Crímenes

Grandes Crímenes: El policía que no volvió (parte II)

29.04.2017

Este relato narra un caso real.

Se han cambiado los nombres.

SERIE 2/2

Resumen

En su lecho de muerte, un anciano acusado de asesinato es requerido por agentes de la vieja DIC. La víctima, un expolicía de Tránsito, fue encontrada a mil kilómetros de distancia, a la orilla de un río en Pijijiapan, Chiapas, México. La confesión del anciano deja fríos a los detectives… “Quisiera matarlo otra vez –les dijo, sin el menor remordimiento–; tal vez en la otra vida”.

Informante

Una tarde calurosa de marzo, una patrulla de la Policía Federal detuvo a un muchacho que se transportaba en una motocicleta con cincuenta libras de marihuana en una mochila. Resultó que este era informante de la Policía, que lo dejó seguir con la marihuana a cambio de que denunciara a sus proveedores. El muchacho, sin más opciones, dijo algo más.

“Y yo sé dónde enterraron a un hombre hace como un año, mi capitán…”

“¿Quién era ese hombre?”

“No sé… Solo sé que lo enterraron cerca del río Coapa”.

En la tarde siguiente, personal de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Chiapas, empleados del Ministerio de Salud y policías federales, desenterraron lo que quedaba de un hombre que murió joven, en opinión del forense, y que fue torturado antes de ser asesinado de una cuchillada profunda en el cuello.

“El cuchillo cortó en dos el hueso hioides –agregó el forense–, pero eso fue después de cortarle los dedos de las manos uno a uno, de romperle las piernas a golpes y de cortarle la piel del tórax con un instrumento afilado… Pueden verse las marcas que dejó el filo en las costillas. Además, creo que le sacaron un ojo… Tiene un corte profundo en la pared inferior de la cavidad orbitaria que llega hasta el hueso lacrimal… Esto solo se puede hacer con un instrumento filoso… La muerte de este hombre fue terrible”.

“Alguien lo odiaba –dijo un agente de la Agencia Federal de Investigación (AFI)–, y aunque deseaba su muerte, primero tenía que hacerlo sufrir el peor de los tormentos”.

“Se llamaba Jairo Adelmo Rodríguez Puerto –agregó el forense, luego de sacar de entre los restos del pantalón, que cubrían los huesos de las piernas, una billetera de cuero en la que estaban una tarjeta de identidad, ciento cincuenta pesos, tres dólares y varias tarjetas de presentación–, y era hondureño –siguió diciendo–, de la ciudad de La Ceiba…”.

Rapto

Los agentes de la AFI saludaron al hombre, algo entrado en años, que los recibió en la pequeña oficina de la gasolinera, en Pijijiapan.

“¿Recuerda a este hombre?” –le preguntaron, sin perder el tiempo.

“Sí –respondió él–, fue mi empleado… Era un mojado hondureño que iba camino a Estados Unidos”.

“¿Sabe que pasó con él?”

“Lo que me contaron es que un día, hace como un año, vinieron unos federales y se lo llevaron… No volvimos a saber nada de él”.

“Ayer desenterramos su cadáver –lo interrumpió uno de los agentes–; bueno, sus huesos. Lo torturaron antes de matarlo… Díganos, ¿qué sabía usted de él?”

“Lo normal… Vino aquí, yo necesitaba un bombero y le ayudé… Yo mismo fui mojado en Estados Unidos… Dijo que estaría solo unos seis meses, pero solo duró uno”.

“Era policía en Honduras –dijo el agente de la AFI–, y lo declararon como desaparecido… Aunque no tenía antecedentes criminales en su país, ni aquí en México, creemos que hizo algo que lo condenó a muerte… Lo torturaron horriblemente antes de asesinarlo”.

El dueño de la gasolinera se estremeció. El policía resumió el relato de las torturas.

“¿Tiene usted alguna idea de por qué pudieron asesinarlo de esa forma?”

“No, ninguna… Yo le di trabajo y le di dónde dormir… Una vez le presté el teléfono para que llamara a su país…”

“¿Hace cuánto fue eso?”

