Crímenes

Grandes Crímenes: La penitencia (primera parte)

Todo delito es un pecado, pero no todo pecado es un delito
24.06.2017

SERIE 1/2

Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres.

A orillas del río Guacerique, cerca de la colonia Divanna, en Comayagüela, unos niños que recogían leña encontraron el cuerpo de un hombre de unos cuarenta años, no muy alto, fornido, de piel trigueña y que tenía al menos un día de estar atrapado entre las piedras, con las piernas en la corriente.

Estaba boca arriba y los zopilotes le habían sacado los ojos, lo que asustó a los niños. Cuando los adultos llegaron, vieron que flotaba sobre el rostro hincado una nube de moscas y que algo asqueroso supuraba de las numerosas heridas que tenía sobre el pecho.

“Eran gusanos –dice un testigo–, miles de gusanos pequeñitos que se comían la carne podrida”.

El forense dijo que lo habían torturado hasta la muerte y que esta le vino después de que salió de sus venas la última gota de sangre. Los golpes que tenía en la cabeza, aunque rompieron el cráneo, no eran mortales, ni las fracturas en los dedos de las manos y en los brazos, ni el aplastamiento de la tibia y el peroné. Se había desangrado, seguramente ante sus torturadores, después de que le cortaron la piel con uno o más objetos extremadamente filosos. Las heridas en la espalda y en las piernas eran incontables, pero ninguna era profunda.

“Este hombre se desangró hasta morir” –repitió el médico.

“Alguien lo odiaba demasiado –agregó un agente de homicidios–; lo hizo sufrir una muerte lenta y cruel”.

“Tal vez un ajuste de cuentas o una venganza” –añadió el fiscal.

Policía

Se llamaba Luis Zelaya, acababa de cumplir cuarenta años y tenía seis meses de haber dejado la Policía Nacional, luego de un enfrentamiento con delincuentes en las montañas de El Rosario, Comayagua, en el que tuvo miedo a morir.

“Esto no es para mí” –le había dicho a su papá, un campesino de Jamastrán que nunca estuvo de acuerdo en que su hijo siguiera aquel oficio.

“Estuvo con nosotros tres meses, después de que salió de la Policía –dice el señor, con lágrimas en los ojos, apretando cariñosamente las manos frías de su esposa–, pero se regresó a Tegucigalpa porque ya no le gustaba el trabajo del campo y quería ser chofer en alguna empresa, pero no encontró trabajo… Regresó a su casa en un cajón y no sabemos por qué lo mataron”.

“Lo primero que pensamos es que Luis tenía algún enemigo –dice uno de los detectives que llevaron el caso–. Lo secuestraron en alguna parte y lo llevaron a un lugar solitario donde fue torturado hasta matarlo. Creemos que este lugar está cerca de donde fue encontrado. Lo extraño es que lo dejaron en la otra orilla del río, donde no hay casas y solo está el cerro lleno de piedras y árboles”.

“El se hospedaba en un hotel del mercado –agrega un segundo agente–, y pagaba media tarifa porque el dueño lo conoció en sus tiempos de policía. Este señor dijo que salió la mañana antes después de desayunar dos baleadas con horchata y que le dijo que iba a ver si en una empresa distribuidora de alimentos lo contrataban, pero no volvió”.

“¿Lo visitaba alguien en el cuarto?” –preguntó el detective.

“Nadie”.

“¿Tenía mujer? ¿Alguien con quien compartía?”

“El me dijo que había tenido una compañera pero que se había ido mojada para Estados Unidos, y que ya no la esperaba, después me contó que tuvo otra señora pero que esta era solo así, por encimita, o sea, sin compromiso de hogar o de acompañarse”.

El dueño del hotel se rascó la cabeza casi calva metiendo los dedos debajo del sombrero y pareció arrepentirse de lo que había dicho.

“Y, ¿usted sabe quién es esa mujer?” –le preguntó un detective.

“El me dijo que se llamaba Lucy pero que un día la mataron en un bus, a lo mejor por asaltarla”.

El agente lo miró por un instante.

“Don Juan –le dijo–, yo creo que usted sabe más de lo que nos está diciendo… ¿A qué le tiene miedo? ¿Es que Luis andaba en cosas malas?”

“No, papa –dijo al hombre–, nada de eso; solo es que yo no quiero problemas con la Policía. El siempre venía aquí desde que se vino de su aldea, en Jamastrán, supuestamente a estudiar. Allí estudiaba en el Hibueras, pero se hizo policía y estuvo allí un montón de años, y no prosperó nunca. Y como era de mi mismo lugar y yo conozco a su papá y a su abuelo, pues, entonces teníamos una amistad”.

Lucy

“Háblenos de Lucy –le dijo el detective–. ¿Usted la conoció?”

Don Juan se rascó otra vez la cabeza, esta vez por la nuca, arrugó la boca y miró hacia abajo por un momento.

“Creemos que Luis tenía un enemigo poderoso –le dijo el detective–, y necesitamos su ayuda y toda la ayuda posible para resolver el caso y encontrar al que lo mató…”

“Yo sé, muchachos, pero es que lo que menos quiero son líos”.

“¿Qué líos puede tener si Luis no andaba en nada malo?”

“Mire –dijo don Juan, de repente, levantando la cabeza–, yo no sé nada pero si me preguntaran por qué creo yo que fue que le vino la muerte a Luisito, pues yo diría que fue por mujerero… Es que era bien inquieto y no respetaba nada”.

