Columnistas

Lecciones de democracia

En la escuela nuestras educadoras hacían su mejor esfuerzo por enseñarnos los principios de la vida democrática, con su fe inquebrantable que vendrían tiempos mejores. Eran los años de los gobiernos militares, cuando no había elecciones y las autoridades eran elegidas desde la cúpula castrense.

No había campañas políticas, ni actividades proselitistas de los partidos. Instituciones como el Congreso Nacional, el Tribunal de Elecciones, las Corporaciones Municipales, entre otras, no funcionaban “por causas de fuerza mayor”.

Sin embargo, en una acción que hoy me parece subversiva –en el fondo y en la forma- año con año, elegíamos democráticamente “la directiva del grado”, con la participación de todas y todos mis compañeros. Recuerdo bien que la posibilidad de elegir o ser electa era igual, sin discriminación alguna, pues no importaba el sexo o condiciones particulares del niño o niña (tuvimos presidentas y presidentes). Había entre nosotros hijos e hijas de esforzados obreros, de profesionales, de parejas y de madres solteras, más de alguno con holgura o dificultades económicas. Compartíamos el salón de clases hondureños y extranjeros. La mayoría éramos del país, excepto un chileno, un argentino, una uruguaya, varios nicaragüenses (con el paso de los años entendí que se trataba de hijos de exiliados políticos, pero a esto me referiré más adelante). Todos podíamos votar o ser propuestos para la directiva.

El día de la elección de la directiva del grado era una ocasión especial, que concluía con una pequeña celebración. Vencedores y vencidos compartíamos bocadillos, comentarios y risas, después de un conteo que se saldaba con rayitas escritas con tiza sobre la pizarra verde. No recuerdo mucho sobre las propuestas que hacían los candidatos y candidatas, pero sí que los ganadores tenían la honrosa distinción de representar al grado en las actividades escolares, intra y extramuros.

Para nuestros amiguitos extranjeros era una suerte de reivindicación simbólica: sus padres debieron abandonar sus hogares y realidades, salvando el pellejo inclusive, pero ellos podían aprender el ejercicio de este derecho esencial de la democracia en Honduras (¡vaya paradoja!). En aquellos días difícilmente podíamos entender el valor de lo que nuestras maestras organizaban para nosotros con tanta dedicación. Siempre había ganadores y quien quedaba en segundo lugar, aceptaba el resultado mientras enjugaba una lagrimita, cooperando siempre con quien resultaba triunfador.

También en casa las decisiones hogareñas trascendentales eran asuntos que papá y mamá sometían a debate democrático y por “el bien común” (como el destino del paseo dominical o con quien se disfrutarían las fiestas de fin de año), siendo las preferencias siempre balanceadas: mi padre, con mi madre -su media naranja- hacían valer consensos imposibles, sin que ninguno rebatiera luego la decisión, pues era final y se respetaba.

Los niños aprendemos y practicamos lo que nos enseñan y demuestran los adultos. Valga la reflexión, a propósito de las lecciones que nos han regalado las dirigencias de nuestra imperfecta democracia en estos aciagos tiempos.