Crímenes

Grandes Crímenes: Poderoso caballero

12.08.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

Un hombre asesina a su mujer y deja el cadáver en la carretera al sur, envuelto en una sábana roja. El forense dice que fue estrangulada. Tiene huellas de defensa en sus brazos y uñas. Su esposo dice que iba por ella, pero tuvo un accidente en la moto y se regresó a su casa. A las dos de la mañana se dio cuenta de que no había llegado.

La buscó en su tienda, sin resultados. Los detectives le creen mientras investigan… Todavía no sabe cómo fue que lo descubrieron. Saldrá en libertad de más de setenta años de edad.

Lea aquí la primera parte de: Poderoso caballero

Detective

“¿Usted siempre iba a traer a su esposa a la tienda?”

La voz del detective era suave, como si cumpliera con una rutina pesada y aburrida, sin demostrar el menor interés en lo que hacía.

“Siempre iba por ella, pero anoche tuve un accidente en la moto y no pude llegar… Mire como quedé”.

“Sí, ya veo”.

“A su esposa la estrangularon”.

“Así dicen”.

“Pero ella se defendió…”

Saúl guardó silencio.

“Yo la quería mucho” –dijo, poco después.

Entierro

Fue mucha gente al cementerio. Isabella era muy querida. Pero lo más doloroso era el sufrimiento de sus hijos.

“¿Quién pudo hacerle esto a mi esposa? –decía Saúl–. ¿Quién?”

El agente de homicidios, con lentes negros y manos cruzadas al frente, lo veía todo sin decir nada.

“Un asesino inteligente es también un buen actor –dice el detective–, pero Saúl pasó por alto ese detalle. Llorar, lamentarse, desesperarse y maldecir y amenazar son parte del acto, y con eso se demuestra el dolor que nos provoca la muerte de un ser querido, de la esposa que tanto se ama, pero él no lloraba, es más, por momentos veía el ataúd y algo parecido a una sonrisa aparecía en su rostro. Eso me hizo pensar en él como el asesino, pero demostrarle eso al juez no era nada fácil”.

Saúl me mira fijamente, con algo de asombro, y sonríe.

“Tiene razón –dice–, no lloré por ella–. Ahora que lo recuerdo bien, ni siquiera solté una lágrima… Creo que me faltó prepararme para eso”.

El detective hace una pausa, relee algo en el expediente, ya amarillento, y dice:

“El segundo detalle que llamó mi atención fueron las heridas de Saúl. ¿Cómo fue el accidente en la moto?”

Nueva pausa.

“Dice que un taxista le quitó el derecho de vía –añade el agente–, y él cayó al pavimento. Me pareció que tuviera tantas heridas y raspones y que la moto no se destruyera. Es más, solo se le quebró una vía y el guardafango delantero. Cuando entrevisté a los socorristas, les pregunté si había sangre abundante en la escena y uno de ellos, el que escribió el informe, dice que no había sangre. Además, uno de los testigos del accidente, que fue de los primeros en auxiliar a Saúl, les dijo a los socorristas que él no entendía cómo se raspó la cara si llevaba el casco puesto y que fue él mismo quien se lo quitó mientras Saúl estaba desmayado… Además, dijo que no entiende cómo se cayó si en ese momento la calle estaba libre y que no vio a ningún taxista cerca de la motocicleta”.

Saúl aprieta los dientes, mira hacia el frente y una sombra cubre sus ojos.

“¡Qué estúpido fui! –exclama.

Tres

“Un detalle importante fue la hora del accidente –sigue diciendo el detective–. Saúl no dijo a qué hora se accidentó, pero la llamada de auxilio llegó a las ocho y cincuenta y tres de la noche. Los socorristas llegaron al lugar a las nueve y diecinueve. En la casa nos dijeron que Saúl salió a traer a su esposa poco después de las seis y cincuenta porque estaba viendo Abriendo Brecha y cuando don Rodrigo Wong Arévalo iba a leer el editorial, él se levantó del sillón y salió. El hijo mayor de Isabella recuerda bien este detalle porque siempre ve el noticiero. Y de la casa en Loarque a la tienda cerca del mercado en Comayagüela nadie puede tardarse dos horas en moto. Y debemos recordar que él iba a traer a su esposa a la misma hora y que llegaba por ella a la tienda un poco antes o un poco después de las siete de la noche”.

Saúl me mira, esta vez con algo de color en el rostro, como si la resignación empezara a calentar la sangre en sus venas, y levanta los hombros sin decir nada.

“¿Por qué no quiso que los socorristas lo llevaran al hospital? –pregunta el agente–. Primero, porque la moto estaba bien, porque él estaba bien y porque lo que deseaba era asegurar su coartada… Pero hasta aquí, nosotros solo especulábamos. Aunque nos parecía sospechoso, él bien pudo decir que se tardó porque se entretuvo en el camino y que un mareo lo hizo perder el equilibrio en la moto y que él creyó que un taxista le quitó el derecho de vía… Todo eso podía ser creíble. Pero ¿cómo explicaba los raspones de la cara si el muchacho que lo ayudó dijo que él se lo quitó cuando estaba desmayado?”

