Honduras

'Tigre' Bonilla, la leyenda del policía rudo de Honduras

El medio salvadoreño El Faro realizó un reportaje sobre Bonilla, meses antes que asumiera la dirección de la Policía y luego fuera destituido en medio de los escándalos.

25.02.2016

El Paraíso, Honduras
Unos meses antes que el nombre de Juan Carlos 'Tigre' Bonilla sonara fuerte en Honduras al ser nombrado director de la Policía Nacional, el medio digital salvadoreño El Faro se adelantó a retratar un perfil del oficial.

En ese entonces de la publicación hecha por el periodista Óscar Martínez, en agosto del 2011, Bonilla era jefe regional de los tres departamentos fronterizos de Honduras con El Salvador y Guatemala, un lugar considerado corredor de la droga.

Luego en mayo del 2012, Bonilla fue nombrado como director policial, cargo del que fue destituido en diciembre del 2013 en medio de escándalos y una imagen empañada por no lograr una reducción de muertes violentas.

En el reportaje llamado 'La frontera de los señores', al Tigre lo retrataban como un tipo rudo, bravo, que en apariencia no da su brazo a torcer frente a las círculos políticos y corruptos, pero que al final lo terminan por doblegar, pues las cúpulas estaban por encima de él.

A continuación, el reportaje completo:

A la orilla de la carretera hacia La Entrada, orina un hombre atrás de su carro. Anochece en la frontera hondureña con Guatemala.

El Tigre Bonilla da la orden a su subordinado para que el convoy policial revise al borracho. Al vaquero gordo que orina lo acompañan su guardaespaldas y una señora que espera en el carro. En el carro, por supuesto, hay dos armas de fuego. El guardaespaldas muestra los permisos de ambas. El vaquero le grita algo a Rivera Tomas, el jefe policial del municipio de Florida, subordinado de El Tigre.

En ese momento, al otro lado de la calle, una camioneta repleta de hombres sube la cuesta con música norteña a todo volumen. Al ver la escena, el conductor frena con brusquedad y seis hombres armados bajan de ella. De inmediato, los 20 policías rodean y apuntan a los recién llegados.

—¡Soy el alcalde de La Jigua, pendejos! –grita el más gordo de todos los que acaban de llegar, y luego da un empujón en el pecho al agente que pretende revisarlo.

El Tigre, que observa a la distancia, no puede contenerse cuando mira la agresión contra el policía.

—¡A ver, qué papadas pasa aquí! –interviene.

El alcalde de La Jigua, Germán Guerra, lo ve, ve a El Tigre, y entonces entrega no una, sino las tres pistolas que andaba. Dos no tienen permiso, son armas ilegales.

La escena más descriptiva de esta frontera empezó a ocurrir aquí, ya a unos kilómetros de El Paraíso, un lugar que resultó ser un fiasco.

* * *

El Paraíso es un fiasco. Es un lugar vacío, solitario, de polvo o de lodo, depende de la temporada. Ahora es de lodo. Nada que ver con lo que me habían anunciado. Un lugar sorprendente, dijeron, un sitio que no muchos han visto. Un lugar del que jamás saldrás con vida si osas entrar sin permiso.

Nada de eso ha pasado. Aquí hay poco que ver, al menos si uno entra como yo entré. Si es así, El Paraíso es un fiasco. Lo del palacio sí es cierto, es imponente. Es un bloque de dos pisos, justo en el centro de El Paraíso, con sus cinco pilares largos en la fachada. Diminuto, en medio de la tormenta que hoy arrecia, asomaba el guardián del palacio a la par de uno de los pilares. Era apenas del tamaño de la base. Porque el palacio sí es tal cual lo que uno espera. Majestuoso, impoluto. Y allá arriba, arriba de la estructura y de los pilares, en el techo, digamos, un helipuerto, como si en El Paraíso hubiera mucha gente que necesitara un helicóptero para salir volando.

Todo ocurrió así porque la gente que alguna vez estuvo allá me dijo que no había otra manera de entrar, que llegar por llegar, como un turista desorientado, era inverosímil. Que, con suerte, solo sería expulsado de El Paraíso. Por eso tuve que entrar como entré, en caravana.

Así, El Paraíso es un fiasco. Es obvio que los vigilantes de este lugar nos detectaron desde que descendíamos entre precipicios por la vereda lodosa y turbulenta que conduce a El Paraíso, este municipio hondureño que hace frontera con Izabal, Guatemala, y que es señalado como la puerta de oro de la droga entre estos dos países.

