Columnistas

Con frecuencia, amigos, conocidos y otro tanto de personas que apenas conozco y me reconocen a pesar de la vieja foto que encabeza estas líneas, se me acercan para comentar un artículo que les agradó, regalarme una idea sobre la que creen debería de escribir o para que les rinda cuentas sobre una columna que no entendieron bien o no les gustó.

Cada uno de los comentarios es bienvenido. Después de casi tres décadas escribiendo periódicamente, he comprendido que quienes nos leen se han ganado -en base a paciencia- el derecho a cuestionarnos y exigirnos, si no entretención, al menos buena sintaxis. Una vez publicados los textos, la información pertenece al lector y lectora, quien puede opinar lo que le venga en gana sobre lo que este diario acepta incluir en sus páginas de opinión. Obviamente, uno desearía que el esfuerzo semanal contara siempre con el favor de quien los lee, pero ello implicaría una uniformidad de criterios que afortunadamente no existe, salvo cuando ésta se finge para sobrevivir. Agradar a todos sería imposible, basta recordar al anciano y su nieto de la historia que intercambian montura al vaivén de los comentarios que escuchaban en cada pueblo por el que transitaban, hasta que el viejo se da cuenta que será la de nunca acabar.

Sobre las opiniones a favor o en contra, no puede hacerse mucho. Es cuestión de gustos (“Cuestión de enfoques” diría el analista). Pero sí sobre los contenidos. Hemos aceptado sugerencias y “tomado prestadas” anécdotas y episodios de vida ajenos, que nos han sido contados a sabiendas. Agobiados por la ausencia de aportes, hemos enriquecido progresivamente una reflexión inicial sobre un tema, hilando párrafos hasta completar la totalidad de caracteres y espacios que se nos conceden. En ese proceso no ha faltado quien nos recrimine por abusar de fantasía e inventar historias, acusación que no aceptamos ni negamos.

Hace muchos años alguien nos propuso escribir sobre cierta coyuntura política que era esencial comentar “dados los tiempos”. Se nos aclaró que debería hacerse, aún siendo nuestro estilo “light”. Entendí que la calificación de “liviano” no era peyorativa, lo que me obligó entonces a hacer una pausa para repensar qué escribo, por qué y para quiénes lo hago. Días antes otro amigo, entrañable periodista y mentor, me recomendaba perseverar en la crónica, pero contando historias que hicieran olvidar al lector las agobiantes tragedias que inundan diariamente los medios de comunicación (entre ellas las que protagonizan nuestros malabaristas del poder).

Colocado ante la disyuntiva del abuelo y el nieto ya citada, acudí al archivo para revisar los “entre paréntesis” de décadas pasadas. Sus temas variopintos, los cambios argumentativos, las preocupaciones recurrentes y los sobresaltos de nuestra época. Y encontrándome “liviano” -a ratos y con premeditación- he decidido subir a los pesados abuelo y nieto sobre el burro, para contar sus viajes y peripecias, poniéndole nombre a los tres cuando sea necesario. Sin aligerar cargas ni monturas.