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El vaso más frágil

<p>Es increíble hasta dónde puede llegar el salvajismo del hombre. Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres a petición de las fuentes.</p>
02.11.2013

INICIO. Al principio todo era bonito, yo tenía solo catorce años cuando me enamoré de él y estaba ilusionada sobre una vida hermosa, larga y tranquila a su lado, con hijos, una casita sencilla a la que pudiéramos llamarle hogar, un perro, porque a él le gustaban los perros, y muchas gallinas para tener huevos todos los días. Esas eran mis ilusiones, pero empezaron a deshacerse cuando nació mi primer hijo. Yo acababa de cumplir los quince años, estaba delgada, al contrario de las demás mujeres, que se engordan con el embarazo, y no me cuidé, al menos eso fue lo que dijo la partera de la aldea Las Casitas. Y mi hijo nació sietillo, con hidrocefalia, delgadito, delgadito y con la piel moradita y arrugada. Murió esa misma noche. Mi esposo dijo que era mejor que se hubiera muerto, y eso me dolió en el alma.

No es que mi esposo fuera delicado, no; todo lo contrario. Para ese tiempo había sacado las uñas. Era grotesco y cruel, era malhablado y me veía como a la más insignificante de las criaturas. Pero yo lo quería. Mi mamá me decía que tenía que aguantar su mal genio porque los hombres son así, y uno de mujer está para soportarlo, porque así es el matrimonio. Y yo soporté. Ese fue el inicio de mi vida como mujer.

DOS. A los dieciséis años nació mi segundo hijo. Nació enfermo y murió dos meses después, en el hospital. Nunca lo sacaron de la incubadora. Esta vez mi esposo no dijo nada y yo creí que se le había ablandado el corazón. Pero no. Antes de los cuarenta días volvió a usarme, yo me sentía enferma pero tenía que complacerlo, como decía mi mamá que era mi deber. Y yo, pues, lo que quería era tener un hijo, un hijo de él, de mi amor, para que no creyera que era una inútil y me dejara. A los dieciocho me nació un niño sano. A los veinte nacieron mis gemelas. Entonces el doctor del Materno me dijo que ya no tuviera más hijos porque podría morirme. Mi vida no era la mejor, mi esposo seguía maltratándome, se había hecho irresponsable y tomaba. No sé por qué, pero yo no podía alejarme de él, pensaba en mis hijos y, además, yo lo quería. Era mi primer marido y yo no quería a nadie más. Pero esto no iba a ser así por mucho tiempo.

CONFUSIóN. Yo no podía entender por qué a mi esposo no le satisfacía solo yo. Me decían que tenía mujeres y yo me hacía la que no creía, pero me dolía en el alma, y más cuando él se paseaba con ellas por todos lados mientras yo estaba en mi casa, como mujer de hogar que era. Mi mamá lloraba conmigo y me decía que Dios así quería que fueran las cosas, que mi destino estuviera escrito en el cielo y que tuviera que soportar la vida que llevaba porque Dios era el que ordenaba las cosas en el mundo.
Para entonces yo tenía veinticinco años, era bonita, a pesar de las penas, no muy alta, blanquita, como le gustaban a él las mujeres, con pechos regulares, caderuda, pelo largo y bonitas piernas, y me veía bien a pesar de los hijos y de los sufrimientos. Y yo me arreglaba para que él me viera bonita, para gustarle, para que me deseara más que a esas zorras con las que se metía. Pero nada. Él no cambiaba. Había cumplido treinta y cuatro años y se conservaba bien, aunque ahora era más violento, regañaba a los niños y cuando les pegaba yo tenía que meterme porque me los podía matar, aunque después la agarrara a golpes contra mí.

MIEDO. No era vida la mía, sufría y no tenía con quién conversar, nadie que me diera un consejo, nadie que me apoyara. Mi madre murió y me dejó sola. A mi papá ni siquiera lo conozco todavía. Una tarde llamé a don Eduardo Maldonado, a HCH, para que me ayudaran a encontrar a mi papá. Me llamaron de La Ceiba para decirme que se había muerto hacía cinco años. Nunca supe cómo era. Mi marido era mi papá, mi esposo, mi todo. Y, a pesar de todo, yo lo seguía queriendo. ¿Cómo no quererlo si era mi primer hombre, mi único hombre? Bueno, esto hasta que él quiso.