* * *

En Honduras todo empieza mal desde arriba. Es de esperar que cuando uno busca entrar en un territorio de control del crimen organizado las advertencias fatalistas empiecen a darse en cierto momento a medida que uno se acerca al lugar.

No se puede entrar.

Ellos lo ven todo.

Si –quién sabe cómo– entrás, no salís.

En Honduras esto ocurre desde el inicio, desde la capital, Tegucigalpa, a ocho horas en vehículo de El Paraíso.

Era una tarde de sábado y en la mesa me acompañaban dos expertos reporteros del país. Ambos con experiencia en cobertura de crimen organizado. Al poco tiempo, se nos unió una fuente de confianza de ellos, un fiscal que también en varias ocasiones ha llevado casos que han involucrado a familias dedicadas al crimen organizado, que en Honduras se dedica principalmente al tráfico de drogas, personas y madera, y a la trata de personas.

Para hablar del tema hemos abandonado la fresca terraza y, a petición de uno de los colegas, nos encerramos en el apartamento a susurrar.

—Cerca de la calle ni mú –dice uno de los reporteros.

El fiscal ha llegado para reafirmar las restricciones.

—Copán es un lugar donde te podemos abrir contactos. Yo al menos tengo a alguien de confianza en la capital, Santa Rosa, pero hasta ahí. De ahí para la frontera con Guate es territorio de los señores. Allá no hay Estado que valga.

Por primera vez escuché hablar de El Paraíso. En esa conversación, El Paraíso era algo lejano, sin nombre, un lugar mítico gracias a su palacio municipal.

—Hay por ahí un pueblito en medio de esa zona de la frontera que sí es jodido. Dicen que tienen pista de helicópteros en el techo de la alcaldía, y que el alcalde se jacta de que ahí no les falta nada, de que no necesitan cooperación porque les sobra el dinero –contó uno de los periodistas.
—En esos lugares, cerca de ese pueblo, el Estado no tiene fiscales asignados exclusivamente para esa región, tiene pocos policías y ninguno de investigación, de unidades especiales. Esa zona, el gobierno ha decidido entregarla a los señores –complementó el fiscal.

* * *

Estoy convencido de que El Tigre Bonilla no está satisfecho. Son más de las 10 de la noche cuando salimos de El Paraíso. Los 25 policías que componen la aparatosa caravana están cansados. El ímpetu que mostraron al inicio del recorrido, cuando al mediodía registraban enérgicos cada vehículo que trastabillaba en estas veredas, ha desaparecido. Tiemblan de frío. Sus uniformes están empapados y el viento se los recuerda allá atrás en las camas de los pick ups. Pero El Tigre Bonilla quiere más.

El comisionado policial Juan Carlos Bonilla, El Tigre, es un policía de 45 años, con casi 25 de servir en la institución. Ahora mismo es el jefe de tres departamentos hondureños que hacen frontera con Guatemala y El Salvador. Él manda en Copán, donde estamos ahora, frontera con Izabal y Zacapa, en Guatemala. Izabal y Zacapa están bajo el control de los Mendoza y los Lorenzana, que según la Policía chapina son dos de las familias más emblemáticas del narco guatemalteco. Manda también en Nueva Ocotepeque, frontera con Chiquimula, Guatemala, y con Chalatenango, El Salvador. Este departamento hondureño es frontera con San Fernando, el minúsculo pueblo chalateco donde inician los dominios de El Cártel de Texis. El Tigre también es el jefe policial de Lempira, que hace frontera con Chalatenango y Cabañas, en El Salvador. Por encargarse de Copán, El Tigre está al mando del punto de salida de lo que en Honduras se conoce como el corredor de la muerte, la ruta del tráfico de cocaína que inicia en la frontera con Nicaragua, en el caribeño departamento de Gracias a Dios, y que recorre por la costa otros cuatro departamentos antes de llegar a esta frontera con Guatemala. Entre ellos, Atlántida, el departamento centroamericano más violento.

El Tigre es un descomunal hombre grueso y de casi 1.90 metros, con un rostro duro, como esculpido en roca, que recuerda a las mexicanas cabezas olmecas. Entre sus colegas tiene fama de bravo, y a él le gusta que así se le reconozca.

—Todos saben que conmigo no se anda con mierdas –repite seguido.

