La corrupción y las “elecciones estilo Honduras” parecieran hermanas gemelas. Ambas han convivido, como el pan con mantequilla, desde épocas pretéritas hasta nuestros días. Son como fruto de un mismo árbol. Y ambas son duras de matar.
No por nada uno de los primeros escándalos de corrupción conocidos en nuestra historia salpicó la administración de Marco Aurelio Soto, aunque, en su descargo, ya antes de su reinado, unos funcionarios lanas se quedaron con el mandado cuando los enviaron a Inglaterra a negociar la construcción del ferrocarril interoceánico.
El padre, junto a su primo hermano Ramón Rosa, de la llamada “reforma liberal” terminó de socio de ricos e influyentes mineros estadounidenses, e incluso, de propietario de la Rosario Mining Company. El “gran reformista” acabó autoexiliado en París, donde, como en esa época no existía Miami, se compró un apartamento. Allá murió. Valentine, su socio gringo, se convirtió en el “rey de las concesiones”, incluido el tren interoceánico, por lo que en Washington fue bautizado por sus paisanos como el “Rey de Honduras”.
Y así ha transcurrido nuestra miserable historia. Lo de Soto es tan solo un capítulo de los “Cien años de soledad” que se podrían escribir sobre este “Macondo” centroamericano.
Pero, señores, no os preocupéis. Ahora está la Maccih. ¡Ahhh! Y el Ministerio Público. Pobre Marco Aurelio y su socio, el “rey” Valentine, si ambos eslabones contra la corrupción hubieran existido en sus tiempos.
Seguro habrían acabado sus días, con todo y huesos, en las Islas Marías o junto a Papillon, en la Guayana Francesa.
Esos procesos contra Mario Zelaya y su séquito de mandaderos, al igual que las órdenes de captura contra esa “poderosísima red” de diputados que recibieron subsidios de “Willito”, son solo un señuelo para atraer a las redes a los verdaderos tiburones, a los padrinos de las grandes mafias, a los cerebros y arquitectos de los saqueos en todo el andamiaje gubernamental a lo largo de las últimas administraciones, aunque sea del 2000 a la fecha.
