causar mayor sufrimiento”.

“Lo que nos confirmaría el odio”.

“Y los deseos de venganza”.

“Pero estamos ante una víctima que para muchos era casi un santo”.

“Tal vez era algo uñas escondidas”.

“¿Por qué matarlo de esa forma?”

“Y, ¿por qué no mataron a la viejita?”

“Porque solo venían por él”.

“¿Qué daño pudo hacer este hombre para merecer una venganza de ese tipo?”

“Hay que volver a la aldea y al pueblo… Alguien debe saber algo…”

“¿Por qué le cortaron los genitales?”

“Tenemos que trabajar mucho para contestar esa pregunta”.

Los detectives callaron. La muerte de Juan rebotaba en sus cabezas y estaban obligados a resolver el crimen.

¿Qué tan grave era lo que había hecho aquel hombre como para merecer semejante muerte?

+Lea aquí: Poderoso caballero