Columnistas

Recuerdo bien aquella primera vez que hice malabares con la pinza que forman los dedos pulgar, índice y medio de mi mano. Un par de minutos antes, la afanada joven me había advertido que si quería llevar lo que estaba comprando y no pagaba la cantidad convenida para hacer las cosas como todos, tendría que hacerlo de esta manera extraña. Era importante conservar un delicado equilibrio al sostener aquel artificio, so pena de verter el contenido y echarlo todo a perder. Solo faltaba acercarlo a la boca para sorber de la pajilla. Sí. Estoy describiendo la primera vez que, siendo apenas un niño, tomé un refresco en bolsa.

La escena ocurrió en una pulpería cerca de la casa de los abuelos. Al no tener el dinero del “depósito” (20 centavos que sustituían el llevar la botella de recambio), la muchacha que despachaba me ofreció dármelo en bolsa y acepté aquella opción, hasta entonces desconocida. Una vez que degusté el líquido así, nunca más me preocupé por llevar la botella vacía, por lo práctico del método. Sin embargo, transportar líquidos de ese modo no está desprovisto de riesgos, especialmente si uno quiere sostener la bolsa en una mano o colocarla en una superficie, no digamos si uno quiere correr o moverse en bicicleta.

Nosotros crecimos y nos acostumbramos a esta forma de consumir bebidas, viéndola como normal. No fue hasta que unos extranjeros “cheles” se rieran de nosotros al vernos sorbiendo, que pude darme cuenta aquello cotidiano en estos lares, era una divertida extravagancia para el resto del mundo.

Así nos ocurre en este rincón catracho con muchos hábitos y “reglas de etiqueta” locales, que no siempre son bien vistos o comprendidos, incluso por los mismos connacionales si vienen de otra región del país. Ese es el caso con los “bastimentos” y las variadas formas de consumir ciertos alimentos en distintas zonas. Para algunos de ustedes, acompañar la comida con guineo (mínimo) verde cocido es del día a día, como lo es para otros el plan blanco, la tortilla de maíz, pequeña y gruesa, no esa delgada y grande que prefieren algunos mortales. Para mí, comer nacatamal con limón, chile y tortilla (tostada) es canon, uno del que hacen burla quienes -vea usted- tienen la bárbara costumbre de agregarle encurtido, cosa que quien suscribe jamás haría. En mi universo el encurtido acompaña al pescado frito o un “sanguche de basura”, del mismo modo que la sal y pimienta al mango verde (de “bolsa soplada”), o el repollo, salsa y queso a un pollo con tajadas (“chuco” le dicen ahora).

Siendo capitalino llamo “pastelitos de perro” a las empanadas de carne, prefiero una burrita (con todo) a una baleada (sin todo), además le digo charamusca al dulce líquido congelado dentro de una bolsita (el otro nombre es anatema y ni lo repito, por respeto al ratoncito). Mojar el pan de yema o la tustaca en el café y agregarle rosquillas para que se ablanden, podrá estar contra el carreño, pero cada vez que lo hago, sépalo usted, es un homenaje a mis ancestros. Sí, esos que al moldear mi identidad hicieron de mí un improbable gourmet.