Columnistas

Esos queridos baches

Si el bache está ahí, al acecho, camuflado por la lluvia y oscuridad nocturna, manifestamos ansiedad y molestia vecinal por la amenaza que representa. Si logramos esquivarlo, lo celebramos fanfarrones por nuestra habilidad, lamentándonos del mal estado de las calles; hasta miramos con incomprensión al conductor que venía de frente e hizo sonar el claxon del susto, creyendo inminente una colisión. Si caemos en él, inesperadamente y con catastrófico estruendo, pasado el sobresalto, nos quejamos en 50 decibelios, vociferando contra la autoridad responsable del buen estado de las vías públicas.

¡Y qué decir si ello ocasiona la destrucción de la llanta del carro! Fruncimos el ceño, derramamos bilis, lo contamos a todos y todas, llamamos a la radio, tomamos fotos y las subimos a las redes sociales (¡confiéselo, usted ya lo ha hecho!). Como sea: vistos de lejitos, esquivados o víctimas de ellos, conozco pocas personas que no hablen de su último bache.

Agobiados por los agujeros de las calles capitalinas, muchos conductores se sorprendieron gratamente muchos años atrás cuando un candidato a la Alcaldía se dedicó a marcarlos con pintura, para mostrarle al de turno que estaban ahí, que eran un verdadero problema y que había que hacer algo para erradicarlos (el mensaje era “yo sí los voy a eliminar, vota por mí”).

Tiempo después, en un popular programa de radio, se les ocurrió proponer a sus oyentes “la adopción de un bache” y cientos se dedicaron a notificar e identificar la presencia de hoyos en tal o cual lugar, información por demás útil para conductores de todo tipo.

Hay tantos que es imposible olvidarlos. Los baches son siempre temas de conversación (y presunción) en bares y sobremesa. “¡Yo no había visto ‘el bache X’ en tal bulevar!”, “¿Y ya viste el ‘pipa’ de bache que está en la entrada de la colonia”; “¡No fregués, ese bache que decís no es nada, vieras el que está allá por mi casa!”. En fin, cualquiera diría que hemos desarrollado una especial afición por hablar y hasta alardear de los “horacos” o “buracos”, como solían llamarlos los abuelos.

Baches por aquí y baches por allá. Mi madre gustaba mucho de actualizarnos, en mesa familiar, con la lista mental que había compilado, y fingía sorpresa o espanto cuando descubría uno nuevo o más agrandado.

A inicios del año pasado, sobraban las quejas por el estado de las calles y bulevares de la capital y aquellas avenidas que conducen hacia comunidades aledañas, especialmente, por tanta llanta y vehículos rotos. Adictos a lamentarnos por ello, luego todo mundo se ofuscaba y vociferaba por las molestias que ocasionaba su reparación, que suele hacerse en horas pico y con despliegue de colorida publicidad oficial.

Quisiera pensar que no se trata de ese mal hábito a la queja perpetua que tanto se critica a los eternamente insatisfechos, sino de la natural reacción de nostalgia que cualquiera tendría cuando le suprimen un amado elemento de su vida cotidiana. Algo a lo que ya se ha acostumbrado y a lo que le tiene enfermizo afecto.