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El relato de Carmilla Wyler: El día de la venganza

22.11.2014

Este relato narra un caso real.Se han cambiado los nombres.

LOS DOS AMANTES

Los encontraron muertos en el cuarto del motel. Ella estaba desnuda, acostada de lado, casi en el centro de la cama. Había vomitado y su rostro descansaba sobre un charco de flema blancuzca. Una parte de su largo pelo negro estaba sobre su cara, un brazo debajo de la cabeza y el otro tapando sus senos. Cerca de la puerta del baño, estaba él, tendido boca arriba, la boca desmesuradamente abierta, los ojos sin brillo y un gesto de desesperación en el rostro. También estaba desnudo y de la comisura de sus labios salía un hilo de flema blanco y espumoso. Más atrás, sobre el piso helado, había una laguna de flema amarillenta. Se llamaba Elena y tenía veintiocho años.

Cuando el detective de homicidios H-3 de la Dirección Nacional de Investigación Criminal (DNIC), llegó a la escena, lo primero que notó fue un suave pero penetrante olor a almendras. Se acercó a la cama, separó un poco el pelo del rostro y encontró unas manchas color violeta que bajaban por el costado y se marcaban en la espalda, las caderas y los muslos como pecas de diferentes formas. Luego se acercó al hombre. Se llamaba Juan y tenía cincuenta y dos años. Era alto, con abdomen abultado, pelo corto y bigote grueso y entrecano.

El detective se agachó frente a él, cogió un poco de la flema que le salía por la boca con la yema de dos dedos y, después de restregarlos, se los acercó a la nariz.

A estas alturas, una hipótesis se iba formando en su cabeza. Se puso de pie, miró hacia la mesita de noche y contó diez latas de cerveza vacías, una botella de whisky tapada y abajo de la mitad, dos vasos de plástico, una caja de cigarros casi vacía y un encendedor. En la otra mesita estaban dos envases de sopa instantánea de pollo, una con un tenedor de plástico adentro y la otra con el tenedor al lado. En una quedaban restos de sopa y tallarines, en la otra solo quedaban restos de verduras.

El H-3 las levantó, las olió, las alejó un poco y se quedó con una en las manos, cerró la tapadera de papel y plástico, y luego la observó detenidamente.

Encontrar lo que buscaba no era sencillo, pero después de largos minutos lo encontró. Era un agujero pequeño, quizás tanto como un milímetro. El detective revisó el segundo envase. Esta vez ya sabía dónde buscar. Y lo encontró también. Este orificio era un poco más grande, deforme, con una depresión en media luna hacia abajo, y se percibía mejor.

“Cianuro” –dijo el detective–. “Lo inyectaron entre la tapa y el cuello del envase. Trataron de camuflar bien los agujeros.”

Cuando entrevistó al personal que estaba de turno la noche anterior, una mujer dijo que la pareja ocupó el cuarto desde el mediodía anterior, que no pidieron nada sino hasta las cinco de la tarde, y lo que pidieron fue dos sopas instantáneas de pollo.

“¿Quién las hizo?”

“Yo”.

“¿De dónde sacó las sopas?”

“Estaban en la cocina, cerca del micro”.

“¿Habían más sopas?”

“No, y ahorita que me pregunta, me parece raro que solo esas dos sopas estuvieran allí, pero antes no me importó”.

“¿Es normal que tengan sopas instantáneas en el motel?”

“No”.

“¿Sabe usted quién las trajo?”

“No. Pero pregúntenle a la dueña. Yo entro de turno a las cuatro. Ella estuvo todo el domingo.”

Estaba claro que alguien preparó las sopas, que las dejaron cerca del microondas a propósito y, quien hizo esto, tal vez conocía la afición de una de las dos víctimas a este tipo de comida.

“¿Alguien desconocido estuvo ayer aquí?”

“No, solo la dueña, el vigilante y las dos aseadoras”.

El detective razonó un poco. El hombre era mayor, seguramente era casado. Ella era joven, tenía en un dedo anular un anillo de matrimonio de oro con dos letras mayúsculas en plumilla, “EL”, y una fecha. También era casada. Habían bebido y, al final, comieron, y eso los mató. Alguien los había envenenado.

