Columnistas

Las incorregibles cárceles

Entre viejas fotografías, vencidos carnés y papeles amarillos revisé rememorativo algunos reportajes que escribí aquí en EL HERALDO hace más de 30 años y es sorprendente cómo las cosas han cambiado poco o nada. Redacté sobre las cárceles de entonces, por ejemplo, y si no fuera por la fecha y lugar diríamos que fue hoy.

Desde aquella perspectiva juvenil y esperanzadora a principios de los 90 era pretencioso suponer que tendríamos un país distinto en sólo tres décadas si cargábamos con los mismos vicios, prejuicios y el subdesarrollo intelectual de siempre, aunque el siglo nuevo que se avecinaba prometía otro tiempo más feliz.

Recuerdo entrar con aprensión a la cárcel más famosa de la época, la Penitenciaría Nacional -que había envejecido con Tegucigalpa y cuyo crecimiento la dejó en el centro de la ciudad-, los reclusos nos miraban desconfiados y algunos respondieron reticentes la entrevista por los guardias que nos escoltaban por motivos evidentes.

Denunciaron el hacinamiento desmesurado, no había cama para tanta gente, y muchos se acomodaban sufridos en el suelo, mitad dormidos mitad despiertos por sobrevivencia. También se quejaban de la comida, la falta de atención médica y, desde luego, todos eran inocentes de algún delito.

Algo ha cambiado. Los reclusos ya no son integrantes de las viejas bandas que asaltaban bancos -eso ya no ocurre- o atracadores de caminos, ladrones de viviendas; ahora gran parte de la población penitenciaria pertenece a maras y pandillas con el inventario de delitos que ya sabemos. Sigue igual que el recinto penitenciario es patrimonio de la violencia.

Otra vez, otro año las revueltas en las cárceles convocan al horror, y aunque medio mundo lo sospecha, todos se preguntan cómo diablos llegan las armas a manos de los reclusos, además, tan letales como ametralladoras y granadas. Por eso el desarme general es el inciso 1 en las nuevas medidas.

Hace años se sabe que desde las cárceles se ordenan por teléfonos móviles asaltos y asesinatos, y nos mienten que controlarán las comunicaciones -amenazando un buen negocio de las compañías de celulares-, y esta vez nos juran que también habrá intervención de las líneas oficiales, para que ninguna llamada se escape de prisión.

También se perseguirá a funcionarios penitenciarios cómplices de los criminales, se reubicará a los reclusos, se indultará a los que sufran enfermedades terminales o que estén por cumplir su condena, para aliviar un poco el hacinamiento.

En fin, inicia un intenso proceso para un problema que no es nuevo; nadie, ninguno de los gobiernos ha podido con ese lío de criminales. Tampoco es exclusivo de Honduras, está en las noticias de varios países, eso no quita que es posible resolverlo.

Queda un apunte curioso, que los motines carcelarios no parecen espontáneos ni aislados, tienen sincronización y delimitación, como si fueran parte de una perversa maquinación del caos.