“Un año… creo yo”.

“¿Tiene los registros de la llamada?”

Estos estaban llenos de polvo en un archivo. Jairo hizo tres llamadas ese día a Honduras. Una, la primera, a La Ceiba, la segunda, a un teléfono celular de Tegucigalpa, y la tercera a un hotel en la ciudad de Yoro. Los números de teléfono estaban escritos en dos pedazos de cartulina, con algunos nombres. El de La Ceiba decía “Mamá”, el celular decía “López López”, y el de Yoro “Adela”. En otras tarjetas había varios números de Pasadena, California, pero no se encontró registro de llamadas.

“¿Conocía a alguien más en Pijijiapan?” –le preguntaron los agentes al dueño de la gasolinera.

“No, que yo sepa –respondió–; esta gente va de pasada y no tiene amigos ni conocidos… Van como pueden, huyendo de la migra, del hambre…”

“Y de los enemigos, señor –lo interrumpió un agente, levantándose de la silla–, y de los enemigos”.

Cuando salieron de la oficina, uno de los agentes les dijo a sus compañeros:

“Aquí no vamos a saber nada del caso… Mandemos la información a Honduras, por si les sirve de algo”.

“Hablemos con el informante de los federales…”

“Dice que no sabe quién es el muerto ni quiénes se lo llevaron… Él vio la tumba por casualidad, pero no dijo nada por miedo… No sabe nada más. Tal vez en Honduras resuelvan el caso”.

La DIC

“Él se fue de mojado porque no ganaba suficiente como policía –dijo la mamá–. La última vez que me llamó dijo que estaba trabajando en una gasolinera, en un pueblo…”.

“Él se fue porque íbamos a tener un hijo y el sueldo como policía no le ajustaba –dijo Adela, la camarera del hotel de Yoro–; y mire, nació el niño y no va a conocer nunca a su papá”.

“¿Cuándo habló con él por última vez?”

“Fue en enero, hace más de un año –dijo ella–; estaba contento porque un señor le dio trabajo en una gasolinera y le dio dónde dormir… Me dijo que me llamaba del teléfono de la oficina del señor. El pueblo se llama Pijijiapan”.

“¿Sabe si su esposo tenía enemigos?”

“No, señor, él no se metía con nadie”.

“¿Amigos?”

“Se llevaba bien con un compañero, López López… Anduvieron juntos en una motorizada por más de un año”.

Los detectives de la DIC no dijeron nada más.

Compañero

Los agentes no tardaron mucho en localizar a López López. Cuando los vio, se puso nervioso. Había dejado la Policía y vivía en la casa de sus padres, en una aldea de Ocotepeque. Pero no había cambiado de número de teléfono.

“¿Por qué dejó la Policía?” –le preguntó el oficial.

“Ya no me sentía bien allí” – respondió.

“¿Sabía que su compañero Rodríguez está muerto?” –le preguntó, disparándole la pregunta a quemarropa.

“No, no sabía…” –dijo él, tartamudeando.

“¿Hace cuánto habló con él la última vez?”

“Hace tiempo, un año, más o menos…”.

“Y le dijo que estaba trabajando como bombero en una gasolinera de Pijijiapan, Chiapas…”.

“Sí, eso me dijo” –respondió López sorprendido.

“Bueno, pues de allí se lo llevaron unos hombres vestidos como policías federales que lo torturaron y lo mataron cortándole la garganta”.

“¿Lo torturaron?”

“Sí. Le cortaron los dedos, le sacaron un ojo, le quebraron las piernas…”.

López palideció.

“¿Tenía enemigos en Honduras su compañero?”. López temblaba.

“No, yo no sé…”

“Por la forma en que lo secuestraron y lo mataron, parece que sí…”

“¿Cuánto tiempo fueron compañeros?”

“Casi cinco años; el último año anduvimos juntos en la misma motorizada”.

“¿Era corrupto tu compañero?”

El tono del oficial no era el mismo. Su amabilidad había desaparecido. López lo miró asustado.

“Decime la verdad”.