El detective hace una pausa, da vuelta a dos páginas del expediente y levanta la cabeza.

“Teníamos que ir despacio para no alertar al sospechoso, y nos cuidamos de no hacer ciertas preguntas”.

Saúl toma un poco más de su Pepsi dietética, luego, pregunta:

“¿Desde cuando sabían que yo era el asesino?”

“Pues, desde el primer momento”.

Un rayo de cólera brilla en sus ojos, cólera contra sí mismo.

Crimen

“Fuimos a la tienda –dice el agente–, y todo estaba en orden, pero nosotros queríamos saber dónde fue que Saúl asesinó a su mujer. Tuvo que ser en un lugar íntimo. Recordemos que él salió de su casa en motocicleta y que en moto no podía atentar contra su mujer ni mucho menos cargar el cadáver envuelto en la sábana. Entonces, ¿dónde la mató?”

Saúl se retuerce las manos y, por un momento, se mira las cicatrices largas y oscuras que tiene en su brazo derecho.

“¡Qué estúpido fui! –exclama de nuevo, pero esta vez como hablando consigo mismo.

Pista

“Teníamos que encontrar el lugar del crimen –añade el detective–, y la sábana roja nos dio una pista… Pero descartamos el motel porque si ella se defendió, como en realidad lo hizo, debió gritar, y alguien debió escuchar algo, y Saúl no iba a correr ese riesgo.

Entonces nos pusimos a pensar como él, quiero decir, a pensar como pudo pensar el asesino. Estábamos claros que la sábana era de un motel barato, por lo descolorido de la tela, lo gastada que estaba en ciertas partes, por la quemadura de cigarro, por el color, típico de los moteles, y por el pedazo que le cortaron en una esquina, sin embargo, para que esta teoría tuviera algún valor, teníamos que saber cómo llegó esa sábana a manos de Saúl”.

El detective suspira.

Saúl suda.

“Vamos a visitar los moteles de la salida al sur, uno por uno –dijo el detective a sus compañeros–; vamos a presentarles la sábana roja y a preguntarles si a ellos se les perdió una igual y en qué fecha… Alguien tiene que reconocerla”.

“¿Por qué en los moteles de la salida al sur?” –le pregunté mientras tomaba nota.

“En Criminalística hay algo que se llama perfil geográfico, el que se realiza a partir de la escena del crimen o del lugar donde fue encontrado el cadáver de la víctima. El abogado Gonzalo Sánchez es y será uno de los más grandes y sabios criminalistas de Honduras y de toda Centroamérica. Él nos enseñó a investigar un crimen siguiendo cada detalle.

De él aprendimos que el asesino actúa o comete el delito en el lugar donde se siente más cómodo, esto es, en la zona que mejor conoce porque es en la que se desenvuelve, y a la mujer la encontraron en la carretera al sur, y ella vivía con su familia en Loarque, una colonia que está en la salida al sur del país… Además, Saúl es originario de Ojojona. Entonces, empezaríamos por los moteles de la salida al sur, seguramente muy conocidos por Saúl y los que, a mi juicio, son algo pobres o descuidados por la vejez de la sábana”.

Hacemos una pausa. El detective busca algo en el expediente y yo espero.

Motel

“Eso fue hace una semana, señor –le dijo una empleada del motel al detective–. Yo arreglé la habitación y puse la sábana, pero cuando salió el cliente y entré para asear de nuevo la habitación, la sábana no estaba, entonces reporté a la administración y marcaron la placa de la moto”.

El agente se sorprendió cuando la mujer mencionó la palabra “moto”.

“¿Moto?” –le preguntó.

“Sí, él vino en una moto…”

“¿Él? Usted dice, ‘él’, no dice ‘ellos’. ¿Por qué?”

“Porque entró solo y en la habitación no lo esperaba nadie… y solo estuvo como quince minutos”.

Saúl tiene los brazos cruzados al pecho, ya no suda y parece tranquilo. Ahora sabe algo que quiso saber por muchos años.

“Todo esto debió decirse en el juicio” –le digo.

“Mi mente estaba en otro lado…”

Placa

A las nueve de la mañana de un viernes fresco, varios detectives de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC) llegaron a una casa en la aldea Germania. Salió a atenderlos un hombre joven, sin camisa.

“¿Carlos Cárdenas Barahona?” –preguntó un detective.

“Soy yo” –respondió él.

“Queremos hablar con usted” –agregó el detective.

“¿De qué?”

“Del asesinato de una mujer…”

“¿Qué que quéeeeee?”

“Ya me oyó”.

“Yo no he matado a nadie…”

“Eso lo vamos a ver. Abra la puerta”.

Carlos, temblando, abrió el portón.

“¿Esa moto es suya? –le preguntó el detective, a quemarropa, encontrándose de pronto con una motocicleta Yamaha, con una placa bien visible en la parte de atrás.