¿Quién tenía interés en verlos muertos? ¿Contra quién iba dirigido el odio que impulsó al criminal? ¿Se trataba de una mujer despechada? ¿De un marido engañado?

Cuando el H-3 entrevistó al esposo de Elena, lo descartó como sospechoso. Estaba trabajando como guardia de seguridad. Su turno de veinticuatro horas empezó el sábado a las cinco de la mañana y terminaba el domingo a la misma hora. Vio a su esposo por última vez esa mañana, al salir hacia el trabajo. Él salió de su empresa a las diez de la mañana. No lo volvieron a ver con vida.

“No sé de dónde salieron las sopas” –dijo la dueña del motel.

“¿La visitó alguien ayer sábado?”

La mujer se puso pálida, abrió la boca para decir algo pero se arrepintió, y desvió la mirada.

La mujer no dijo nada.

El H-3 entrevistó a la viuda. Dijo que no sabía nada de su marido desde el viernes anterior. Que no sabía si estaba con otra mujer. Y agregó que estuvo en su casa todo el fin de semana.

“¿Dónde trabaja usted?”

El detective se despidió. Dos días después llegó al lugar de trabajo de la viuda. El bodeguero era su buen amigo, un hombre mayor que estaba a punto de jubilarse.

“¿Qué guardan aquí?”

“Medicinas y algunas sustancias tóxicas”.

“¿Cianuro? ¿Tienen cianuro aquí?”

“Sí.”

“¿Para qué lo ocupan?”

“Son pruebas de contaminación en varias minas a cielo abierto”.

“¿Tienen bastante?”

“No mucho”.

“¿Alguien le pidió cianuro en los últimos días?”

El hombre se puso pálido.

“Sí”.

El detective le enseñó una fotografía.

“¿Ella?”

“Sí. Un poco. Para unos ratones…”

Todavía hoy el caso sigue abierto. La fiscalía desestimó las pruebas, incluido el testimonio del guardia del motel que dijo que “una mujer le entregó las sopas para que las pusiera cerca del micro, y que le regaló trescientos lempiras”.

“¿Es esta mujer?”

“Sí.”

“¿La conocía usted?”

“Sí, es amiga de la patrona”.

En la entrevista con uno de sus hijos, el detective supo que a Juan le encantaban las sopas instantáneas, que estaba en problemas con su mamá y que él también tenía algunas sospechas.

El caso sigue sin resolver.

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EL CADÁVER CASTRADO

A la orilla de una quebrada, en el camino real hacia la aldea Corozal, entre San José de Colinas y San Luis, un campesino encontró el cadáver de un hombre mayor, desnudo y al que le habían cortado los genitales y se los habían puesto en la boca.

Lo castraron después de matarlo. Un machetazo en la parte de atrás de la cabeza y luego otro en el lado izquierdo del cuello. Luego lo desnudaron y lo castraron.

Cuando lo encontraron, tenía unas doce horas de muerto. Se llamaba Marcos, tenía cincuenta y siete años, se dedicaba a trabajar la tierra y era casado. Vivía a menos de un kilómetro de donde lo encontraron.

“¿Tenía enemigos don Marcos?”

“No.”

“Quien lo mató lo hizo con odio y con fuerza, por lo que creemos que el asesino es un hombre joven.”

“No sé”

“¿Andaba armado don Marcos?”

“Siempre”.

“Bien”.

Los detectives estaban seguros de que aquel crimen se trataba de un asesinato. Alguien lo planificó, conocía la rutina de don Marcos, lo esperó, seguramente detrás de los arbustos y las matas de plátano que estaban cerca de la quebrada y, al pasar, lo atacó por la espalda. ¿Por qué razón por la espalda? Estaba claro que quería matarlo pero sabía que estaba armado y que podría defenderse.

