Crímenes

Selección de Grandes Crímenes: Una causa misteriosa

22.07.2017

SERIE 2/2
Este relato narra un caso real.
Se han cambiado los nombres

Parte 1: Selección de Grandes Crímenes: Una causa misteriosa

Resumen. Doña Juana murió en su cama, a los ochenta y tres años de edad, pero su muerte generó algunas sospechas. La espuma en su boca extremadamente abierta y el gesto de terror en sus ojos fueron suficientes para imaginar un crimen, pero cuando encontraron vacías las cajas y los frascos de sus medicinas, no se dudó más y la Policía detuvo a una mujer como sospechosa de asesinato…

Saliva. Para cualquiera con cuatro dedos de frente era fácil entender que aquella era la escena de un crimen.

“Esta mujer murió intoxicada” –dijo el forense, luego de ver el cuerpo por unos segundos.

“Intoxicada, ¿con qué?” –preguntó una de las hijas.

El médico esperó un momento antes de responder. Estaba escribiendo algo en una hoja de papel.

“¿Encontraron las medicinas de su madre, señora?” –le dijo, después.

“No, doctor”.

“Esa es la respuesta” –contestó él.

La mujer dio un grito.

“¡Esa mujer la mató!” –dijo, el hijo mayor–. ¡Esa maldita mujer la envenenó para cobrar la parte de la herencia que mi mamá le dejó”.

“Eso ya es asunto de la Policía, señor” –replicó el forense.

A estas alturas, la casa se iba llenando con los viejos amigos de doña Juana, antiguos socios de su marido y ejecutivos de sus empresas, así como de los empleados más fieles. Y entre todos se comentaba la triste muerte de la señora y la avaricia demoníaca de la que le había quitado la vida.

“En estos tiempos tan horribles, ¿qué es lo bueno que podemos esperar de los seres humanos?” –dijo un hombre, bien entrado en años, vestido de riguroso luto.

“Esa mujer se va a podrir en la cárcel” –comentó una señora llena de arrugas y con un peinado alto y brillante.

“Es lo que merece –dijo otra–. ¿Cómo pudo hacerle eso a Chanita después de todo el bien que recibió en esta casa?”

“Señoras –intervino otro anciano, mirando a las mujeres con aires de filósofo–, desde que Judas vendió a todo un Dios, solo lo peor podemos esperar de la gente”.

En aquel momento bajaban por la enorme escalera dos policías llevando agarrada de los brazos a Clementina. Esta iba en silencio, fija la mirada, pero sin ver a nadie, respirando por la boca y sin expresión alguna en su rostro pálido. Detrás de ella venía su hijo.

Cuando bajaron a la sala, la gente se apartó como se separaron las aguas del mar, y un murmullo, como un zumbido de moscas hambrientas, rompió el silencio que había impuesto de pronto la aparición de la asesina.

“Maldita” –dijo alguien.

“Puerca” –agregó otra persona.

“Vida le va a faltar a esta asesina para pagar lo que hizo en la cárcel” –añadió una tercera.

Y, en ese momento, una mujer madura, a la que conservaban guapa las cremas y menjunjes, se adelantó un paso, se detuvo frente a Clementina y, sin perder un segundo, la escupió en la cara.

“Ojalá te pudrás en el infierno” –le dijo.

El zumbido de las moscas aumentó en intensidad mientras el escupitajo, blanco y espumoso, bajaba por el pómulo derecho de la mujer como una liga asquerosa.

“Yo limpié la saliva con mi mano –dice el hijo de Clementina–, pero ella no se dio cuenta de nada… Fue después, cuando empezó a llorar, que sintió que algo le había quemado la mejilla. Esa mañana mi madre envejeció cien años… Cuando la trasladaron a la penitenciaría de mujeres, iba llena de canas, ya sin brillo en los ojos y casi sin ganas de vivir”.

Entrevista
“Mamá –le dijo su hijo–, mis amigos y yo la vamos a defender, pero quiero que nos diga todo lo que pasó la noche anterior a la muerte de abuela Juana”.

Clementina miró a los abogados que acompañaban a su hijo y, con ojos húmedos, preguntó:

“¿Ya la enterraron?”

“Sí, mamá… Hace tres días”.

“Yo no volví a verla”.