En 2002, la Unidad de Asuntos Internos de la Policía acusó a El Tigre de participar en un grupo de exterminio de supuestos delincuentes en San Pedro Sula, una de las ciudades más violentas de Centroamérica, con 119 homicidios por cada 100,000 habitantes. Incluso hubo un testigo que dijo haber presenciado una de las ejecuciones de este grupo de exterminio formado, supuestamente, por policías y llamado Los Magníficos. El Tigre tuvo que pagar una multa de 100,000 lempiras (más de $5,000) por su libertad durante el juicio. Luego, en un proceso que muchos tachan de amañado, donde la principal promotora de la denuncia, la ex jefa de la unidad acusadora, quedó fuera de su cargo a medio juicio, Bonilla fue exonerado.

—¿Ha matado fuera de los procedimientos de ley? –le pregunté, mientras dejábamos atrás El Paraíso.
—Hay cosas que uno se lleva a la tumba. Lo que le puedo decir es que yo amo a mí país y estoy dispuesto a defenderlo a toda costa, y he hecho cosas para defenderlo. Eso es todo lo que diré.

La entonces inspectora María Luisa Borja aseguró ante los medios hondureños que durante el interrogatorio de la inspectoría interna, El Tigre pronunció una frase.

—Si a mí me quieren mandar a los tribunales como chivo expiatorio esta Policía va a retumbar, porque yo le puedo decir al propio ministro de Seguridad en su cara que yo lo único que hice fue cumplir con sus instrucciones –fue, según Borja, la frase de El Tigre, que luego llamó al entonces viceministro de Seguridad, Óscar Álvarez, hoy número uno en esa oficina.

Estamos aquí porque El Tigre quiere demostrar que no es verdad lo que le dije. Le dije que, según funcionarios, alcaldes, periodistas, defensores de derechos humanos, sacerdotes, hombres y mujeres que piden que se oculten sus nombres, ciertas zonas de la frontera de Copán, de su frontera, están controladas por el narcotráfico. Por los señores, dicen.

El Tigre, en una tarde, montó un operativo. Me aseguró que los hace como rutina, y que hoy yo podía escoger dónde ir, para que me diera cuenta de que él entra donde le da la gana.

—A El Paraíso, quiero ir a El Paraíso.
—Está bien… Donde quiera entro yo… Niña, deje esos informes y prepare una buena comitiva de agentes, llame a los de caminos, pero no les diga a dónde vamos, que sea sorpresa.

El Tigre no confía en sus policías. Él dice que solo confía en uno de los de su zona: en él mismo.

El agente de inteligencia hondureño era más desconfiado que cualquier otro de Centroamérica con el que he trabajado. El de Nicaragua incluso accedía a tomar unas cervezas a orillas del Caribe, pero aquel asesor de inteligencia del Gobierno hondureño ni siquiera aceptó bajarse del carro. Dio vueltas por Tegucigalpa durante una hora mientras conversábamos, vueltas cuyo único patrón era no repetir la misma calle.

Yo buscaba preguntar un poco por la zona de Copán, conocer el sitio al que entraría. Sin embargo, la mitad del tiempo lo gastamos en preguntas de él hacia mí. Cuando al fin habló, lo que dijo retrató una zona de vaqueros y ranchos.

—Santa Rosa de Copán es un lugar de descanso de esos señores, de oficina. Ahí hacen tratos, se reúnen, tienen a sus familias y casas de descanso. Ahí también hacen trato con aquellos policías, alcaldes y funcionarios que tienen comprados, sus reuniones políticas.

El agente diferenció Copán de otros departamentos hondureños, sobre todo de aquellos como Olancho o Gracias a Dios, puertas de entrada de la cocaína que sube desde Colombia hasta Honduras. Allá, las balaceras son música cotidiana. Ayer hubo una de dos horas en Catacamás, la segunda ciudad en importancia de Olancho, porque los narcos de ese lugar disputan el control de las rutas con las familias de Juticalpa, la capital. En Copán, la efímera paz de los narcos reina de momento. Cuando tras sus batallas uno se proclama rey, durante un tiempo lo dejan reinar. Solo durante un tiempo.

—En Copán todos saben quién manda. Ese es territorio de gente vinculada al Cártel de Sinaloa, aunque no son exclusivos de ellos. Operan como agentes libres de quien pague, pero tienen una estrecha relación con Sinaloa. Incluso tenemos una alerta constante porque sabemos que (Joaquín) El Chapo Guzmán (jefe del cártel de Sinaloa) suele venir a los municipios fronterizos con Guatemala. Este año hemos detectado presencia de Los Zetas. Eso, de confirmarse su interés por la zona, cambiaría el panorama.

