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Una confesión dolorosa

<p>Dicen que quien esté libre de pecado que lance la primera piedra… Este relato narra un caso real. Se han cambiado los nombres y se han omitido y deformado algunos detalles a petición de las fuentes.</p>
07.07.2012

UNA CARTA. Estimada señora Wyler, he sido lector de sus casos desde hace cuatro años y, sinceramente, me han entretenido las mañanas de los domingos en los que la dulce compañía de mi esposa era todo lo que llenaba mi existencia al final de esta mi vida que hoy se ha convertido en un valle de amarguras.

Perdonará, por favor, que me exprese así, de forma tan triste, pero es la verdad, ya que no hay peor enfermedad, ni más angustiante ni más dolorosa e incurable que la soledad en que quedamos los viejos.

Al escribirle esto siento un profundo dolor en el alma; no digo en mi corazón porque mi corazón está seco desde que ella empezó a morir, y murió con ella, pero mi alma católica sí vive y está esperando el juicio de Dios.

No quiero impresionarla ni nada parecido, pero creo que a sus lectores y lectoras esta historia mía les va a impactar, y le escribo porque, después de leer los casos del domingo primero de julio, considero que mi caso no debe quedar en el anonimato ni en la impunidad en que ha estado los últimos tres años.

Además, deseo que la redacte usted en su tan especial estilo, y que la publique. Es una forma de confesar mi culpa, de descargar mi conciencia, de pagar con este sufrimiento lo que hice, aunque lo que hice fue el mejor acto de justicia y de amor que he hecho en mi vida, esta vida que ya dura ochenta y cinco años y que, como castigo de Dios o como burla del diablo, no se quiere acabar, aunque, como le dije antes, ya estoy muerto en vida.

Señora Wyler, el que sea yo un fiel lector de su sección y un adicto a EL HERALDO, no la compromete a publicar este caso, pero si me permite pedírselo especialmente, se lo pido: publíquela, por favor, no solo para que me sirva de catarsis o de descargo de tanta culpa; publíquela para que mis hijos, y los demás hijos desagradecidos sientan aunque sea un minuto de remordimiento por lo que hacen con los padres que, como mi esposa y yo, los amamos tanto, y tanto dimos por ellos.
Señora Wyler, yo maté a mi esposa.

ATRÁS. Fuimos felices. En medio de las dificultades, fuimos felices. Dios es testigo de que nunca le fui infiel y que la cuidé siempre, como al vaso más frágil.

No es que yo fuera un santo pero fui de ella desde los diecisiete años, cuando nos casaron porque quedó embarazada. Ella tenía catorce en esa época y vivió a mi lado sesenta y cuatro años, nueve meses y trece días. Nunca dejó de ser bella, nunca dejó de ser atenta y nunca dejó de ser mi novia. Y yo la amé cada día con renovado amor; y por amor la maté. Ella y Dios saben que tenía que hacerlo.

HIJOS. Perdimos el primer hijo y tardó seis años en quedar embarazada de nuevo. Dios nos bendijo con tres varones y dos mujeres. Los criamos con amor, con sacrificio y con la entrega que Dios nos manda. Cuando echaron alas, volaron del nido. De las niñas, una se fue a Noruega, con el esposo, y la otra a Canadá, donde se casó. De los varones, dos viven en Estados Unidos, si es que viven todavía, y el tercero, que es el mayor, murió en la cárcel donde pagaba el asesinato de su propia mujer, a la que él aseguraba haber encontrado con otro hombre. Dios lo haya perdonado.

Idos los hijos, nos quedamos solos Sara y yo, viviendo de recuerdos, esperando una carta, una llamada, una visita; viajando cada semana a la penitenciaría y añorando ver a los nietos, pero no los dejaron acercarse nunca a los padres del que asesinó a su madre. Hoy no sabemos ni cómo son ni dónde están. Perdimos contacto para siempre con ellos.

Todo esto enfermó a mi esposa. La diabetes se la detectaron a los treinta y seis años, pero la tragedia de mi hijo mayor la agravó. Cuando le cortaron dos dedos del pie izquierdo porque un uñero se le pudrió, supimos que el calvario con aquel mal empezaba apenas, y ella no había cumplido los cuarenta. Cuando le cortaron la pierna, dos años después, el dolor y la tristeza ya no salieron de su corazón. Y cuando el último de nuestros hijos se fue del hogar, mi esposa empezó a morir. Ellos no volvieron jamás.

Yo creo que llorarla sobre el ataúd fue más un acto de hipocresía que de sincero dolor; pero solo Dios puede juzgarlos porque yo los amo, y como dijo doña Luisa, no saben lo que hacen.

DECISIÓN. Una vez, hace unos diez años, le ayudaba a salir del baño cuando me deslicé y la dejé caer. Se golpeó tanto que su dolor era como estacas en mi corazón, y yo lloré de impotencia. Que dura es la vejez. Creo que, en semejantes circunstancias, la vejez y la pobreza son una maldición, aunque no me atrevería a blasfemar descaradamente. Yo me doblé el brazo y así la levanté, con el dolor a punto de hacerme gritar.

Pasé así dos semanas. La empleada llegó al lunes siguiente, y ella se encargó de los dos. Sin embargo, lo peor siguió cuando a Sara le detectaron alzhéimer.

Fue cuando el Papa Juan Pablo II visitó México por última vez, cuando hizo santo al indio Juan Diego. El Papa estaba enfermo; mi Sara también.

Le temblaban las manos, no retenía la saliva, iba perdiendo la memoria y su cabeza empezaba a moverse sin control, despacio pero sin control. Ya tenía setenta años. Su sufrimiento duró siete años más, siete largos y dolorosos años. Decidí matarla en 2009.