Nadie dijo nada. Una lágrima bajó por la mejilla ardiente y ella la limpió con un gesto mecánico.

“Yo no la maté” –murmuró, después.

“Lo sabemos, mamá –contestó el hijo–, por eso queremos saber todo lo que pasó la noche anterior, para defenderla en los tribunales”.

Clementina lo miró.

“¿Qué querés que te diga, hijo?” –preguntó.

“Todo, mamá”.

Ella hizo una pausa. Suspiró y en el suspiro se le fue el alma.

“Yo le di la medicina, como todas las noches –dijo, segundos después–; la pastilla para la presión, le inyecté la insulina, el relajante y el antibiótico que le había recetado el doctor para la infección en la orina… Después se tomó un poco de sidra y leímos la Biblia con el hijo mayor, como todas las noches… Antes de que él se fuera le di la mitad de la pastilla para dormir, le di masaje en los pies porque los tenía helados, por la neuropatía y la mala circulación, y la arropé con la colcha. A ella le gustaba que me sentara cerca de ella hasta que se dormía, entonces yo me iba, apagaba la luz y cerraba la puerta, hasta las cinco de la mañana del día siguiente, que me levantaba para que se tomara las medicinas otra vez”.

Hablaba despacio, como si nada le importara, y más por complacer a su hijo.

“¿La vio en la mañana, mamá?”.

“Me desperté a las cinco y diez, hijo –respondió ella–, y así como estaba me fui corriendo al cuarto, pero entonces oí los gritos…”

Clementina calló, el llanto ahogó sus palabras y las lágrimas saltaron por sus mejillas.

“Entré y la vi –agregó–. Estaba muerta, tendida en el centro de la cama, con la boca abierta y llena de espuma, los ojos abiertos y como con miedo, como si hubiera visto al mismísimo diablo”.

“¿Qué más, mamá?”

“Yo me acerqué para tocarla, pero estaba helada, con los brazos a los lados y las uñas como clavadas en la sábana”.

“¿No estaba arropada con la colcha?”

“No, hijo, la colcha estaba a un lado. Ella estaba como vos la viste”.

“¿Quién la encontró?”

“Fue Carlitos”.

Se refería al hijo mayor.

“Cuando usted le dio las medicinas, las demás quedaron en la mesita, ¿verdad?”

“Sí, hijo. Yo siempre sacaba las pastillas que le iba a dar y cerraba los botes y las cajas, y lo dejaba todo en orden… Y se las daba una por una, con un poco de agua o con leche caliente con azúcar, como a ella le gustaba. Después, nadie tocaba las medicinas hasta la mañana siguiente, cuando yo llegaba”.

“Entonces, ¿por qué no había ni siquiera una pastilla en la mesita?”

“No sé, hijo, pero yo no la maté. La quería mucho y estaba muy agradecida con ella… Jamás le hubiera hecho daño. Por ella es que vos estudiaste”.

“Yo sé, mamá”.

El hijo
El agente de homicidios se sentó al otro lado de la mesa y su compañero se quedó de pie. Frente a él estaba el hijo de Clementina.

“Necesito su ayuda” –le dijo este.

“Mire, abogado –respondió el agente–, el fiscal acusa a su mamá de asesinato y parece que el juez está de acuerdo con él… Recuerde que es una familia poderosa y los hijos han regado algo de dinero para hundir a la señora… su mamá”.

“Pero ella no la mató”.

“Ella le dio las medicinas la última noche y, en opinión del fiscal, regresó para obligarla a que se tragara todas las demás, segura de que le iba a provocar la muerte por intoxicación”.

“¿Por qué haría mi madre algo así?”

“Por la herencia, dicen los hijos, y el fiscal se ampara en esto para sostener su acusación”.

“Pero eso no es posible”.

El detective cambió la mirada, por un momento se quedó en silencio, luego vio a su compañero, que acababa de carraspear, como para llamar su atención, y dijo:

“Mire, abogado, esto es como las campanas. Si usted nos ayuda, nosotros le ayudamos”.

“Ya habíamos hablado de eso” –respondió el abogado.

“Pero es que la información que tenemos es valiosa, abogado, y usted nos ofrece muy poco”.

“¿Cuánto quieren?”

“Cincuenta…”

“Hecho”.

“Para cada uno”.

