Columnistas

Volar, descender a las profundidades abisales, alunizar, desentrañar el genoma humano. Pareciera que no hay proyecto imposible de lograr para nuestra especie, si se cuenta con el deseo, el conocimiento acumulado, perseverancia y suficiente tiempo.

Es predecible que, así como se venció a la viruela, a la poliomielitis y a los peores efectos del VIH-sida, en algún momento se logrará someter al cáncer y otras dolencias que hoy lucen invencibles. Hoy se superan con creces las expectativas de vida de un habitante del medioevo (50 años en promedio) y la ciencia sustituye órganos del cuerpo con trasplantes y duraderas estructuras robotizadas: no sería extraño que, con el paso de las eras, los 969 años de Matusalén no asombren a ninguno y sean motivo de risa para nuestros descendientes.

Viajar en el tiempo es una de las quimeras favoritas de la humanidad. De este hipotético viaje se han ocupado físicos, escritores y cineastas por igual, para el deleite de quienes gustan de retos teóricos y la ciencia ficción. La imposibilidad comprobada -hasta ahora- de llevar a cabo este tipo de desplazamiento espacio-temporal hacia el porvenir y el pasado, no nos deja más que la alternativa de utilizar la imaginación para recrearlo, ayudándonos con fotos, testimonios, archivos documentales, de video y sonido, que nos permitan un oteo al ayer.

En uno de mis más recientes “viajes personales” a épocas pretéritas, me topé con evidencia de aquellos días en que la publicidad comercial no incluía mención de la “red informática mundial” (World Wide Web o www.) ni de la telefonía celular, de cuando no se conocía de correos electrónicos ni de íconos de redes sociales. Apenas se escribían los seis dígitos del teléfono y algunas referencias imprecisas de cómo llegar a un lugar (que obligaban sí o sí a preguntarle a un transeúnte).

Eran los días en que una “arroba” era una medida de peso, la cuarta parte de un quintal y por ello uno de tantos temas de matemáticas en la escuela primaria. A partir de su utilización en las direcciones de correo electrónico (separa el nombre del usuario y el servidor), el añejo símbolo de la arroba (se dice data del siglo XV) se convirtió en uno conocido universalmente y esencial para las comunicaciones a larga distancia. Últimamente, es muy probable que quienes lean estas líneas hayan tecleado la @ en las últimas 48 horas, bien en su correspondencia o en su Twitter respectivamente, para precisar el destinatario de su misiva o para mencionar a otro usuario (“arrobarlo” pues) en un “trino” (tuit). En apenas treinta años, arrobar dejó de ser medir por arrobas, embelesarse o quedar fuera de sí para significar una mención en red social.

Si el idioma cambió tanto en tan poco tiempo, ¿por qué no imaginarnos que todos los sueños imposibles de hoy se puedan hacer realidad?