Crímenes

El caso Roger Baca

Un hombre es asesinado por la espalda y su sangre clama justicia desde la tierra

21.01.2017

Este relato narra un caso real. Se han cambiado algunos nombres.

Roger
¿Qué había pasado con aquel muchacho que, en opinión de sus vecinos, no le hacía mal a nadie? ¿Por qué le habían quitado la vida de aquella forma tan despiadada? ¿Quién podía ser el asesino?

La mañana del miércoles 14 de agosto de 2013, un hombre que iba a ordeñar unas vacas encontró su cuerpo tirado a unos pasos de un cerco de alambre de púas. Estaba boca abajo y a su alrededor había un charco de sangre seca, llena de moscas y hormigas. Lo habían matado a machetazos. El forense dijo que la herida que tenía en el lado derecho del cuello le había quitado la vida. El asesino lo atacó desde atrás, con un machete filoso que cortó los músculos limpiamente y seccionó la vena yugular interna. Los cinco machetazos siguientes eran prácticamente innecesarios. Roger murió en cuestión de segundos. Se desangró en medio de dolorosos estertores.

Pero, ¿por qué lo habían matado? ¿Qué motivos tenía el asesino? Y, además, ¿qué ganaba con la muerte del muchacho? Esto era algo que la suboficial II, Gabriela Wendolyne Ramos, tenía que averiguar.

DNIC
Policía desde hacía diecisiete años, Gabriela había ascendido a suboficial II a base de trabajo duro, esmero y amor a su profesión, y desde hacía algún tiempo se desempeñaba en la Unidad de Muertes Especiales, un equipo de investigadores de homicidios que era apoyado por personal de la Embajada de Estados Unidos. Su especialidad: investigar crímenes en contra de la comunidad lésbico-gay, transexual y bisexual en Honduras. Y, desde el primer momento, a Gabriela le entusiasmó la idea de formar parte de aquel grupo especial.

“Cuando tomábamos un caso –dice–, no descansábamos hasta resolverlo, no importaban los obstáculos, la falta de recursos o el tiempo… Teníamos una misión y no teníamos paz hasta que la cumplíamos”.

Por eso, cuando le informaron que habían matado a Roger Baca, se comprometió a resolver el caso y a encontrar al asesino.

“Mi hijo no le hacía daño a nadie –le dijo la madre–; él tenía su problema… era como era, pero nunca le hizo mal a nadie…”

Las lágrimas ahogaron las palabras en su garganta y Gabriela esperó a que se calmara.

Hacía calor, el veranillo de agosto se había alargado y el sol calcinaba la tierra en el caserío El Rebalsito, San Antonio de Flores, en el departamento de Choluteca, al sur de Honduras. La señora, una mujer menudita y sencilla, lloraba sentada en un taburete antiguo y se limpiaba las lágrimas con el ruedo de su delantal. A su lado, su esposo, rojos los ojos por el dolor y la ira, trataba de consolarla, pero, ¿cómo llevar el consuelo a una madre ante la muerte cruel y sin sentido de un hijo? Gabriela lo entendía y, en cierta forma, sufría con ella.

Investigación

“¿Cuándo fue la última vez que vieron a Roger con vida, señora?”

“Fue el martes, un día antes de que lo encontraran muerto…”

“¿Les dijo algo? ¿Sabían ustedes para dónde iba?”

“Mire, él tenía necesidad de dinero y quería vender un teléfono que tenía, y un carrito de esos en los que se oye música, y dijo que un amigo se los iba a comprar”.

“Y, ¿sabe si su hijo se vio con ese amigo?”

“No, no sabemos, pero él salió en la bicicleta y llevaba el teléfono y el carrito porque supuestamente se los iba a vender por tres mil quinientos lempiras”.

Gabriela hizo algunas anotaciones en su libreta y luego preguntó:

“¿Sabe el nombre del amigo?”

La señora, soltando un suspiro doloroso, respondió:

“Se llama Roger, como mi hijo… Yo solo sé que eran amigos, aunque aquí la gente dice que eran… novios… Usted me entiende”.

“Sí, señora; la entiendo… ¿Cuál es el apellido de Roger?”

“No sabemos”.

“¿Sabe si tiene algún apodo?”

“Lo conocen por ‘Pacheco’” –dijo el padre, interviniendo con voz alterada.

“¿Sabe dónde lo podemos encontrar? Me gustaría hablar con él, por si sabe algo de la muerte de su amigo”.

“Mire, él vive en un caserío que se llama El Maizal, pero eso queda allá arriba, en las montañas, y allí no entran carros porque son unos farallones…”

Gabriela sonrió.

“Dígame algo –dijo, poco después–, cuando hallaron el cuerpo de su hijo, ¿encontraron el teléfono y el carrito?”

“No –respondió el señor–, solo la bicicleta, la gorra que andaba y las chancletas”.

“¿Y el dinero? Me refiero a lo que iba a recibir por la venta de los aparatos”.

“Nada, señora; no tenía nada”.

“Bien”.

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El Maizal

¿Qué seguía ahora? Visitar a Roger, alias “Pacheco”.