PETICIÓN. Estábamos en lo peor de la crisis. El presidente Zelaya, porque para ella y para mí siempre será presidente, tenía dos días de haberse refugiado en la Embajada de Brasil. Ella estaba indignada porque ‘Melito’ era medio pariente suyo, y escupía su cólera y sus injurias con una lucidez que me asombró, sin embargo, creo que el esfuerzo fue demasiado, y esa misma noche recayó. Lo que me dijo después de despertarse, a eso de la una de la madrugada, me dolió en el alma.

“Marcio, te quiero pedir algo…”

Su voz era un lamento y sus ojos lloraban. Estaba débil y no podía controlar ni el movimiento de su mano ni los esfínteres. A mí, aquel olor no me molestaba. ¿Cómo iba a molestarme?

Yo no le respondí. Yo también lloraba por dentro, mientras la limpiaba.

“Ya no quiero vivir más”.

Aquella frase la dijo con tanto aplomo pero con tanto dolor que se grabó en mi cerebro con fuego. La miré, vi sus ojos tristes y suplicantes, y guardé silencio.

“¿Qué quiere decirme?”

Yo siempre la traté de usted. Ella siempre me trató de vos. Desde que la conocí.

“Que me ayudés a terminar con este sufrimiento… Ya no soporto más… Ya no quiero vivir…”

Yo no le dije nada, ella hundió la cara llorosa en la almohada y terminé de limpiarla. Estaba tan delgada, tan desvalida…

CRIMEN. Cuando la ambulancia de la Cruz Roja llegó a mi casa empezaba a salir el sol, un sol pálido, frío, lejano. Afuera, los pájaros se despertaban y su bullicio me pareció lejano también. El aullido de la sirena estremeció el espacio y yo la vi alejarse por la calle, con la mujer que me acompañó toda mi vida y que iba agonizando dolorosamente.

“Aquí no podemos hacer mucho por ella, don Marcio –me dijo el médico, un muchacho barbón que tenía los ojos rojos por el desvelo–; llévala a Tegucigalpa. Allí la atenderán mejor”.

“¿Puedo verla?”

“Sí, claro”.

La vi. Estaba despierta, pero sufría. Había vomitado y le dolía el estómago. El vértigo era insoportable y el alzhéimer estaba incontrolable. Entonces me arrepentí y quise confesar. Ella me miró y me sonrió. Le agarré una mano y ella me apretó suave y deliciosamente.

“Ya está hecho –me dijo–. Te quiero. Si mis hijos vienen, deciles que los quiero mucho”.

Se desmayó y volvieron a meterla en la ambulancia. Cuando llegamos a la colonia Cerro Grande me miró por última vez, me regaló su mejor sonrisa y me pidió un beso. Yo la besé en la boca, su boca marchita y helada. Cerró los ojos y se durmió. Cuando llegamos al hospital Escuela ya estaba muerta; había muerto en mis brazos, en los brazos de su propio asesino.

EL HOSPITAL. Los socorristas llevaron su cuerpo a Emergencias, dos médicos la examinaron y dijeron que ya no había nada que hacer. Yo me senté a su lado, tomé su mano derecha y sentí como se fue poniendo helada y dura entre las mías.

No sé cuanto tiempo pasó. Los amigos que vinieron de Olancho no se atrevieron a separarme de ella. Hasta que llegó el agente de la DNIC, a hacer su trabajo de rutina: reconocer el cadáver.

EL AGENTE. Es un muchacho sencillo, que no debe nombrar en la historia, aunque si quiere entrevistarlo le doy el nombre por aparte, y su número de teléfono.

Recuerdo que corrió la cortina, para apartar las miradas de los curiosos. Aunque ya había tomado datos suficientes y había visto el cuerpo, algo le llamó la atención, y se quedó a solas conmigo. Yo le sonreí. Seguro era una sonrisa triste.

“¿Su esposa, verdad?”

“Sí, ya se lo dije”.

“Ajá”.

El agente guardó silencio, le dio vuelta a una página y empezó a leer en voz que solo él y yo podíamos escuchar:

“Alzhéimer, diabetes, hipertensión, amputada…”

“Sí, así es”.

“Sufría mucho ella, ¿verdad?”

Yo no le contesté. Lo miré a los ojos y él no apartó la mirada. Se acercó a Sara, con un pañuelo le limpió la comisura de los labios y luego se llevó el pañuelo a la nariz.

“Phostoxín o pastilla para curar frijoles…”

Yo no me impresioné. Lo miré por un momento y luego besé la mano de mi esposa.

El dejó que pasara un momento.

“¿Por qué lo hizo?”

Yo levanté la cabeza.

“Por amor… Ya no soportaba verla sufrir así…”

Hubo un instante de silencio. El ruido de la clínica no me conmovía.

“Vivimos juntos sesenta y cuatro años”…

“Y la vi sufrir desde que le cortaron el primer dedo, luego la pierna, luego el alzhéimer…”

“¿Y sus hijos? ¿Tienen hijos?”

“Sí, pero es como si no los hubiéramos tenido nunca… Se fueron hace años y no sabemos nada de ellos…”

“¿Quién la cuidaba?”

“Una enfermera y yo”.

“¿Cuántos años tiene usted?”

“Casi ochenta y dos”.

“Bien”.

El agente escribió algunas cosas en la hoja de papel, luego levantó la mirada y me dijo:

“Yo hubiera hecho lo mismo que usted…”

Salió y no volví a verlo más.
Al día siguiente enterré a mi Sara y cada sábado estoy en el cementerio, para conversar con ella y para decirle cuanto la quiero.

NOTA. Cuando entrevisté al agente, sus ojos se pusieron tristes y llorosos.
Dice que él vio morir a su abuelo de alzhéimer. Dice con voz apagada: “¿Quién puede lanzar la primera piedra?”

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