Columnistas

En memoria

“El que escribe nace a cada instante, de suerte que las máquinas de escribir deberían tener la forma de pequeñas pilas bautismales.

El poeta y escritor hondureño Miguel R. Ortega nos ha obsequiado dos de sus libros con gentil dedicatoria: ‘Los instantes sin tiempo’ e ‘Itinerario de las brisas’, cuentos y poemas editados por B. Costa-Amic, de México. Su obra ha figurado en antologías de la poesía hondureña de Manuel Luna Mejía, de Roberto Sosa y de Óscar Acosta. Jaime Fontana le dijo a Miguel: ‘Veo que estás logrando eso que para mí es el ideal exacto de la poesía de los años futuros: el equilibrio entre la esencia y el ritmo, la emoción y la imagen, entre Darío y Neruda’. Y Claudio Barrera le escribió: ‘Pero quien le dio el golpe a la piñata lírica fue Miguel R. Ortega al llenar de una belleza nueva y singular las catorce líneas del soneto’.

En un comentario de Rafael Heliodoro Valle sobre ‘quiénes son los mejores poetas modernos de Honduras’ decía: ‘Miguel R. Ortega y Jorge Federico son los promisores, los que ganan nuestra preferencia y tienen ya un compromiso, el de la superación’. Ahora que hemos leído los dos libros de Miguel R. Ortega y disfrutamos de sábado a sábado sus tertulias en La Plazuela, convengo en que Miguel escribe con vocación, con una fuerza que le impulsa a expresarse como sea, del mismo modo que las tribus imploran la lluvia o alertan a las demás tribus con el tan-tan.

Para Miguel escribir es vaciarse, volcarse, con mayor o menor urgencia. Tiene la necesidad de explicarle a los otros: ¡Así soy yo! Y no es por soberbia. Crear es una acción gloriosa. Dostoievski tenía conciencia de ello y por eso gritó: ‘Tengo un proyecto: volverme loco’. Y el caso es que lo consiguió. Y que con su santa locura acrecentó el caudal de la experiencia introspectiva del hombre.

Escribir es vivir para Miguel R. Ortega. Vivir por partida doble. La propia vida y, si hay suerte, las vidas en torno, u otras alejadas que desconocemos pero que están ahí, dispuestas a participarnos su secreto. Se ha dicho que escribir es desnudarse ante la historia, ¡quedarse en puro esqueleto! Pero ocurre todo lo contrario pues la tal desnudez es provisional, porque escribir exige un grado de concentración tan intenso que lo que sucede a la postre es que el espíritu se enriquece poderosamente. Es un juego de rebote, de inmediata reabsorción. La naturaleza se muestra agradecida y nos entrega muy pronto una piel de recambio. Este es el caso de Miguel R. Ortega, un poeta que escribe cuentos.

Cabe admitir, eso sí, que dicho enriquecimiento modifica al escritor por dentro y por fuera, lo cual es a todas luces deseable pues el hombre es tanto más completo cuanto más se está constantemente rectificando. Semejante metamorfosis conforma, parece mentira, el rostro y la expresión de un escritor”.

Por veces vuelvo la vista a mi biblioteca y descubro un libro oculto que no he leído. Este es el caso de los hermosos conceptos superiores pertenecientes a “Honduras en mi máquina de escribir” del inquieto intelectual nicaragüense exilado en Tegucigalpa, Joaquín Sansón Argüello, prologado por don Jorge Fidel Durón y cuyos artículos aparecieron durante 1985 en El Heraldo de entonces, palabras que reproduzco como homenaje a mi admirado maestro Miguel R. Ortega.