Editorial

Hasta siempre maestro Zamora

Ha desaparecido físicamente uno de los máximos exponentes hondureños de las artes plásticas. Mario Zamora, el escultor cuya obra es parte del devenir cotidiano de los capitalinos que frecuentan el Congreso Nacional, donde se encuentran sus esculturas de la industria, el trabajo, la agricultura y el comercio; la UNAH, donde se erigen los próceres José Trinidad Reyes y José Cecilio del Valle; el Palacio de la Justicia, donde promete imparcialidad la diosa Temis; o que alzan la mirada hacia El Picacho y su imponente Cristo, murió en México a la edad de 97 años.

Hijo ilustre de Danlí, donde nació en 1920, orgullo de la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), donde comenzó su formación, Zamora trascendió el escenario patrio con estudios en México e Italia y un legado perenne en el viejo y nuevo continente.

No solo dio forma con técnica magistral al mármol, bronce, piedra o madera, sino que esculpió una parte de la identidad nacional con sus monumentos conmemorativos que incluyen también a Morazán erguido con la mano en el pecho en la sede del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE) y al poeta Juan Ramón Molina sentado en el parque comayagüelense de La Libertad. También yace conmovedora en la ENBA una escultura suya que representa la solidaridad.

Contribuyó en el país azteca con el monumento a los Niños Héroes, en San Miguel de Allende, así como obras en memoria de Benito Juárez y Amado Nervo, entre otros.

Por la belleza y perfección de su obra es considerado uno de los escultores más importantes, si no el principal, de América Latina, un verdadero orgullo para los hondureños y una inspiración para las nuevas generaciones de artistas.

Si en la antología de los grandes representantes del arte escultórico destacan Miguel Ángel y Da Vinci en Italia, Rodin en Francia, Warhol en Estados Unidos y Botero en Colombia, Honduras tiene a Zamora.

Un artista cuya obra no palidece ante la de los grandes maestros de la historia y a través de la cual vivirá por siempre.