“Bueno, a veces agarrábamos dinero, pero no era mucho… Como todos”.

“Mirá, Rodríguez pidió traslado para La Ceiba y allí solo estuvo un mes, después se fue para Yoro y estuvo allí cuarenta días; de allí se fue mojado para Estados Unidos… A mí me parece que estaba huyendo de algo o de alguien, y me parece que vos sabés algo y que me estás viendo la cara de pend…”.

López abrió los ojos azorado, miró al policía sin saber qué decir y empezó a sudar. Ahora estaba pálido. El policía le dio el tiro de gracia.

“Yo creo que vos tenés algo que ver en la muerte de tu compañero”.

“¡No, por Dios que no!”

“Pero algo sabés… y no querés colaborar con nosotros…”

Él no respondió.

“Y me parece que te estás escondiendo en esta aldea a pesar de que vivías bien en Tegus, con tu sueldo y las mordidas…”

López se dejó caer en un tronco de árbol, con los ojos húmedos.

“Yo le dije que no lo hiciera” –musitó.

“¿Qué no hiciera qué?”

“La chava… Que dejara en paz a la chava, pero él no me hizo caso”.

“¿Cuál chava?”

“La del Volvo”.

El detective suspiró, le puso una mano en un hombro, y le dijo:

“Calmate; vamos a hablar calmados… Y nos vas a contar todo”.

Jairo

“Era sábado –dijo López López–, andábamos patrullando desde las seis de la mañana y en el bulevar Fuerzas Armadas, por Chiminike, le hicimos parada a una camioneta Volvo gris; algo de rutina. La manejaba una muchacha bien bonita que iba vestida con falda y enseñaba las piernas blanquitas… A Rodríguez le gustó y le dijo que se bajara y que le permitiera un registro del vehículo. Rodríguez le puso varios puros de marihuana que le habíamos decomisado a un chavo un día antes. La muchacha se asustó y dijo que esa marihuana no era de ella, que ella le había prestado el carro a una amiga la noche anterior y que creía que a ella sí le gustaba la marihuana. Rodríguez le dijo que la iba a remitir a la Fiscalía por tráfico de drogas y la muchacha, asustada y llorando, le dijo que se arreglaran allí. Él le dijo que iban a hablar y se subió al carro con ella. Yo los seguí hasta Ciudad Mateo. Allí, él la violó, creo que tres veces. La retuvo tres horas. Un vigilante se acercó, pero le dije que era una operación de vigilancia y que se retirara. Allí dejamos a la muchacha”.

“¿Cómo se llamaba ella?”

“No sé, pero era muy fina, y no sé por qué no denunció la violación… A lo mejor para evitar el escándalo”.

“El número de placas de la camioneta”.

“No sé… No le hicimos esquela… Solo la llevamos hasta Ciudad Mateo”.

“Ya. ¿Te acordás qué fecha fue ese sábado?”

“No me acuerdo, pero dos semanas después él pidió el traslado y, como a los dos meses, me dijo que se iba para Estados Unidos”.

El oficial sacó su libreta de apuntes y un lápiz, hizo unos cálculos y, al final, dijo:

“Él se fue a principios de julio y ustedes encontraron a la muchacha a finales de marzo o a principios de abril”.

“Por ahí” –dijo López López.

“Bueno –suspiró el policía–, vas a venir con nosotros a Tegucigalpa”.

López dio un grito.

“Tenés miedo, ¿verdad? ¿Hay algo que no me has dicho? ¿También te están buscando para matarte?”

López bajó la cabeza.

“Carmilla –me dijo el oficial, poniendo el tenedor vacío en el plato–, este es uno de los mejores casos que tuvo la DIC y uno de los mejores que usted va a escribir”.

Tegucigalpa

“Mire –dijo López López–, yo creo que a Jairo lo encontraron porque la muchacha o los vigilantes de Ciudad Mateo anotaron el número de la motorizada… Él me dijo que se iba porque lo andaban buscando para matarlo y que él creía que era por lo de la chava aquella… Y me dijo que mejor la hubiera matado”.

