Para nadie es desconocido que corren tiempos únicos para la comunicación, que estamos muchas veces a un solo clic, a un solo comando de voz de la información, de comunicarnos con el otro o de gestionar lo que necesitamos.
Nunca como hoy las personas habían estado expuestas frente a otros, nunca había sido tan fácil ser visible y ver a los demás, nunca se habían conocido tantos detalles de las personas y, por supuesto, nunca se habían hecho tantas cavilaciones sobre la vida de las no celebridades.
Nunca la intimidad, la vida cotidiana, había sido
tan expuesta.
Se ha llenado el mundo virtual de celebridades de todas las dimensiones, de todas las clases.
Si se lo ve desde un lado positivo es imperativo decir que los espacios virtuales han democratizado la voz y de alguna manera el foco de atención de las personas, pienso por ejemplo en los youtubers, que se han convertido en pequeñas celebridades que, si no corrieran estos tiempos, jamás muchos de ellos habrían sido
mínimamente reconocidos.
De igual manera, aunque en proporciones minúsculas, pienso en los usuarios de otras redes sociales que cuelgan sus fotografías con la esperanza de ser halagados, que se toman la fotografía en el lugar “de moda” con el anhelo de que se corrobore que de verdad están acorde con los tiempos.
Cada una de estas persona detrás de sus perfiles (porque hay que entender que perfil no es sinónimo – ni de lejos – de persona) también es una estrella pequeña, muy pequeña, en el
firmamento digital.
Uno de los temas que es siempre tendencia en las redes sociales es la originalidad, esa que suele rechazar los estereotipos, las formas casi uniformes de hacer las cosas y que irónicamente se alimenta de ellos.
La extrema exposición a la que se somete la sociedad en los medios digitales provoca que cada día las personas entren en un molde aparentemente democrático y vacío de formas preconcebidas, pero que al ser un antimodelo se convierte en
un modelo.
Quizá no estemos frente a la generación más sensible de todas, pero sí ante la que más se expone y la que más posibilidades tiene de hacer públicas sus heridas.
Es entonces la más vulnerable, y si recuperamos el origen de la palabra vulnerable, nos encontramos con un cultismo latino vulnus, que en su fiel traducción
significa herida.
Es una generación que está allí, en lo más alto, en lo más visible, en lo más accesible, para ser alabada o para ser herida.
Es cierto que pasamos por una época líquida, de pocas estabilidades y en la que las formas se adaptan a lo que las contiene.
La opinión, lo que se piensa en esta aparente democratización de la palabra, también es líquida, también es inmediata y, por supuesto, también es efímera. Lo que se dice, lo que se muestra de uno mismo, lo bueno y lo malo, si es que caben estos términos, puede subir como la espuma y convertirse en un par de horas en algo inmensamente conocido, pero a la vez quedar sepultado con la misma velocidad en medio de toda la superproducción de información.
Entonces, no importa si la opinión expuesta hoy es una y mañana es otra, al fin y al cabo en medio de tanta información todo se pierde o al menos de vuelve difuso con facilidad.
En consecuencia, esa inconstancia de opiniones se transforma en inconstancia de valores, se opina de cualquier cosa porque no se sabe exactamente lo que se piensa. Todo a la larga se traduce en una paupérrima y depresiva exposición humana que nos recuerda nuestra frágil condición. Puede parecer que no, pero en términos generales estas debilidades individuales poco a poco se transforman
en generalidades.