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¿Cuánta “verdad” estamos dispuestos a soportar?

Y hablando justamente de perversidad, no podemos eludir ni por un instante los aportes de Michel Foucault, para quien la única relación digna de ser estudiada con severidad es la de la verdad y el poder: la verdad no sería una entidad estática, inmutable y eterna, sino una herramienta de los poderes que puede ser utilizada, entre tantas cosas, para mantener ciertas estructuras sociales: nada es verdadero por sí mismo, sino por imposición de poderes que establecen ciertos regímenes disciplinarios (medicina en general, el derecho penal, la sexualidad, el sistema educativo formal, etcétera). Según Foucault, el conocimiento “no contaminado” de relaciones de poder se contrapone a la construcción del saber o de los saberes, los cuales llevan consigo una huella de luchas y voluntades en puja epocales. A eso dedicó prácticamente toda su carrera, a realizar una genealogía de esa conformación de los saberes, buscando y explicitando justamente cómo se han construido en función no de lo que las cosas sean, sino de las luchas de poder que establecen el discurso que verse lo que las cosas son.

Como habrán podido apreciar, queridos lectores, el ethos común de los posmodernos es la imposibilidad de concebir una noción de verdad depurada de poder, sino solamente como una construcción social que responde a disputas de intereses particulares. Lo interesante de esto es que si todo saber, y toda verdad, existe en función de responder a las exigencias de un poder, es crucial que nos preguntemos ¿a qué poderes concretos responde aquel sistema discursivo que insiste que toda verdad responde a un poder? Cae por su propio peso: toda filosofía o moda intelectual pasajera que se pretenda llamar emancipadora, lo único que hace, en estos casos, es emancipar al poder de la verdad, pero nos deja a los sujetos más sometidos al poder que nunca, ya que ni siquiera nos da la posibilidad de sustentarnos sobre una verdad para impugnar a ese poder.

En fin, no importa, caro lector, que tal vez no conozcas a Foucault (tampoco te pierdes de mucho, créeme), el punto aquí es que la fantasía de aquellos que se hacen llamar revolucionarios del pensamiento, que vienen supuestamente a cuestionarlo todo, a desconstruir y subvertir el orden establecido no son más que engranajes funcionales a una estructura que necesita, para funcionar mejor, de esa función aparentemente disruptiva. Como sostuvo la gran Hannah Arendt: “El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución”.

Un sistema político-económico preponderantemente industrial necesitaría de un régimen normalizante al estilo fordista que controle los movimientos de un obrero desde que entra hasta que sale de la fábrica de manera eficiente y mecánica, por lo cual también sería necesaria cierta normalización de los cuerpos, es decir, una adecuación a ciertas exigencias y normas, gestos, horarios, espacios de reclusión, etcétera. Pues bien, nada de eso tiene que ver con las actuales condiciones de producción, las cuales son posindustriales y demandan salirse de la norma permanentemente, justamente por una cuestión básica de aceleración de los procesos productivos, la virtualización y la obsolescencia programada como regla de un estilo de vida frenético y esquizofrénico que requiere no normalizar, sino enloquecer a la población.