“Era una pista –dice Gabriela, soltando hacia un lado el humo de su cigarro por el embudo que formó con sus labios–, supuestamente él le iba a comprar el celular a la víctima y quizás sabía algo que nos ayudara a seguir con la investigación”.

Sin embargo, la visita a El Maizal no fue nada agradable, empezando por el camino, una senda deforme abierta a la orilla de altas paredes de piedra y bordeada por abismos horribles. Además, hacía un calor insoportable y el viento lanzaba contra los detectives grandes nubes de polvo fino y amarillento. Pero no podían retroceder.

Cuando llegaron a la casa de “Pacheco”, Gabriela se presentó desde el cerco de piedras y alambre de púas.

“Somos de la Dirección Nacional de Investigación Criminal –gritó–, ¿podemos pasar?”

“¿Qué quieren?” –le preguntó un hombre algo entrado en años.

“Buscamos a Roger, al que le dicen “Pacheco” –respondió Gabriela, gritando para hacerse oír–; queremos hablar con él”.

“¿Y para qué lo buscan?”

La voz del hombre era grave y producía un eco ronco a lo lejos.

“Queremos hacerle unas preguntas”.

“¿Preguntas de qué? Mi hijo no está aquí”.

“Queremos hablar con él sobre la muerte de su amigo Roger Alexander Baca”.

El hombre no contestó de inmediato, miró a la mujer que estaba a su lado en el corredor de la casa de adobe y piedra, y se volvió hacia los detectives.

“Mi hijo no está aquí; se fue en la mañana… Iba a buscar trabajo a Nacaome”.

“¿Sabe dónde lo podemos hallar?”

“No, no sé”.

“¿Tiene algún número de teléfono para comunicarnos con él?”

El hombre estaba molesto.

“Yo no sé quiénes son ustedes ni por qué quieren hablar con mi hijo… Si están aquí por la muerte de ese muchacho, pues vayan a buscar a otra parte, aquí no van a hallar nada”.

Gabriela no hallaba qué hacer o qué decir, aunque aquella actitud le parecía demasiado extraña, hasta sospechosa.

“¿Nos da permiso de pasar?”

“¿Para qué?”

No se había extinguido el eco de esta pregunta, cuando Gabriela saltó el muro de piedra, seguida por dos de sus compañeros, y empezó a avanzar hacia el corredor.

“Solo queremos hablar con su hijo” –murmuró cuando estuvo frente al hombre.

“Ya le dije que no está”.

“¿Por qué no nos quería dejar entrar a su casa?”

“Porque esta es mi propiedad y aquí entra solo quien yo quiera”.

Ahora, la actitud del hombre era agresiva.

“Perdone, entonces, señor –le dijo Gabriela–, pero dígale a su hijo que si tiene alguna información que nos ayude a resolver el crimen de su amigo, que se comunique con nosotros. Este es mi número”.

El hombre agarró el papel con dos dedos y Gabriela dio media vuelta. Al avanzar unos pasos, se encontró de frente con un tendedero en el que se estaba secando un pantalón de mezclilla color azul. Estaba húmedo todavía y Gabriela creyó ver en él algunas manchas oscuras.

“Imaginé que podía ser sangre –dice–, pero no podía hacer nada para requisar el pantalón porque había entrado a la propiedad sin el permiso del dueño y no tenía orden judicial para un cateo, y no quería violar el debido proceso… Si violaba la ley, el juez podía anular el caso, en el entendido de que las sospechas que se habían metido en mi cabeza se confirmaran”.

Sospechas

Roger Baca salió de su casa a eso de las tres de la tarde, para ver, supuestamente, al amigo que le compraría el teléfono, pero no regresó. Él había dicho que “Pacheco” era el comprador. Aunque no dijo dónde era la cita, encontraron su cuerpo lejos de su casa. Eran unos terrenos extensos y poco transitados y nadie podía decir cómo había llegado Roger hasta allí. Además, era lógico suponer que no había ido hasta allí solo. Su asesino iba con él y, en un descuido, lo atacó a machetazos por la espalda. Pero, ¿ya se había visto con “Pacheco”? ¿Ya había vendido el celular y el carrito reproductor de música? ¿Habían ido hasta ese lugar apartado y solitario para tener intimidad? ¿Era “Pacheco” la pareja sentimental de Roger, como decían algunas lenguas viperinas, o había alguien más? Y, ¿dónde estaba “Pacheco”? ¿Por qué su padre se mostró tan hostil con los detectives? Y, ¿qué significaban aquellas manchas en el pantalón que estaba secándose en el tendedero?

“No quiero adelantarme –les dijo Gabriela a sus compañeros–, pero creo que Roger, alias “Pacheco”, tiene algo que ver en este crimen… Vamos a investigar más a fondo y a descartar esta posibilidad, o a confirmarla…”

Hizo una pausa, le dio una chupada larga al cigarro que fumaba y, después de retener el humo en sus pulmones, lo soltó despacio a través de la ventanilla abierta. Más allá, el sol se perdía detrás de las puntas rocosas de las montañas. De algo había servido aquel viaje. Gabriela tenía un sospechoso.