Luis

No fue un mal policía. Estuvo en servicio casi dieciocho años y, aunque le gustaba su trabajo, decía que quería retirarse y “chambear” de otra cosa porque “eso ya se había puesto yuca”. Estuvo asignado en casi todo el país y en todo ese tiempo su hoja de vida se mantuvo limpia.

Era servicial, amable y bromista pero su carácter cambió cuando la mujer con la que convivió diez años, y de la que no tuvo hijos, decidió dejarlo e irse para Estados Unidos. Una noche llegó a la casa y la encontró vacía.

Entonces se deprimió, pidió permiso y bebió casi hasta ahogarse, pero un día levantó la cabeza y se dedicó a rehacer su vida, sin embargo, ya no fue el mismo.

Pero sus compañeros lo estimaban y lo apoyaron hasta que salió de aquel trance difícil. Nadie podía decir que Luis tuviera enemigos o que le hubiera hecho daño a alguien y que por eso le hubiera venido la muerte.

DNIC

“¿Tuvo algún problema con algún delincuente?” –preguntaron los detectives.

“Con los delincuentes siempre tenemos problemas, pero él no dañó a nadie nunca?”

“Nos dijeron que Luis era un poco mujeriego…”

“¡Ja! –Rió uno de los policías, interrumpiendo al detective–. Poco es piropo…”

“¿Alguien de ustedes conoció a Lucy? Nos dijeron que fue una de sus mujeres”.

Los policías se miraron instintivamente y uno de ellos carraspeó varias veces.

“Veo que sí la conocieron” –dijo el detective.

“Le conocimos muchas” –respondió uno de los policías.

“A Lucy la mataron en un bus –añadió el detective–. ¿Sabían eso ustedes?”

Los policías se miraron de nuevo.

“Miren –dijo uno de ellos–, eso fue hace tiempo…”

“Dos años” –lo interrumpió el detective.

“Sí”.

“¿Saben por qué la mataron?”

“Nadie supo eso… Ni siquiera ustedes averiguaron quien la mandó a matar”.

“¡Ah! –exclamó el detective–. ¿Fue que la mandaron a matar? Creo que vamos bien. ¿Ustedes conocieron bien a la muchacha?”

Nueva mirada.

El detective se levantó de la silla, cerró su libreta de notas y dijo:

“Hoy en la tarde les haré llegar la citatoria del fiscal… Ustedes saben mucho y no quieren ayudarnos… Pues vamos a tener que hablar con la fiscalía”.

“No, compa –lo atajó uno de los policías–, es que hay cosas que no quisiéramos decir…”

“Ustedes son policías y saben bien que no deben ocultar información porque pueden ser acusados de complicidad en un crimen… Pero si quieren hablar con nosotros, no habrá necesidad de ir al Ministerio Público”.

“Nosotros conocíamos a la chava”.

“Ajá”.

“Es que ella era la esposa del compañero de Zelaya”.

Hubo un momento de silencio.

“Vamos por buen camino –dijo el detective–. Ella era la esposa de uno de los compañeros de Luis… Bien…”

“No –replicó el policía–, era el compañero de él, en la moto, en la patrulla, y se hicieron buenos amigos…”

“Y Luis se acostó con la esposa de su buen amigo y compañero”.

“Así era él…”

“Sigamos”.

“Una mañana, como a las diez, la chava parece que venía del centro, se subió a un bus para irse para la casa y allí se subió un chavalo detrás de ella. Parece que la venía siguiendo. Se acercó al asiento y le dijo algo, no sé qué cosa, y le disparó en la cabeza y en el pecho unas cinco veces. Nadie hizo nada para detener al chavalo, y parece que nadie lo reconoció porque dijeron que andaba pelo largo, peluca y gorra, lentes oscuros y una chumpa que le tapaba la parte de debajo de la cara. Allí se quedó ese crimen, sin resolver…”

El detective tomaba notas.

“Y, el esposo ¿qué dijo? ¿Qué hizo?”

“Nada; el pobre no podía hacer nada”.

“¿Por qué?”

“Pues, porque estaba preso en ese tiempo… Lo acababan de agarrar con marihuana y con unas armas... El fiscal lo acusó de ser cómplice de la gente que le sobrevivió al Gato Negro, pero no se lo pudieron probar”.

“¿Cómo se llama él?”

“Pedro”.

El detective anotó el nombre en su libreta.

“Y, ¿Pedro sigue preso todavía?”

“Le cayeron veintidós años”.

“¿Ustedes creen que él supo que su esposa tenía relaciones con Luis Zelaya?”

“Eso no podemos decirlo…”

“Yo no sé nada de eso”.

“Miren –dijo el tercer policía–, ellos eran buenos amigos, Luis fue muchas veces a Támara a ver a su compañero y yo supe que él le ayudaba a la esposa porque Pedro se lo pidió. Si supo o no supo que le ponían los cachos, eso yo no sé, pero ustedes pueden deducir mejor las cosas”.

Preguntas

¿Quién mató al policía Zelaya?

¿Qué motivos tenía el asesino para darle aquella muerte tan dolorosa como aterradora? Y, ¿quién mandó a matar a Lucy? ¿Por qué la asesinaron? ¿Tiene algo que ver el ex policía Pedro en todo esto? ¿Resolvieron este caso los detectives de homicidios de la antigua Dirección Nacional de Investigación Criminal, DNIC?

+Crímenes: La penitencia (segunda parte)