“Sí, es mía… ¿Por qué?”

“Porque usted, hace una semana, nueve días, para ser exactos, llegó al motel XXX, estuvo allí quince minutos y se llevó una sábana roja…”

“Yo no hice eso… Jamás he ido a ese motel y menos me robé una sábana… ¿Qué estupideces me está diciendo?”

“¿Es suya esa moto?”

“Sí; ya le dije que sí”.

“Este número de placas está registrado en el libro de entradas del motel…”

“¡Ah, no! –gritó Carlos–. A mí no me echan ese muerto…”

“Muerta” –corrigió el detective, mostrando las esposas de acero.

“Esa tarde yo le presté la moto a un amigo porque la suya se le había dañado…”

“¿Quién es ese amigo?”

“Se llama Saúl…”

“¿Cuándo se la entregó?”

“Al día siguiente. Él iba a traer a la esposa…”

De repente, Carlos calló, abrió la boca y en sus ojos se reflejó un horrible terror.

“Yo sonreí al verlo –dice el detective–; sabía que aquel hombre era clave en la solución del caso”.

“¿Qué está pensando?” –le preguntó el agente.

Él no contestó.

“¿Usted fue a la vela y al entierro de Isabella, la esposa de su amigo Saúl?”

“Sí… Sí”.

En aquel momento un Toyota Corolla antiguo se estacionó detrás de una patrulla y de él salieron una mujer joven y una anciana. Era la esposa de Carlos.

“¿Qué es lo que pasa?” –preguntó ella.

“Pasa, señora –le contestó el detective–, que creemos que su esposo es cómplice de un asesinato”.

“¡Qué! ¡Eso es imposible!”

“Tal vez, pero va a tener que demostrarnos que es inocente…”

“Y ¿a quién se supone que mató?”

“No decimos que él es el asesino, señora, solo que es cómplice de asesinato… ¿Usted conocía a Isabella?”

La mujer abrió la boca.

“Eso es imposible” –dijo.

“Su esposo es buen amigo del viudo”.

“Claro que son amigos… ¿Eso qué tiene de malo?”

“Ya verá usted”.

Intuición

En ese momento el detective tuvo una idea.

“Fue algo que se me vino de repente –dice–, y aquel era el momento oportuno para hacer esta pregunta: Si usted le prestó la moto, ¿qué otro vehículo le ha prestado a su amigo en los últimos días?”

Hubo un momento de silencio.

“El carro –dijo Carlos–; le he prestado el carro”.

“¿Cuándo fue la última vez que se lo prestó?”

“Antier… O sea, antenoche”.

Los agentes se miraron entre sí.

“Vamos por partes –le dijo el detective–; usted le prestó el carro antenoche a su amigo… ¿Cuál carro?”

“Ese; mi Corolla”.

“Cuénteme más…”

“Vino a mi casa como al mediodía y me dijo que si le hacía el favor de prestarle al carro para esa noche, que tenía algo importante que hacer. Yo imaginé que con alguna mujer. Le dije que sí y él me pidió que se lo llevara al centro comercial ese que está en Loarque, en la entrada. Allí se lo llevé como a las siete. Él dejó su moto allí y se fue en el carro. Yo me fui a jugar naipes a la gallera. A eso de las diez y media me lo devolvió”.

“¿Estaba golpeado cuando le devolvió el carro?”

“Sí. Me dijo que había dejado el carro en el centro comercial y que agarró la moto para ir a traer a su esposa, que se había tardado y que por ir de prisa se accidentó y se raspó, pero que no era nada grave…”

Saúl pone los brazos sobre la mesa de cemento, me mira y sonríe abiertamente.

“De verdad que no hay crimen perfecto” –dice.

“Usted golpeó a su esposa en la garganta, tal vez con el filo de su mano derecha, y después la estranguló, pero ella se defendió, le clavó las uñas en un brazo y en la cara… Pero usted era más fuerte. Luego la llevó a la carretera del sur, la sacó del carro, la envolvió en la sábana que se robó del motel XXX y dejó allí el cadáver, luego aparentó el accidente, creyendo, por supuesto, que los policías somos estúpidos o retrasados mentales”.

En ese momento le pusieron las esposas a Saúl, delante de sus compañeros de trabajo.

“¿Por qué lo hizo?” –le pregunto.

“Por el seguro de vida” –contesta.

Mira hacia el frente, resignado, y agrega:

“Por codicioso y por estúpido??”

Se detiene una vez más.

“Creí que había hecho bien las cosas…”

En Medicina Forense dijeron que las cicatrices de Saúl fueron hechas por uñas largas y afiladas y que los raspones pudieron ser autoinfringidos…

En el Corolla de Carlos encontraron sangre del mismo tipo del de Saúl.

“¿Para qué revolver más esto? –me dice, poniéndose de pie–. Solo escriba mi historia, la historia del más estúpido de los asesinos”.