Columnistas

Un ejercicio de placer

La brisa navideña como que propende al reposo, a la quietud y desde luego al recuerdo de personas y cosas gratas. Concluye el año y uno piensa en los que se fueron, nostálgicamente se motiva a pronunciar nombres: Eduardo Bähr y Roberto Zapata, Mauricio Torres, los Joaquines Portillo y Baldemar, el músico Sergio Suazo, tantos queridos más que, sin embargo, partieron con obra cumplida, no con vacío ni en soledad.

Y vuelven a la memoria, como rachas gélidas o tibias, instantes de emoción. La primera canción oída en mi niñez fue “Rondalla”, escrita en el romántico México de 1948 (“En esta noche clara de inquietos luceros lo que yo más quiero te vengo a decir”) y luego “La Múcura” (cumbia de 1949), compuesta por el flautista pobre Cresencio Salcedo (quien además produjo otro éxito de esa época, “Mi cafetal”) de donde quizás recibí las primeras lecciones de malicia pues el jarrón para recoger agua, que es la múcura, se le quiebra a una niña de pueblo en un páramo donde solamente asiste San Pedro (¿o sólo Pedro?) y ella ya no puede con eso, es decir con quizás la pérdida de su virginidad (“ay, nena, ¿quién te rompió tu mucurita de barro? Fue Pedro que, me ayudó, ¿pa’ qué me hiciste llamarlo?”)...

Los saltos generacional y cultural de entonces fueron activados por los Beatles, quienes con alebreste casi erótico armaban metáforas de extremas sencillez y gozo musical. ¿Quién de mi generación olvida la más sencilla forma creada para describir una declaración de amor? “Oh, yeah, I’ll tell you something, I think you’ll understand, that when I say that something I wanna hold your hand” (Ey, tengo que decirte algo y espero que comprendas que cuando hable de ese algo voy a tomarte la mano).

Todo muy bien hasta allí en cuanto remembranzas (he contado partes de esto otras veces) pero la real transformación espiritual no arribó sino con la poesía, que fue el despertar de la conciencia, arrebato en la palabra literaria, musical e incluso mística (Sor Juana Inés de la Cruz, ejemplo), desde las “Coplas a la muerte de su padre” por Jorge Manrique, obsesivamente leídas (“Recuerde el alma dormida / avive el seso y despierte / contemplando / como se pasa la vida / cómo se viene la muerte / tan callando”), hasta Góngora y Calderón (“Hipogrifo violento [un caballo] que corriste parejas con el viento, ¿dónde, rayo sin llama, pájaro sin matiz, pez sin escama y bruto sin instinto natural?”), Garcilaso y sobre todo Lorca (“Y que yo me la llevé al río / creyendo que era mozuela / pero tenía marido...” y Miguel Hernández, otro admirado genio intelectual, de quien para cerrar invocaré (explicando breves partes) uno de sus increíbles poemas amorosos, pleno de sencillez y espuma de humildad...

“Te me mueres de casta y de sencilla [ella se ruboriza]: / estoy convicto, amor, estoy confeso [me arrepiento] / de que ladrón intrépido de un beso / yo te libé la flor de la mejilla. / Yo te libé la flor de la mejilla / y desde aquel instante, ese suceso / tu mejilla, de escrúpulo y de peso / se te cae deshojada y amarilla [está apenadísima]. / El fantasma del beso delincuente [ese recuerdo] / el pómulo te tiene perseguido [sensitivo] / cada vez más patente, negro y grande. / Y sin dormir estás, celosamente / vigilando mi boca ¡con qué cuido! / para que no se vicie y se desmande”.