Dimos más vueltas por Tegucigalpa. Entramos a una zona residencial y al poco tiempo aparecimos en una avenida principal de la que pronto volvimos a salir. El agente de inteligencia del Estado continuó describiendo Copán como una zona de narcos más organizados, con más experiencia. Dice que gran parte del control de esa frontera lo tiene la familia Valle, con sede en El Espíritu, una aldea de poco menos de 4,000 habitantes a una hora de la frontera con Guatemala. De frontera sin aduana, obviamente, de frontera en pleno monte.

El agente defiende la teoría de que Guatemala es la cabeza centroamericana en cuanto a transporte de cocaína hacia Estados Unidos, son los hombres de confianza de los mexicanos y de los colombianos. Sin embargo, aseguró que las organizaciones hondureñas del occidente del país, como las de Copán, tienen un fuerte poder de negociación, gracias a su experiencia, y que eso queda demostrado por el constante envío de emisarios mexicanos a negociar a ciudades como Santa Rosa de Copán, sin intermediarios guatemaltecos de por medio.

—Y ya, que hoy solo íbamos a conocernos y ya empecé a hablar –dijo.

Detuvo el carro en una acera de Tegucigalpa, en medio de una colonia poco transitada. Cada vez que el carro no estaba en marcha, su mano estaba en la cacha de su Beretta. Con un gesto amable, me invitó a bajar. Lo hice y él se fue.

* * *

Parece que aquí un hombre sin pistola no es hombre. No exagero. Desde que iniciamos el recorrido al mediodía hasta ahora que salimos de El Paraíso y El Tigre continúa revisando a todos los tripulantes de cuanto carro nos cruzamos, solo dos hombres no han llevado al menos una pistola en el cinto. Hemos parado a 14 hombres. Solo uno, un pobre campesino en un carro destartalado, llevaba un revólver sin permiso, y ahora viaja esposado en la cama del pick up que escolta al nuestro, el que conduce El Tigre.

En estos caminos de tierra, las pistolas y los rifles son de lo más común, pero también más allá, cuando el lodo termina en pavimento.

Descendemos por la calle pavimentada que va desde el desvío hacia El Paraíso hasta La Entrada. La Entrada es un punto de carretera del municipio de Florida, como a una hora de la frontera. La Entrada, paso obligado para ir a El Paraíso, para ir a El Espíritu, para ir a la frontera donde los señores se mueven a sus anchas, es un asentamiento cada vez mayor, clave para el paso de la cocaína y la mercadería robada que transita la zona. La Entrada, digamos, es el punto intermedio entre la Copán civilizada y la Copán pistolera.

A la orilla de esta carretera hacia La Entrada, orina un hombre atrás de su carro. Anochece. El Tigre da la orden para que el convoy lo revise. El hombre vocifera, le grita algo a Rivera Tomas, el jefe policial del municipio de Florida, subordinado de El Tigre. Entonces aparece la camioneta del alcalde de La Jigua, repleta de hombres armados. Los 20 policías rodean y apuntan a los hombres. El alcalde arma su zafarrancho, se pone a insultar.

—¡A ver, qué papadas pasa aquí! –interviene El Tigre.

El alcalde de La Jigua, Germán Guerra, lo ve, ve a El Tigre, y entonces entrega no una, sino las tres pistolas que andaba. Dos no tienen permiso, son armas ilegales.

—Hola, Tigre, gusto de verlo otra vez. Vaya, está bueno, llévese las pistolitas, pero yo tengo que irme a un velorio –pide, lambiscón.
—Entiéndase con Rivera Tomas –responde con desdén El Tigre.

Se acerca a Rivera Tomas, lo toma del brazo y le dice en voz baja.

—Haga el procedimiento. ¡Lo miro temblando! Deje la cagazón. Así como llevó al indito del revólver, lleve a estos señores.

La Jigua es uno de los cinco municipios considerados como zonas de control de los narcotraficantes de Copán debido a estar en la franja del departamento que toca Guatemala.

Rivera Tomas ordena que los suban a la cama del pick up, esposados, y los lleven a la delegación de La Entrada. Es evidente el nerviosismo de Rivera Tomas. Es evidente que el alcalde de La Jigua solo cambió la actitud cuando vio a El Tigre. Es evidente que lo ve pocas veces. Y también es evidente que está acostumbrado a tratar a los policías como sirvientes.

—¿Ve? Conmigo no se andan con mierdas –se pavonea El Tigre.

Sigue leyendo aquí la segunda parte

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