Columnistas

Criando pusilánimes

La escena fue en un gran aeropuerto del mundo -artísticos los europeos, planos y fríos los norteamericanos- donde cierta familia arribaba a tomar avión. Eran dos parejas y tres bellos infantes extraídos quizás de una pintura renacentista con querubines. Excepto que a lo largo del trayecto a sala de abordaje los padres dejaban que los niños (seis a siete años) manejaran sus pequeñas valijas con rodines. Y, lógico, por veces los torpes infantes tropezaban y derribaban con sonoro plof la petaca ante la simulada indiferencia de los progenitores, quienes observando dejaban hacer sin ayudar.

Contemplé lo que era más enseñanza que apatía. Con cada tumbo los niños aprendían a manejar el equipaje, los ejercicios de ensayo y error conformaban en su mente nuevas estructuras de conocimiento que en el futuro les ayudarían a equilibrarse a ellos mismos y a desarrollar habilidades tempranas para competir en el mundo.

Días más tarde observé en mi patria a dos padres llevando en coche, sin necesidad, a su heredero de siete años y se agolparon en mi mente muchas y similares observaciones: madres que evitan el menor esfuerzo físico del niño “para que no se canse”; padres que impiden se regañe al hijo por faltas cometidas en la escuela y que pueden por ello demandar al maestro; sobreprotección exagerada no sólo en vestimenta o ajuar sino en su relación con otros infantes; miedos diarios transmitidos por el progenitor hacia otras gentes, la calle, los extraños, las abejas, el orbe, los animales, los fantasmas de la imaginación. Y lo peor, el permanente machismo instilado por la mamá, quien separa drástica las funciones que, según ella, corresponden por tradición al heredero varón o a la fémina (“Juanito a jugar; Juanita a lavar platos”).

Chorros de protector solar en la playa; de repelente en el patio; de silicona antipiojos en la ducha; contra pulgas e infecciones de mascotas; no se acerque a ese loro que pica, al perro que muerde, al gato que aruña, al hongo en el pan, la bacteria en la carne, el virus en la sociedad; a jugar en aceras que inficionan; mejor una soda que agua dudosamente potable. El orbe en jaula, la vida en cautela; pervivencia del temor; la eterna sombrilla de amenaza que impide crecer.

Obvio, el niño se hunde en las seguras y conquistadoras pantallas de sus digitales o televisión antes que tomar desafíos, no importa si solo intelectuales, y reside en espacios de fantasía ajenos a los del mundo laboral que posteriormente debe enfrentar y en donde atributos como valor, audacia y atrevimiento emprendedor son imprescindibles, lo que hace desde temprano la diferencia entre sumisos y líderes (estos serán otros).

Suecia retiró los celulares de la escuela: sus jóvenes entrarán temprano a la realidad; en Israel el entrenamiento militar es obligatorio (y deformador de mentes); en Australia es el deporte la asignatura cuarta del pensum colegial; la Alemania nazi hizo del ejercicio físico su fuente de poder (el “hombre superior”) vía carreras, marchas, natación y vivencia en intemperie. Necesitamos músculo en la carne y carácter en la mente.

Asistí a dos graduaciones académicas recientemente. Las manos de los niños saludaban blandas, sus ojos veían con temor. ¿Qué clase de hondureños son...?