Columnistas

Las últimas semanas, meses y par de años, la causa penal en Nueva York contra el expresidente Juan Orlando Hernández (JOH) ha acaparado la atención de la opinión pública nacional, hasta llegar a niveles de hartazgo. Como si se tratara de un evento deportivo de gran popularidad, la expectativa de conocer el resultado del juicio al exmandatario ha superado la de cualquier otro acontecimiento del que tengamos memoria en las últimas décadas, incluyendo el incierto desenlace del encierro en la Embajada brasileña del expresidente Manuel Zelaya y la participación exitosa de cantantes en el programa La Academia.

En medios de comunicación de todo tipo y sus novedosas mutaciones llamadas redes sociales, este proceso judicial ha sido el tema principal, derrochándose en él grandes flujos de información, que no han estado desprovistos de los excesos e imprecisiones que los caracterizan en la actualidad.

Independientemente del resultado del caso -mientras escribimos estas líneas un jurado define el destino del acusado- no queda duda alguna que esta decisión es un hito histórico que tendrá consecuencias irreversibles y de profundo impacto en el Estado hondureño y en la región. Omnipresente en la primera línea de la política hondureña las últimas dos décadas, Hernández Alvarado -quien gozó de la confianza y venia norteamericana- ascendió con pocos tropiezos a los puestos más importantes del Poder Legislativo y del gobierno de la nación, convirtiéndose por derecho propio en una de las figuras más importantes de su partido y de la historia nacional reciente. Emisario y líder de una de esas regiones que en la capital llaman “de tierra adentro”, desde sus inicios desafió las formas y prácticas que caracterizaron a la asamblea legislativa, lo que le valió fuera incluido dentro de un grupo de congresistas a quienes denominaban despectivamente como “diputados rangers” (los de la “Honduras de allá”); este apelativo precedió por cierto al de “cipote malcriado” que le dedicó el recordado expresidente del Congreso Nacional Rafael Pineda Ponce, con quien Hernández protagonizó duelos verbales que todavía resuenan en el hemiciclo.

No todos los políticos hondureños llegan a ser reconocidos o recordados por apodos, sobrenombres o acrónimos que los distingan del resto. Así fue con Pineda Ponce (Pin Pon). Pero también con “Pacán” (Rafael López Gutiérrez), “El Tamagás de Coray” (Terencio Sierra), “el hombrón de Zambrano” (Tiburcio Carías), “Changel” (José Ángel Zúniga Huete), “Pajarito” (Ramón Villeda Morales), AVC (Armando Velásquez Cerrato), OLA (Oswaldo López Arellano), “Polo” (Policarpo Paz), “El hombre del puro” (Juan Manuel Gálvez), “Mel” (Manuel Zelaya) y JOH (Juan Orlando Hernández). Esta identificación, además de un reconocimiento distintivo, también ayuda a simplificar su mención, lo cual viene bien a quienes quieren auparles (“Urge Mel”) o denostarles (“Fuera JOH”). ¿Qué se viene para el país después del juicio a JOH? Este es un debate que apenas empieza.