El abogado dudó un momento, luego, aceptó.

Los agentes
“Mire, abogado –dijo el detective, después de guardar en una bolsa del pantalón un paquete de billetes nuevos, al tiempo que le entregaba un fólder, deslizándolo sobre la mesa–, este es el informe original de Inspecciones Oculares”.

El abogado leyó despacio. Luego, gritó, indignado.

“¿Qué es lo que quieren hacer?” –preguntó.

“En el requerimiento fiscal dice que Inspecciones Oculares no encontró ni siquiera una huella digital en la mesita de noche, en el vaso con agua ni en las cajas ni en los frascos de las medicinas”.

“Pero aquí dice que había muchas huellas digitales y la mayoría eran de mi abuela Juana”.

“Esa es la verdad y para que usted lleve al juzgado a declarar al técnico que recolectó las huellas y al que las identificó en Dactiloscopia, va a tener que invertir otro dinerito, pero esta es la verdad…”

“¿Por qué el fiscal está haciendo esto?”

“No es el fiscal, abogado; él no sabe nada de esto. Alguien arregló para que se dijera que no habían huellas…”

“¿Por qué?”

“¿Es que no ha entendido, abogado?”

“No, no sé qué quiere decir esto”.

“Sencillo, abogado… Su mamá no mató a doña Juana. Y si encontraron huellas digitales de ella entre las de la señora muerta, fue porque doña Clementina tocaba los frascos y la mesita y el vaso, y todo… Pero, ¿por qué había más huellas de la señora?”

“No sé”.

“¿Quién le daba las medicinas a doña Juana?”

“Mi mamá”.

“Y es de suponer que la señora nunca tocaba ni las cajas ni los frascos y que no abría la gaveta porque tenía quien hiciera todo eso por ella, ¿verdad?”

El abogado no dijo nada.

“Es lógico que hubiera huellas en el vaso porque lo agarraba para tomarse las medicinas”.

“Pero, también el vaso estaba limpio, o sea, que no tenía ni una huella, según el requerimiento”.

“Así es, lo que hace creer que el asesino, o la asesina, limpió bien todo para ocultar su crimen”.

“Pero los técnicos sí encontraron huellas”.

“Ese es el primer informe…”

“Esto significa…”

“Que doña Juana murió por su propia mano, que la señora se suicidó”.

El abogado vio asustado al detective.

“Es lógico suponer que, por mucha confianza que tuviera doña Juana en su mamá, no se iba a resistir cuando le estuviera dando a tragar tantas pastillas, y es lógico también que no se las iba a meter a la fuerza ni se las iba a dar dormida. Doña Juana hubiera peleado por su vida. Y no había señales de violencia en la cama. Algún dolor horrible sintió la señora al momento de morir y por eso quedó en aquella actitud…”

“Entonces…”

“Su mamá es inocente”.

“Vamos a probar esto”.

“La señora se suicidó”.

Siguió a esto un momento de silencio.

“Inspecciones Oculares encontró un lápiz en la mesita de noche, los anteojos de doña Juana y la Biblia, pero la Biblia desapareció… En algún momento falló la cadena de custodia de las evidencias, pero a nadie le interesa… ¿Por qué alguien hizo desaparecer la Biblia?”

“No sé”.

“Tal vez porque allí la señora escribió algo… No sé”.

“¿Algo?”

“Tal vez una nota de suicidio”.

El agente se puso de pie.

“Lo que esa gente quiere evitar es que su mamá reciba la parte de la herencia que le dejó doña Juana, la que es muy crecidita, según supimos”.

Nota final
Dos años y tres meses estuvo Clementina en la cárcel. Se benefició de la ley del reo sin condena. Salió para encerrarse en la casa de su hijo, con problemas mentales. Murió un año después de recibir el regalo que le dejó doña Juana, a pesar de las protestas y las triquiñuelas legales de los hijos. Hoy, después de tantos años, el caso de doña Juana sigue sin resolverse, pero dice el hijo de Clementina que el juez, al final, desestimó la acusación porque las pruebas presentadas por la defensa eran demoledoras y peligrosas para su propia carrera.

“El juez arregló las cosas para que mi mamá saliera de la cárcel, beneficiándose de aquella medida, pero ella estaba muerta en vida…”

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