“Pacheco”

Por supuesto, sospechar de alguien es una cosa y comprobar esas sospechas es otra. “Pacheco” había desaparecido y no era fácil hablar con él, sin embargo, Gabriela no iba a rendirse.

“A ese lo mataron por marica –le dijo un vecino al que entrevistó a la mañana siguiente–, y bien muerto está porque ese tipo de gente es indeseable”.

“¿Señor –lo interrumpió Gabriela–, sabe que eso que está diciendo usted es un delito y que por eso lo puedo detener?”

El hombre se mordió la lengua. Gabriela agregó; tratando de conservar la calma:

“Si él era homosexual, eso era un asunto solo de él, y nosotros debemos respetar a los demás… ¿Entiende?”

El hombre tembló.

“Mire, señorita –le dijo, moviendo nerviosamente el labio superior, cambiando repentinamente de tema–, aquí se dicen muchas cosas y uno oye y mejor se calla, pero yo le voy a decir algo: busque a Carlos Pérez, en El Rebalsito, es un ordeñador que dicen que sabe cosas…”

“¿Qué tipo de cosas?”

“Pues, que él dice que sabe quien macheteó al chavalo”.

A Gabriela se le enrojeció el rostro y su corazón palpitó con fuerza.

“¿Dónde lo podemos hallar?”

“En El Rebalsito; allí pregunten por él. Todos lo conocen”.

Carlos

“Yo no sé nada, señorita; no sé por qué la gente dice eso”.

Gabriela lo miró de frente y él bajó la vista, luego miró hacia otro lado. Para la policía fue suficiente. Aquella actitud le decía que el hombre estaba mintiendo.

“Usted sabe algo –le dijo Gabriela, con voz suave–, y le pido que nos ayude… Al muchacho lo mataron y su muerte fue cruel. Creemos que fue por robarle porque no se encontraron el teléfono celular ni el reproductor de música ni el dinero que supuestamente iba a recibir por las dos cosas, y para serle sincera, creo que el que lo mató fue el tal Pacheco…”

Mientras hablaba, Gabriela lo veía directamente por lo cual no se perdió el gesto de asombro que apareció de repente en el rostro de Carlos. Gabriela continuó hablando.

“Mire –le dijo–, llevamos cuatro meses investigando el caso. Al muchacho lo mataron en agosto y ya estamos en diciembre, hemos hablado con más de cien personas y hasta hoy no tenemos más que sospechas de quién es el asesino, pero si usted sabe algo, ayúdenos… Es para hacerle justicia al muerto…”

Carlos tenía los labios resecos, miraba con angustia hacia los lados y, de pronto, dijo, luego de mojarse los labios con la lengua húmeda:

“A él lo oyeron diciendo que él lo había matado…”

Las palabras salieron de la garganta del hombre con extrema dificultad.

“¿Quién es él?” –preguntó Gabriela, sin presionar demasiado.

“‘Pacheco’…”

“¿Quién lo oyó decir eso?”

“Un hombre… Dice que ‘Pacheco’ estaba hablando con unos amigos suyos y que les dijo eso… Además, les dijo que había sido un accidente, y que estaba arrepentido de lo que había hecho”.

“¿Usted conoce a ese hombre, al que escuchó a ‘Pacheco’ hablar con sus amigos?”

“Sí”.

El hombre miró a Gabriela con ojos llenos de miedo, luego agregó:

“Y grabó lo que decían con su celular, sin que lo vieran… Si lo ven, lo matan”.

“¿Usted nos puede llevar donde él?”.

Nota final

La investigación había terminado. El hombre repitió lo que había dicho Carlos y mencionó a alguien más que dijo que había visto a Roger y a otro hombre en bicicleta la tarde en que mataron al muchacho. Iban solos, platicando.

“Si ve a ese hombre, ¿lo reconocería?”

“Sí”.

“¿Se parece a este de la foto?”

“Sí, ese es”.

Gabriela presentó el caso a la fiscal Claudia Ferrufino, una de las mejores fiscales del Ministerio Público, y ella pidió al juez la orden de captura. Pero encontrar a “Pacheco” parecía imposible. Sin embargo, dos años después del crimen, en un operativo de rutina cerca de San Lorenzo, la Policía Preventiva requirió a un hombre porque se puso nervioso ante los agentes. Era Roger, alias “Pacheco”. Los policías tenían su nombre en una lista. Esa misma tarde lo entregaron a la DNIC. Espera juicio en la cárcel de Nacaome. La fiscal asegura que será condenado.

“Le hicimos justicia a Roger Baca –dice Gabriela, encendiendo un cigarro–, y esa es la mejor parte de este trabajo…”

Por desgracia, Gabriela ya no pertenece a la Policía de Investigación Criminal. La depuraron después de diecisiete años de carrera y de centenares de casos resueltos.

“Los depuradores fueron injustos conmigo –dice, limpiándose una lágrima–, entregué mi vida en esta carrera y no di motivos para que me sacaran, pero así son las cosas…”

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