FANTASíA. Una noche se puso cariñoso, como se ponía cuando quería tener relaciones, pero después me dijo que él tenía una fantasía. Yo no entendía bien pero me explicó que le gustaría verme haciendo el amor con otro hombre. Yo me alarmé, tuve miedo pero no dije nada. Él insistió y yo me quedé callada. Un mes después me había convencido. Estaba segura de que yo lo que haría sería complacer a mi marido y que aquello no era pecado. Y pasó. Una vez, dos veces, tres veces. Muchas veces. Hasta que me encontró llorando porque yo ya no quería seguir en aquel juego. Entonces se calmó un año. Me volvió a pedir eso por ese tiempo y yo accedí una vez más. No voy a hablar de eso porque me llena de dolor y de vergüenza. Además, él me echaba en cara que yo era una puta, y eso me dolía.

CAMBIO. Esperar que mi esposo cambiara era inútil. ¿Cómo podría cambiar una serpiente de cascabel? No, era imposible. Pero para entonces yo ya tenía veintiocho años, mis hijos crecían y los amaba más que nunca. Él se calmaba por tiempos, pero después empezaba a beber y se le metían cosas en la cabeza. Lo peor era que siempre me pegaba. Una vez me quebró un brazo. No podía escapar porque me decía que si algún día lo dejaba me mataba a mí, mataba a mis hijos y se mataba él. Y yo le creía porque era violento. ¿Qué podía hacer?
Pero yo ya no soportaba tanta amargura, lloraba en las noches, veía a mis hijos tristes y con miedo, mi varoncito me decía que cuando él estuviera grande me iba a defender de su papá y que si él me seguía pegando él lo iba a matar porque se iba a hacer policía. Y eso me daba miedo, me aterrorizaba. Entonces pensé en dejarlo, en escaparme con mis hijos, en irme lejos y esconderme donde no nos encontrara nunca. Pero solo eran pensamientos inútiles. ¿A dónde iba a ir yo con mis hijos si no conocía más que la aldea donde había nacido y crecido? ¿Cómo esconderme de aquel hombre que sabía que me buscaría hasta por debajo de las piedras? Y estaba segura de que si me encontraba iba a cumplir sus amenazas. Pero todo iba a acabar tarde o temprano.

ATAQUE. Esa tarde, esa tarde oscura y triste para mi vida, él llegó temprano del trabajo. Había bebido, como siempre, y traía un pollo que se había robado en la granja donde trabajaba como guardia. Yo maté el pollo, lo puse a guisar y amasé una masa para hacerle tortillas. Pero él empezó a decirme que le gustaba verme con otros. Yo le dije que no iba a hacer eso nunca más y él me dijo que si a él se le antojaba yo tenía que complacerlo porque para eso era el hombre de la casa. No sé de donde tuve fuerzas y le contesté que no haría más eso, que me daba vergüenza y que tenía miedo que él me dejara de querer. Él se rió. Dijo que había invitado a un amigo a comer pollo y a tomar cervezas y que en la noche quería verme con él, que me iba a ir a bañar y que me pusiera un bikini blanco. Yo le dije que no. Que nunca más. Él se enfureció, me agarró del pelo, me arrastró por la cocina y me pegó en la cara. Yo salté de espaldas contra la mesa donde tenía los trastes y reboté en el suelo, después él me pegó una patada. Creo que me desmayé porque no sentí dolor, aunque los médicos dijeron después que tenía quebradas dos costillas. Cuando desperté, él me arrastraba por el suelo de tierra y me daba manotadas en la cara. Me preguntó si lo iba a contradecir y yo le dije que eso no, que no me pidiera eso, que yo no quería volver a hacerlo. Pero él insistió y me pegó con el puño en la frente. Mi cabeza rebotó en el suelo. En ese momento se sacó la pistola de debajo de la camisa, apuntó al techo y disparó dos veces, luego me dijo que si lo iba a contradecir que se lo dijera de una vez porque prefería verme muerta a que le llevara la contraria. Yo le dije que sí, que lo iba a hacer pero que no me matara, por los niños. Recuerdo la mirada diabólica con que me miró, la sonrisa horrible y burlesca y la pistola echando humo en su mano, aquella enorme mano callosa y pesada.

