Columnistas

Las reformas indispensables

Esta semana, un buen amigo me contó que en un trabajo inédito de investigación académica de su autoría -sobre el cual no puedo entrar en detalles todavía- había podido constatar el profundo daño que ha ocasionado la desconfianza en nuestra capacidad de enfrentar los desafíos que tenemos como nación.

Recuperar la confianza en alguien o algo cuando se ha perdido es muy arduo entre nosotros, a diferencia de otras sociedades donde la cultura de confianza y la disposición de preservarla y recuperarla está mas arraigada (Dinamarca y Nueva Zelanda, por ejemplo). La intolerancia y la práctica deficiente de valores democráticos esenciales son, en buena parte, la causa.

Digo lo anterior para continuar con dos ideas que expusimos la semana pasada: es indispensable incluir en las transacciones de reformas político-electorales la recuperación de la confianza colectiva en las instituciones, sus dirigentes y sus acciones, así como retomar las lecciones aprendidas en tantos años de procura del buen crédito electoral.

Cuando se hicieron las reformas de 2003, los concertadores de estas -todos destacados miembros de partidos políticos- se dieron tiempo suficiente para proponer las que ellos consideraban demandas de la ciudadanía para hacer más confiables y democráticos los
procesos electorales.

Paradójicamente, si hoy se revisan las principales decisiones adoptadas y finalmente aprobadas, prácticamente todas fueron revertidas (vicepresidencia, prohibición al presidente del Congreso Nacional de presentarse como candidato, despolitización del TSE y RNP, entre otras) y otras no fueron adecuadamente implementadas (mecanismos de consulta popular) por quienes las promovieron, incluso la nueva ley electoral que emergió de esos consensos fue desafiada en sus efectos (como el respeto a resultados para la integración de planillas de diputados), restándole imperio y credibilidad a las autoridades responsables de su aplicación.

Los propulsores de aquellas reformas obviaron la necesaria lectura histórica que hacía comprender cómo se habían prevenido conflictos y malos ratos al suprimir la vicepresidencia en 1957 o al dotar al antiguo Tribunal Nacional de Elecciones (TNE) de una justa composición multipartidaria. Ignorando la gradualidad -que tan buen resultado nos ha dado al hacer cambios trascendentales-, se intentaba de golpe hacer nuestras reglas como las de los países más evolucionados en la materia, sin considerar elementos esenciales de nuestra idiosincracia, como la del hacer caso omiso a esas mismas reglas, pactando soluciones legales excepcionales y poco ortodoxas (“por esta única vez”) para corregir entuertos o satisfacer caprichos de ocasión (una opción B no prescrita, la interpretación constitucional de la nacionalidad hondureña o la inclusión de más representantes judiciales en el TNE para garantizar control partidario, por citar varias).

Si el desafío es recuperar la confianza, aceptemos sin ambages que la desconfianza mutua tiene base cultural e histórica, y que solo puede ser superada con voluntad política y paciencia. De esto hablaremos el próximo viernes.