Columnistas

Reformar también a los políticos

Ya nos hicieron la reconvenida advertencia: si no hay reformas electorales, iremos a elecciones con los mismos vicios, trampas, y el fue aquel, y el yo no he sido. Si la insufrible democracia nuestra dependiera de un simple decreto, creeríamos; pero esas leyes las aplican hombres y mujeres, que no siempre se destacan por su irrebatible civismo y sentido de patria.

Hábiles en la transmutación, los políticos se pasan de este lado y dicen con nosotros que el sistema electoral está corrompido, como si ellos no tuvieran nada que ver, como si no lo aprobaran ellos, como si no lo ejecutaran ellos, como si no lo envilecieran ellos.

Entonces podríamos pensar que no basta el refuerzo solo para votar y contar lo votado.

Alienta el cambio la intervención en el Registro Nacional de las Personas, fuente inagotable y perversa del fraude electoral durante décadas.

Si las cosas se hacen bien, ya no habrá traslados de domicilio maliciosos para inclinar la votación; tampoco podrá votar hasta cinco veces la misma persona; los muertos no dejarán su descanso en paz para ir a la urnas; y la cédula de identidad recuperará su estampa, mucho más allá de un viciado carné electoral.

Probablemente la institución más degradada sea el Tribunal Supremo Electoral (de tribunal poco, de supremo nada), no hay quien le crea ni lo respete; situación deplorable si recordamos que debe garantizar la transparencia de los comicios, por extensión la tranquilidad política, y por derivación un aporte lateral a la paz social. Si en el TSE no se desbroza lo mohoso y putrefacto, todo efecto de cambio será banal, inútil, residual.

Las presuntas reformas también apuntan hacia las mesas receptoras; allí donde llegamos cada cuatro años para que gente amable nos anote en una lista y nos indique cómo votar.

Al final de la tarde algunas de estas personas se encierran, sacan su sectarismo, cuentan nuestros votos, borronean, tachan y alteran las actas para que el resultado no sea lo que esperábamos. La intención, dicen, es que ya no sean activistas políticos los que manejen las urnas; pero hay quien teme que será desnudar un santo para vestir otro.

Los franceses inventaron el balotaje, o segunda vuelta electoral, para garantizar que el elegido tenga la mayor cantidad de votos posibles. Pero cuando suman intenciones y voluntades a los nacionalistas no les salen las cuentas y dicen que no quieren esto; con la misma medida, los partidos de oposición exigen entusiasmados votar dos veces. Es una contienda, normal que haya disputa. El asunto es que las votaciones son emocionales, así que ni unos ni otros pueden asegurar qué va a pasar, claro, si la elecciones fueran libres
y transparentes.

Pero si descorremos por completo la cortina del problema, descubrimos desalentados que no se trata solo de la celada del RNP, la conjura en el TSE o la confabulación en la mesas electorales; también es un problema integral la conducta de los políticos, que hace tiempo olvidaron para qué están allí y han hecho de la maniobra, la componenda y la trampa una norma que únicamente robustece sus intereses personales, y creen que la moral y la ética son solo ramas de la filosofía.

Como todo martes tiene su domingo, pensemos positivo, que aparte de los cambios electorales también habrá una reforma obligada en el comportamiento de los políticos, de todos los partidos, un reciclaje, un chapuzón de humildad y decencia; si no, seguirán abismándose en la desconfianza y la abominación de lo que también les importa: el votante.