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Esteban se había quedado tendido en la cama más tiempo del previsto. No había podido dormir y ya casi era hora de levantarse. Afuera, el perro de la vecina ladraba, respondiendo a las claves que otros de su especie trasmitían sin que nadie más entendiera. Poco a poco la luz fue agotándose y los ojos de Esteban se acostumbraron a la penumbra que avanzaba por su cuarto.

La noche anterior había tenido que empujar el taxi para que encendiera. Hoy, Esteban no quería salir de la cama ni ir a trabajar. Agotado por el esfuerzo de la noche anterior, quería reponer fuerzas, pero no tenía opción pues debía pagar la tarifa al dueño del carro. No le había ido bien ayer: apenas le sobraron veinte pesos, después de llenar con un cuarto de galón el tanque de combustible. En la pulpería de Doña “Tancho” todavía le fiaban, pero las indirectas que recibió su señora las últimas dos veces que fue a comprar eran señal suficiente de que la paciencia -y el crédito- se estaban acabando.

Cerró los ojos y se vistió en la oscuridad. “Debe ser jodido ser ciego” pensó para sus adentros, mientras ataba las cintas de los zapatos sin verlos. Se guardó el billete en el bolsillo y salió a la calle, sin hacer mucho ruido y sin avisar a su mujer, pues no estaba de ánimos para enfrentar recriminaciones. Hacía frío y apuró el paso. El carro lo había dejado en una ligera pendiente a dos cuadras de su casa, por si el encendido fallaba de nuevo. Minutos después, sonrió, satisfecho de su previsión.

Las vías estaban despejadas. Ya había pasado la “hora pico” del tráfico y se apiñaban personas en las estaciones de buses, para abordar los últimos viajes. Debía estar atento: le esperaban casi doce horas de trabajo y un cuarto de tanque no dura toda la noche…

Un hombre con chumpa de cuero negro le hizo señal de parada. De un vistazo, Esteban estudió la apariencia e intenciones del cliente y se detuvo. “Voy al bulevar”, le dijo lacónicamente el sujeto, mientras se acomodaba en el asiento. Esteban arrancó.

Apenas un minuto después, el taxista sintió cómo le corría un súbito sudor frío por la espalda: el aroma a cuero de la chamarra no ocultó a su agudo olfato el fuerte olor de aceite lubricante. “Está armado” pensó, sin voltearse. Criado en un barrio, Esteban era un gran conversador y los mismos nervios lo hicieron hablar: “¡Dios es bueno conmigo, señor!: usted es mi primer pasajero de la noche y ojalá me dé suerte. Ayer solo hice para la gasolina”. Por el retrovisor vio que su acompañante asentía. “Sí, hombre… está jodida la cosa. A mí también me ha ido mal, jefe”… y prosiguió quejándose del gobierno, del clima, del precio de la comida y de los políticos.

El tiempo pasaba en cámara lenta. Esteban palideció cuando el pasajero le pidió que se detuviera. “Mire, jefe, yo soy asaltante” le dijo su acompañante, con voz baja. “Pero yo no friego al que está jodido como yo… ¿me fía la carrera?” “Tranquilo, joven. Así déjelo”, contestó Esteban, con aire de un suspiro.

Media hora después, Esteban le abonó veinte pesos a Doña “Tancho”, entró a su casa y besó a su esposa antes de meterse a la cama.