“¿Eso te dijo ese bárbaro? Y ¿por qué no me lo dijiste antes?”

“Es que yo tengo miedo… Cuando Rodríguez pidió el traslado a Ceiba yo salí de vacaciones y por lo que él me dijo mejor quedé faltista y me vine para mi aldea… Yo no sabía que lo habían matado”.

“¿Habló alguien con vos alguna vez? ¿Alguien que buscaba a tu compañero?”

“No, nadie; yo me perdí y solo hablaba por teléfono con algunos amigos y les decía que había pedido la baja…”

El oficial cerró los ojos, acomodó la cabeza en el espaldar del asiento del copiloto y dijo:

“Vamos a ir a hacer algunas preguntas al Escuadrón de Tránsito”.

“Yo no quiero que me lleven allí…” –dijo López.

“No te vamos a llevar, no te preocupés”.

Pero en el Escuadrón no encontraron nada. Solo quedaban recuerdos de los viejos compañeros.

“Vamos a ir a Ciudades Inteligentes, en Casamata –dijo, entonces, el oficial–; vamos a ver algunos videos de la zona de Chiminike del último sábado de marzo o del primer sábado de abril de hace un año y medio… más o menos”.

Cámaras

Todo fue lento. Los videos fueron saliendo de los archivos hasta que López López dio un grito. Había aparecido la camioneta Volvo color gris, y detrás de ella, la motorizada. Minutos después, la camioneta, seguida por la motocicleta con un solo policía, pasó por Las Brisas, luego por el Metromall, más tarde por el aeropuerto y poco después por el Hospital Militar.

“Necesito el número de placas” –dijo el oficial.

La camioneta era propiedad de un hombre muy poderoso. El oficial dudó mucho antes de seguir con la investigación. Cuando supo que el hombre había enviudado y que vivía solo con una nieta, dos enfermeras y otros sirvientes, se atrevió a hablar con un fiscal del Ministerio Público. Este le autorizó seguir con la investigación y, una tarde en que hacían vigilancia a la casa, reconocieron a la muchacha de la camioneta Volvo.

“Entonces empezó la peor parte del trabajo –me dijo el oficial–, pero conseguimos los números de teléfono y encontramos muchas cosas que hacen que este caso sea para un libro. La muchacha llamó a una clínica del mercado donde se hacían abortos clandestinos y le contestó un médico que hoy está preso por ese delito. Eso fue dos meses después de la violación. El policía la había embarazado. Una enfermera reconoció a la muchacha y nos dijo que salió grave de la clínica… Entonces fuimos a algunos hospitales privados y encontramos el expediente de la muchacha. En el aborto le dañaron la matriz y nunca podrá tener hijos. Allí encontramos una razón más para el odio que se ganó el policía. Pero en uno de los teléfonos del abuelo encontramos un número de un ex Mayor del Ejército, y en el de este, encontramos varias llamadas a Tapachula y a Tuxtla, en Chiapas. Todas hechas por los días en que Jairo desapareció de la gasolinera. Todo esto lo hicimos extraoficialmente, solo con contactos en Tigo y Claro y en dos bancos, porque si nos ponemos a esperar la orden del juez no avanzamos nunca. En los bancos encontramos transferencias de miles de dólares a un hombre en Tapachula, de una de las cuentas del abuelo de la muchacha; también retiros grandes en dólares y lempiras por esas fechas… Creemos que fue el pago por la muerte del policía”.

Final

El anciano sonrió, con sus labios resecos, que su nieta remojaba con agua fría de vez en cuando, y miró al oficial más con admiración que con respeto.

“Ha hecho usted un buen trabajo –le dijo, con voz cavernosa–, y lo felicito… Espero no morir antes de saber que el otro delincuente ha pagado por su complicidad con aquel maldito… Ya sabemos dónde se esconde”.

“Carmilla –me dijo el oficial–, a mí se me pusieron los pelos de punta… Y fue en ese momento que recibí la llamada. No debía estar molestando a aquel hombre prominente con sospechas infundadas… ¿Qué le parece a usted?”