Editorial

Controvertida disposición

La decisión del presidente Donald Trump de reconocer a Jerusalén como la capital israelita rompe con la política exterior estadounidense -mantenida por siete décadas- de abstenerse de tal reconocimiento en tanto no se llega a una negociación definitiva y mutuamente aceptable a los derechos recíprocos entre judíos y palestinos, en consonancia con diversas resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que no reconocen la ocupación y expansión israelita de Jerusalén oriental y la margen occidental del río Jordán, núcleos de un eventual Estado palestino.

Tal reorientación de Washington ha provocado rechazos a nivel global, no solo entre las naciones árabes, también entre cercanos aliados de Estados Unidos en Europa, al concluir que exacerba una situación altamente desestabilizadora para la paz del Medio Oriente.

También el papa Francisco hizo pública su condena. Jerusalén alberga sitios santos para tres religiones y comunidades: cristianas, judías y musulmanas.

Cualquier pretensión de exclusividad genera respuestas proclives al enfrentamiento, avivado por la política hebrea de construir asentamientos para colonos en los territorios ocupados desde 1967, tanto en Jerusalén este como en Cisjordania y las colinas del Golán.

Este sistemático y creciente expansionismo nulifica el derecho inalienable del pueblo palestino a contar con un hogar propio, con fronteras ininterrumpidas y claramente definidas, en consonancia con los Acuerdos de Oslo firmados por Israel y Palestina, avalados por la comunidad internacional.

Desde 1981 Israel trasladó su capital de Tel Aviv a Jerusalén, acción provocativa que no ha sido reconocido por la gran mayoría de países al concluir que tal hecho es una flagrante violación al derecho internacional. La fuerza se ha impuesto al diálogo constructivo con la intención de sabotear, de una vez por todas, cualquier negociación de paz definitiva, duradera, verificada por Naciones Unidas.