El asesino no disponía de un arma de fuego que le hubiera simplificado el crimen, pero el machete que utilizó era largo, filoso y pesado. La primera herida partió el cráneo en dos y derramó masa encefálica sobre la nuca y la espalda antes de que cayera boca abajo sobre la arena. Pero antes de que cayera, le hizo la segunda herida. Por la dirección de las heridas, el atacante era zurdo.

Y era fuerte, lo que significaba que era joven, de estatura regular, aunque un poco más alto que su víctima. Luego lo desnudó, lo castró, le metió los genitales en la boca y se fue. Había ejecutado una venganza que, quizás, tenía planeada desde hacía mucho tiempo.

“¿Conoce a alguien que tuviera motivos para querer matar a su esposo?”

“No”.

“¿Está segura?”

“Sí”.

“¿Cuánto tiempo tenía usted de estar con su esposo?”

“Veinticinco años. Él tenía veintidós cuando me robó. Yo tenía quince”.

“Entonces usted conoce mucho de la vida de su marido”.

Ella no respondió.

“Veamos. Si el asesino es joven, tal vez de unos veinticinco a treinta años, y si mató a don Marcos por venganza, usted tiene que saber algo. Le cortaron los genitales y se los pusieron en la boca…”

Para los detectives, la castración del cadáver iba más allá de la simple venganza. También castigaba una afrenta relacionada con la sexualidad. Al castrarlo, destruía la hombría de la víctima, y era esta hombría lo que, probablemente, le había dado motivos para su venganza al asesino.

¿Abuso sexual de un menor? Podría ser.

Pero no había mayores señales de violencia. Lo atacó por la espalda, le cortó los genitales, los puso en la boca y se fue.

Si el asesino hubiera sido abusado por don Marcos, en otro tiempo, la violencia contra él hubiera sido mayor, más destructiva, y quizás le hubiera destrozado las manos, el ano y la cara. Pero se limitó a la boca y los genitales. También la boca tenía un significado.

“¿Cuántas veces le pagó mal su marido?”

“¡Uy! Si hasta perdí la cuenta”.

“¿Hubo una mujer en especial, alguna que le hizo la vida imposible a usted y a sus hijos?”

La mujer bajó la cabeza.

“Una mujer casada, con hijos y que se dejó del marido…”

La mujer levantó los ojos, asustada.

El detective supo que iba por buen camino.

“¿Sabe quién es esa mujer?”

“Sí, se llama Mariana”.

“¿Hace cuánto estuvo su marido con ella?”

“Hace veinticinco años, unos días después de que me fui con él”.

“¿Qué pasó?”

La mujer se quedó callada.

“Hable. Dígame. ¿Esa mujer tenía un hijo?”

“Sí, se llama Mario”.

“¿Cuántos años tiene Mario? ¿Lo conoce?”

“Sí, unos treinta.”

“¿Tenía cinco cuando su esposo estuvo con la mamá?”

“Ahora díganos qué pasó… ¿Por qué se vengaría Mario de su marido, si es que él es el asesino?”

La mujer no dijo nada más.

Los detectives entrevistaron a varias personas de la aldea, sobre todo, a mayores de edad.

Uno dijo que Marcos era joven cuando se metió con una mujer “con compromiso”. Que el marido los encontró y que la mujer le dijo que “Marcos era mejor hombre que él” y lo corrió de la casa.

Eusebio se llamaba el hombre, mayor que su esposa veinte años, y ella mayor que Marcos diez. Tenía un niño de cinco años, Mario.

Un día, encontraron a Eusebio ahorcado en la montaña. Mario se separó de la viuda y se fue con la mujer con la que vivió hasta su último día.

“¿Mario es zurdo?”

“Sí”.

“¿Tiene arma de fuego?”

“No, pero es bueno con el guarizama y con el cumbo.”

“¿Dónde vive Mario?”

“En Laguna-inéa, una aldea…”

Los detectives llegaron a la aldea esa misma tarde. La casa de Mario estaba vacía, Vivía solo desde que murió su mamá hacía dos años. Tiene treinta años, es alto, fornido y es zurdo. Tiene orden de captura.

Los detectives están seguros de que él es el asesino. Si es así, ¿por qué mató a don Marcos?

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