NIÑO. No sé de dónde apareció mi hijo. Era un niño débil, enfermizo y retraído. Tenía diez años pero parecía de siete. Cuando lo vi traía un leño en las manos, lo levantó como pudo, con fuerzas que nunca imaginé en él y lo dejó caer en la parte de atrás de la cabeza de su papá. Él se tambaleó, la pistola se le cayó de la mano y se volvió furioso contra el niño, el garrote había caído al suelo, vi que mi esposo lo recogió, lo levantó y quiso pegarle con él al niño. Yo le grité que corriera, pero él lo siguió, el niño se tropezó con los trastos que estaban caídos en el suelo y rodó. Yo lo oí gritar. Él le pegó el primer golpe en las piernitas. El segundo iba a la cabeza. Fue en ese momento que le disparé. Le disparé cuatro veces. Vi que en la espalda se le hacían como lunares rojos y que le empezaba a salir sangre. No se movió, estuvo quieto por unos segundos, no sé cuantos, y después cayó de rodillas. Más tarde cayó de boca en el suelo. Estaba muerto.

PREGUNTAS. ¿Qué podía hacer para evitar que matara a mi niño, si es que esas eran las intenciones que tenía? Y yo estaba segura de que me lo iba a matar. Él era así de violento. Con el garrotazo le quebró la piernita izquierda y todavía hoy mi hijo cojea.

¿Por qué podría arrepentirme? ¿Es que tenía tiempo para pensar? ¿Es que debí dejar que matara a mi hijo? Yo podía soportarle todo pero él no. Además, yo quisiera que quede claro que yo nunca quise matarlo, que nunca tuve ideas de esas, a pesar del mal que me hacía, pero esa vez no lo pensé dos veces. Era mi hijo o él. ¿Quién hubiera dudado? Yo no.

POLICíA. No sé quién llamó a la Policía, me llevaron presa y me condenaron. Los abogados de la Defensa Pública hicieron lo que pudieron para salvarme, diciendo que lo que hice fue en defensa propia, en defensa de mi hijo, pero el fiscal dijo que lo maté por la espalda y que bien pude dispararle a una pierna. Y me condenaron. Pasé once años presa, once largos años. Toda una vida. No vi crecer a mis hijos, mis hijas se enamoraron y se fueron y solo mi hijo me visitó en la cárcel. Hoy tengo más de cuarenta años, mi vida sigue siendo un infierno y no sé cómo explicarme por qué Dios permitió que llegara hasta allí si supuestamente él tiene cuidado de nosotros. No sé qué hacer, a veces recuerdo tantas cosas y lloro. Mi hijo vive conmigo, su esposa es buena y le quiero sus niños, pero me siento sola. Veo la casa donde viví tantas amarguras y lo recuerdo a él, y trato de que los recuerdos sean solo de las cosas buenas, aunque fueron muy pocas. Un día mi nuera me preguntó que si todavía lo quería y le dije que sí, que yo no quería matarlo pero que era primero mi hijo. Otro día encontré a uno de los amigos de él, de los que traía a la casa para verme teniendo sexo con él. Platicamos, recordamos cosas y terminé acostándome con él. Sentí que él estaba viéndome. Y, aunque parezca asqueroso, me gustó, como si él estuviera satisfecho.

¿Cómo se puede explicar eso?
No lo sé. Y no me interesa saberlo.

¿Por qué quise contar mi historia?

Para que las mujeres se den cuenta que son valiosas, que nadie tiene derecho a dañarlas, que son dueñas de su cuerpo y que si entregan su amor nadie tiene derecho a pisotearlas, a humillarlas ni a prostituirlas. Y porque quisiera que se hicieran leyes más duras, que el maltrato contra la mujer fuera castigado como si se tratara de un asesinato, de tráfico de drogas o de algo más grave. Le cuento todo esto para que con esta historia alguien de las autoridades tome conciencia de que las mujeres somos seres humanos y que merecemos respeto, que se nos trate como a vaso más frágil.

¿Que si he perdonado a mi esposo?
Sí.

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